Joaquín Fombona, vestido de impecable chaqué gris, atravesó de un ala a la otra la primera planta de habitaciones para dirigirse a la de Mariana de Marco, pero nadie respondió a su llamada. Contrariado, estuvo dudando si dejarse ver en el hall o volver a su habitación y esperar allí una mejor ocasión. Al final se decidió por esta última opción y emprendió la retirada, lentamente; remoloneaba, como solía hacer cuando no sabía qué camino tomar ante un deseo incumplido. En su vagabundeo volvió a detenerse ante un amplio ventanal que daba al campo de golf y, distraído, se dedicó a mirar adelante sin objetivo fijo; pronto su mirada siguió las evoluciones de una pareja que caminaba por el borde del campo, enfrascados en una al parecer animada conversación. De inmediato reconoció en ellos a Mariana y al padre Vitores, ella era inconfundible. Frunció el ceño mientras los observaba atentamente. ¿De qué estarían hablando? A su memoria acudió la época en que cortejaba a Mariana para frustración de su hermano Marcos, que se la comía con los ojos. El problema de Marcos era un clásico: demasiado joven para una muchacha tan avispada como Mariana. Aunque la palabra avispada quizá no fuera la más exacta; Mariana era bastante ingenua, como él pudo muy bien comprobar en su breve, intensa y productiva relación; pero tenía carácter, un carácter que acoquinaba a los chicos de su misma edad. Siempre pensó que Marcos no le perdonó que fuera él quien se llevara el gato al agua, pero es que su hermano pertenecía al gremio de los que esperan que unos ojos de carnero degollado conduzcan a una muchacha hasta sus brazos. En aquel momento Marcos no sabía, y quizá aún no lo supiera ahora, que el deseo está siempre reñido con la compasión.

Sí, pero ¿de qué estaría hablando ahora con el padre Vitores? Desde la llegada al hotel, Mariana parecía aprovechar cualquier oportunidad para hablar del cadáver enterrado en la finca y, lo más fastidioso, de la muerte de Elena. Ése era un terreno muy malo y lo había pisado delante de demasiada gente. Joaquín confiaba en que ella no advirtiese, tras el frívolo juego que se traían, la atención con que él estaba siguiendo sus pasos. Mariana estaba bordeando un abismo del que sería prudente alejarse. De lo contrario… el juego podría volverse peligroso para ella. No es bueno meter las narices en los problemas ajenos, y la familia no estaba pasando por sus mejores momentos, meditó. La muerte de su madre, la boda de Amelia, el reparto de la herencia…, en momentos como éstos las emociones se disparan, la moralidad se resiente, la audacia camina de la mano de la desesperación y, en un momento, un estado de inquietud puede tensarse al extremo de dejar escapar a los demonios sujetos.

¿Qué pensará ahora de ella el padre Vitores?, se preguntó, cambiando de asunto. Joaquín prescindía cínica y tajantemente de todo cuanto no le reportaba alguna clase de provecho, a ser posible inmediato, y no tenía escrúpulo alguno en actuar de acuerdo con sus intereses, por encima de toda consideración. Detrás de su aire mundano se escondía un fingidor dotado de una determinación implacable. Volvió a mirar al campo y la figura de Mariana le excitó. Le costaba entender que el director espiritual de su madre, un cura lo suficientemente antiguo y listo para parecer abierto y comprensivo, tuviera mucho que hablar con ella o ella con él; salvo que estuvieran hablando de… Pero decidió no darle más vueltas. Por otra parte, el malhumor de Marcos tenía algo que ver con la presencia de Mariana. Joaquín no era un hombre de inteligencia deductiva; en cambio, como buen cazador, no perdía un rastro en cuanto lo olfateaba. Los sensores de su hermano se habían activado ante la presencia de Mariana y de nuevo volvía a repetirse una situación antigua. ¿Tanto tiempo después? Ah, los rencores de familia… Como era natural, él no iba a permitir que nadie le tomase la delantera. Estaba atento y confiado a la vez, y esta suerte de oportunidad de revalidar su dominio le rejuvenecía. La vida, para él, se componía de ocasiones y estar pendiente de ellas era uno de sus deportes favoritos. El presente estaba plagado de ocasiones que uno debía saber distinguir y elegir. «Carpe diem», sentenció mientras se acariciaba la barbilla sin dejar de vigilar a los dos paseantes.

Rodolfo Ruz apareció de pronto en su campo de visión y en seguida le resultó evidente que iba tras los pasos de la pareja. Éste era lo contrario de su hermano: un tipo decidido, con buena planta, algo vulgar para su gusto y un inesperado seductor, a juzgar por cómo había caído Amelia en sus redes. A Joaquín no le parecía mal, pese a que consideraba a los Ruz unos advenedizos, porque su instinto le decía que le convenía llevarse bien con él. Vio cómo Rodolfo llamaba a los paseantes, pues se detuvieron y volvieron hacia él. Joaquín se fijó en el padre Vitores. De hecho, al poder observar libremente sus movimientos, pudo advertir en sus ademanes ese último punto de untuosidad que siempre le pareció tan propio como desagradable de la gente de Iglesia. La untuosidad la percibía Joaquín en el modo en que acompañaba los pasos de Mariana: demasiado encima y suficientemente lejos de ella a la vez, de manera que no se podía determinar bien si la consideraba una presa o un objeto de protección. No sintió celos, pero sí incomodidad; el pastor de almas tomaba aquélla bajo su ala para protegerla de él, de Joaquín, la tentación. Esa imagen le satisfizo y se recreó en ella. Desgraciadamente ya estaba vestido para la ceremonia, en la que participaba como testigo, y no podía salir afuera en persecución de ambos a fin de separarlos, cosa que sí parecía estar haciendo Rodolfo, aún por vestir. Se preguntó de qué habrían estado hablando con tanto énfasis. En realidad el énfasis o, mejor dicho, la viveza expresiva la puso Mariana, mientras el cura echaba las manos a la espalda o tendía discretamente los brazos hacia delante.

Pero Mariana tendría que dar pronto la vuelta porque a su vez debía vestirse para la boda y, como se sabe, a las mujeres eso es algo que les ocupa mucho tiempo. Por otra parte, era evidente que Rodolfo había salido a apremiar al padre Vitores porque éste, tras unos breves ademanes de despedida, emprendió la vuelta apresurada al edificio y Rodolfo y Mariana se quedaron solos. La imagen no le hizo gracia. En cambio, a Mariana no parecía caerle mal Rodolfo, tenía un instinto infalible para captar estas cosas. ¿Se estaría volviendo celoso? Le molestaba. No acababa de entender qué podría ser de tanto interés para ella como para continuar el paseo con Rodolfo por el campo de golf ajena, al parecer, a la hora que se le estaba echando encima inadvertidamente. ¿Rememorarían quizá viejos tiempos? Porque ellos no se habían vuelto a ver, probablemente, desde que terminaron sus estudios en la Facultad de Derecho. ¿Era Derecho? Ah, sí, debía de serlo puesto que Mariana era Juez. El padre Vitores regresaba al edificio.

—¿Vigilando a la competencia? —dijo una voz tras él.

Joaquín se volvió, violentamente sobresaltado. López Mansur lo contemplaba con aire risueño y un punto malicioso, pero se repuso al instante.

—No hay que dejar que la Iglesia se meta en asuntos mundanos, ¿no es verdad?

—Y debemos proteger a las mujeres laicas, que están expuestas a toda clase de tentaciones improcedentes.

Ambos se quedaron mirando a la pareja que hacían ahora Rodolfo y Mariana, también regresando sobre sus pasos en dirección al hotel. Ahora parecía que ella se dirigía a él con unos ademanes enérgicos o alegres, quizá más esto último, y cada pocos pasos se detenía, como si estuviera hablando de algo verdaderamente interesante.

—Tengo la sensación —dijo Mansur— de que no sólo no necesita defensa alguna sino que incluso podría ayudarnos a nosotros en un caso de apuro.

—¿De veras? —comentó Joaquín con un cierto aire de insolencia, sin apartar los ojos de la escena que se desarrollaba ante ellos.

—Tú no la has visto en acción, ¿verdad? —dijo Mansur.

—Depende de qué clase de acción —contestó Joaquín de manera explícita.

—Jurídica —dijo Mansur con sorna.

La conversación quedó interrumpida porque Mariana, que acababa de mirar su reloj de pulsera, hizo un gesto dramático con las manos y echó a andar a toda prisa hacia la terraza que conducía a la entrada trasera. Al desaparecer de la vista el objeto de su interés, los dos hombres se miraron con gesto convencional y ambos se dirigieron, sin haberse puesto previamente de acuerdo, hacia el hall, donde seguían reuniéndose buena parte de los invitados.