—Lo que me intriga —Mariana se recogió graciosamente el pelo por detrás del cuello y el padre Vitores se echó las manos a la espalda disponiéndose a escuchar— de toda la historia de los Fombona o, mejor dicho, de los Villacruz, es la historia de su abuelo… —se detuvo indecisa, como asaltada por un reparo—. Perdón, no sé si le disgusta hablar del administrador Ruz en vista de las circunstancias…
—¿Por qué lo dices, hija, por el desenterramiento del cadáver? —dijo él con aparente naturalidad.
—No, eso sería una simple cuestión de inoportunidad; yo me refiero además a un disgusto por indagar un poco hacia atrás; si para usted, como amigo de la familia, es una historia pasada que prefiere apartar… —precisó ella.
—Bien. ¿Por qué iba a importarme? Dios escribe derecho con renglones torcidos, como ya sabes, y éste puede ser uno de esos casos. Yo no creo en las casualidades.
—Eso es exactamente lo que me interesa —dijo Mariana con entusiasmo—. Usted entenderá bien lo que le voy a decir: a mí me parece que el enterramiento de Ruz fue en sí mismo, estoy casi segura, una especie de manifiesto de intenciones, eso es lo importante; y, en cuanto a la aparición del cadáver, puede ser una casualidad, pero, aunque parezca un tanto gótico, tengo la idea absurda e insistente de que contiene un mensaje, un mensaje para la familia Fombona que alcanza su destino justo cuando ésta se dispone a celebrar, en ese mismo lugar, un acontecimiento familiar de gran importancia.
—Dicho así, resulta estremecedor —bromeó el padre Vitores.
—Bueno, estaba poniéndome en plan Radcliffe, por supuesto; me refiero a la escritora de novelas de terror gótico —se apresuró a explicar—. Pero, dígame, ¿no cree que es un asunto extraordinario en cualquier caso? Ya sé que el cadáver no posee voluntad ni, por supuesto, creo en las maldiciones, ahí estoy haciendo novelería. Pero ¿no le parece oportuna la aparición del cadáver? ¿Y qué decir de su enterramiento? En cuanto a eso, a la propia Ann Radcliffe le parecería demasiado espeluznante.
—Un adjetivo apropiado.
—Y tenebroso.
—También.
—Ahí en mitad de la noche, cargando un cadáver sobre los hombros y con una pala en la mano… Es puro gótico. Es tan perfecto que si no fuera por lo macabro del asunto y la identificación del cadáver pensaría que han querido adornar la boda con una historia de terror sobrenatural.
—Pero, evidentemente, es una fantasía.
—Oh, sí, lo es. Sin embargo, usted cree en lo sobrenatural. Es algo que le resulta familiar.
—Yo creo en un orden sobrenatural propio de la divinidad, no en un mundo de fantasmas creado por la mente humana.
—Ahora yo le diría que Dios es una creación de la mente humana y abriríamos paso a un duelo entre ateos y creyentes, así que haga la cuenta de que no lo he dicho. Mi interés, como le decía antes, es otro. Pienso en Rufino Ruz porque el recuerdo que queda de él es el de un secundario en la vida de los Villacruz y, sin embargo, a mí me parece el personaje más interesante de todos, con diferencia. Esa dedicación a ella, esa abnegación, ese amor entre loco y morboso por Hélène… Y en cuanto a Hélène, parece sumirse en una especie de abandono que hace pensar si no estaría atrapada por alguna droga o era simplemente un estado de dejadez física y mental. ¿Usted sabe algo? ¿El porqué de una situación tan extraordinaria?
—A mí nadie me contó nada. Todo lo que puedo entrever es pura conjetura y cosas oídas a medias. Por otra parte, yo no soy quién para juzgar a nadie. Así que todo lo que te puedo decir, simple comentario, es que, según parece, Hélène se había entregado a una especie de languidez vital. Si consumía alguna clase de droga, no me consta. Posiblemente le abandonaron las ganas de vivir.
—¿Con Rufino dedicado a ella?
—Quién sabe.
—¿Elena no te contó nada? Es raro —Mariana había pasado al tuteo, siguiendo al cura.
—Hija mía, me impresiona tu candidez —lo dijo en un tono que arrastraba una segunda intención, nada cándida—, porque tienes que saber perfectamente que un sacerdote, en cuanto a lo que recibe de aquellas personas a las que dirige espiritualmente, es una tumba. Baste, pues, decir que la madre de Elena bastante mal lo pasó en vida como para remover ahora en su pasado. Dejemos en paz a los muertos, que ya están en manos de Dios.
—¿No sientes curiosidad?
—Siento compasión por la madre y siento compasión por la hija, a la que sorprendió la muerte tan repentinamente.
—Bien, dejemos a Elena, cuya desaparición es demasiado reciente. Háblame de la muerte de Hélène.
—¿Qué puedo decirte? Yo no tuve contacto con ella. Hija mía, ¿a qué viene tanto interés?
—¿Cómo murió? ¿Le falló el corazón?
—Algo así, creo que sufrió un colapso. En todo caso fue una muerte repentina.
—Como la hija. Es raro, ¿no?
—Bien, pues no sé qué decirte. Tan rara como cualquier otra muerte repentina. Algo se incuba y, al final, se manifiesta y mata. Le ocurre a mucha gente. No veo dónde quieres ir a parar —dijo el padre Vitores con gesto impasible.
—Pura intriga. Ya te digo que soy muy novelera.
—Eso no creo que sea nada bueno para un Juez.
—Depende. La imaginación ayuda mucho a la percepción. En general una instrucción de un Juez es una cuestión de orden y método, pero no siempre es así. Un Juez debe pensar en la víctima y en el reo, sin favoritismos ni prevenciones; debe pensar en aplicar la ley con la mayor ecuanimidad. Pero también debe pensar en la vida misma, y la vida es muy compleja. Incluso bajo la apariencia más simple o la causa más evidente. Un Juez debe tener experiencia jurídica y experiencia vital. Una sola no basta y la ley no es una ciencia exacta sino un pacto entre ciudadanos, ¿me comprendes? La imaginación es una ayuda magnífica para no quedarse estancado en la estrechez literal de la norma. Es una aplicación del viejo dicho de la letra y el espíritu de la letra. La imaginación alimenta el espíritu. Así que no me parece mal ser un poco novelera.
—Me dejas impresionado.
—¿Te burlas de mí?
—La imaginación es una dama muy peligrosa, hay que tener mucho cuidado con ella. Engaña y distorsiona con facilidad.
—Ya veo. Tú a lo tuyo: cerrar filas en torno a la doctrina.
—Cuando lo indicado es atenerse a ella, sí.
—Bueno, si me permites una maledicencia, ya sabemos de la capacidad de los curas para escurrir el bulto en los asuntos vidriosos. Vamos a otra cosa. ¿Me permites que utilice un poco la imaginación a costa de la familia Fombona?
—Qué remedio, lo vas a hacer de todas formas… —a Mariana le asaltó de repente la sospecha de que el cura se estaba divirtiendo.
—Imagina: una mujer, Hélène Giraud, viuda, se retira a una finca de Toledo gracias a la munificencia de un hombre que la adora. Allí viven los dos, aunque él falta a menudo de la casa por las obligaciones propias de su trabajo, pero regresa a su lado en cuanto le resulta posible y se ocupa hasta en los menores detalles del bienestar de la mujer, con la que acaba casándose. Los hijos de ambos, cada uno de su anterior matrimonio, son acogidos en la casa, sobre todo Elena, siempre que acuden a ella a pasar temporadas o días sueltos, según creo. Bien. De pronto, una noche, la hija, que se encuentra en la casa, escucha ruidos, gritos o cualquier otra forma de escándalo y encuentra a su madre muerta y a su padrastro junto a ella, presa de la desesperación. Y ahora viene lo bueno: Elena Villacruz expulsa de la casa a su padrastro al cabo de dos o tres días, de la casa que éste había regalado a una Hélène que no tenía un duro; y con él despacha a su hijo. Yo sacaría una conclusión de todo ello y es que Elena consideraba a su padrastro culpable de la muerte de Hélène. ¿Qué tal voy?
—De cabeza al infierno de la imaginación.
—Elena no estará esta tarde en la boda, pero tengo entendido que una prima Villacruz, Marita Villacruz si no me equivoco, sí que estará y que ella era la amiga íntima de Elena en aquellos tiempos. ¿Me equivoco?
—Lo era, en efecto. Conozco bien a Marita.
—Hay muchos puntos oscuros en esta historia…
—Aguarda un momento —la interrumpió el padre Vitores deteniéndose y cruzando las manos por delante. Mariana ya se había adelantado dos pasos y tuvo que volverse hacia él—. ¿Puedes explicarme cuál es tu verdadero interés en el pasado de la familia Fombona?
—Amelia y yo somos buenas amigas. La he encontrado preocupada, desbordada —mintió Mariana.
—Hija mía, los míos son ya muchos años de experiencia y te diré benévolamente que no estás siendo sincera conmigo.
—Debo entender, entonces —dijo Mariana con su mejor sonrisa—, que esta conversación llega a su fin.
—Es una manera de verlo.
—En ese caso tendré que empezar de nuevo por Marita Villacruz. Marita ha de saber muchas cosas. Yo la conocí aquí en la finca, precisamente.
—Bien. Pues no te aconsejo que te acerques a ella con la intención que llevas.
—Te olvidas de que soy Juez. Yo sé interrogar a las personas.
—No lo dudo, pero sigue mi consejo y deja en paz a los deudos y a los muertos.
—Pues es curioso que me digas eso, porque no creo que Rufino Ruz esté muy en paz allá donde se encuentre sabiendo que, en el fondo, todo el mundo piensa que él es el culpable de la tragedia.
—Me has dicho que no crees en el otro mundo.
—No, pero creo en la lucha por la verdad en el nuestro.
—Esa verdad sólo le incumbe a la familia y tú no eres quién para buscarla. Causarás dolor; y será para nada.
—Bueno. Cuando otros hacen dejación de sus responsabilidades, alguien tiene que intervenir, ¿no lo crees así?