—Nada, gracias. Id yendo vosotras.

—El novio está ya a la puerta de la iglesia, me acaba de llamar Marcos para decírmelo.

—¿Y qué hay de Amelia y Meli?

—No sabemos nada, tía Marita. Si quieres las llamo por el móvil, suponiendo que mi hermana lo tenga encendido.

—Gracias, Joaquín. Os esperamos en la iglesia.

Mariana apareció por el pasillo y Joaquín la interceptó.

—La salida es en dirección contraria.

—Lo sé —dijo Mariana—, pero vengo a ver si tu tía Marita puede dejarme un imperdible.

—Vaya, cuánto lo siento. Acabo de despedirme de ella. Ya va para la iglesia. ¿Te llevo yo?

—En ese caso, dame tiempo. Necesito el auxilio de una señora, no de ti.

—Ésa es la habitación de María Teresa, que está recogiendo algo. Date prisa. Te espero aquí.

Resignada, Mariana entró en la habitación, donde había varias señoras más. En un momento localizaron no sólo un imperdible sino también una rosa blanca del ramo que lucía en la mesa de la antecámara. El resultado final de la rosa y el escote fue muy alabado y Mariana salió contenta al pasillo. Allí aguardaba Joaquín, como un ave de presa.

—Venga, Mariana, cógete de mi brazo que vamos a pastorear a los invitados.

—Te advierto que saben ir solos —de pronto aparecía algo en la actitud de Joaquín que le disgustaba; una sensación de falsedad.

—¿Qué hacíais ahí tantas mujeres juntas?

—Mujereábamos.

—Daba miedo sólo veros desde la puerta.

—Seguro que estabas aterrado. Anda, no seas ganso. El que está hecho un hosco es tu hermano Marcos. Ayer en la finca por poco ni me saluda.

—Eso es que le has gustado.

—Pues es un estratega.

—Marcos y algún que otro moscón eran tus enamorados platónicos en la época, no sé si te acuerdas.

—Sí, mientras salía contigo, ¿no?

—Es que no se puede ser platónico. Por cierto, hablando de amores…

—Hablando de amores, mejor nos dedicamos a poner en marcha al prójimo que aguarda en el hall, al que ya sabes que tenemos que amar como a nosotros mismos.

—Ése no es mi estilo. Prefiero el cara a cara.

—¿No te corregirás nunca? —decididamente estaba empezando a resultarle desagradable.

—¿Corregirme? ¿Qué voy a corregir? Oye, por cierto, ¿para qué querías tú un imperdible?