Poco rato después, Mariana caminaba lentamente por el borde del campo de golf. A pesar del calor, había preferido salir a dar un paseo, en parte para calmar su agitación y en parte para pensar más libremente sobre el extraordinario asunto del robo de su ropa. Antes se había asegurado de cerrar bien el balcón y la puerta. Estuvo dudando si denunciar el asunto en el hotel, pero le resultaba muy violento: parecía escandaloso que fuera alguno de los clientes y también habría sido muy desagradable para el servicio. Al fin y al cabo no se trataba de joyas o dinero sino de un acto de rapiña o de fetichismo, según quién fuera el autor, un suceso cuyo botín no merecía el presumible alboroto que podría organizarse en torno. No era el hecho en sí mismo el causante de su desazón sino la mano que estaba tras él. Lo que en principio sucedía a propósito de una escapada divertida se estaba convirtiendo en un espacio de incomodidad creciente. Su intuición le decía que no era un simple hurto, provocado por la envidia o la codicia, sino un asunto personal. Alguien, eso era lo probable, venía actuando movido por una pulsión de orden sexual hacia ella, lo cual sumaba inseguridad a la inquietud; la inquietud no le producía miedo porque ni era miedosa ni confundía sus emociones; lo detestable de la amenaza, mientras no descubriera su rostro, era su anonimato, que la sometía a un estado de indefensión y zozobra. Además, trataba de imaginar quién podía arriesgarse a ser sorprendido robando un conjunto de ropa íntima, al estilo de esas redundantes historias televisivas de psicópata que acecha a su víctima gracias a la complicidad de la cámara con el espectador que busca pretendidas emociones fuertes. En estos momentos, salvo que se tratase de una camarera, un tipo tenía en su poder unas bragas y un sujetador de finísimo encaje, particularmente caros, delicados y estimulantes, que Mariana había adquirido en un golpe de decisión en un comercio especializado de Madrid por el mero hecho de darse el gusto. Si tuviera a su alcance al baboso que estaba jugando a las sublimaciones sexuales con su ropa de buena gana le retorcería los testículos, por estúpido y por bodoque, se dijo. Y de repente la situación le pareció tan ridícula que se echó a reír. Reía para liberar su enfado y también por el suceso en sí y por la mala suerte, o el castigo, según lo considerara, por derrochar el dinero en lujos imprudentes. Se detuvo al borde mismo del campo de golf, donde lo cerraba un seto de ligustros sin podar, y trató de limpiarse las lágrimas con la mano. La risa le hizo bien.

De pronto se percató de que estaba riéndose y hablando sola. Entonces fue cuando se sintió observada de nuevo. Al pronto no reconoció la clase de observación a la que estaba siendo sometida. No pudo evitar el recuerdo de la ropa robada, pero no percibía lascivia alguna sino una difusa sensación de amenaza. Esta vez la estaban siguiendo; alguien la seguía con la mirada, posiblemente desde alguna de las ventanas del hotel que daban a la parte trasera, donde se encontraba ella. ¿Alguno de los Fombona? Otra vez imaginaciones. Sintió que allí sola y a esa distancia era un blanco fácil.

«¿Blanco?», se dijo. «¿En qué demonios estoy pensando?»

Recapacitó. Disponía de varias cartas, pero aún no lograba saber cómo ligarlas para hacer jugada. En primer lugar, lo que era una insinuación manifestada en busca de otro objetivo tomaba entidad por sí misma ante la reacción de sus destinatarios, los hermanos Fombona: la muerte de Elena pudo ser provocada y eso les afectaba directamente a ellos, beneficiarios de su fortuna. En segundo lugar, Elena Villacruz había citado a sus cuatro hijos en Madrid al día siguiente de su muerte; los citó un lunes y murió el domingo. ¿Para qué? No se convoca un consejo de familia por una nimiedad, volvió a repetirse; algo serio debía de haber ocurrido y se iba a discutir entre todos. ¿A quién apuntaba? ¿A uno de ellos? ¿A todos ellos? En tercer lugar, y aunque no tuviera nada que ver con lo anterior, alguien había entrado en su habitación y robado un conjunto de ropa íntima. Y, por último, alguien seguía atentamente sus pasos, y esta vez la sensación no era producto del subconsciente sino una clase de intuición que ella conocía muy bien y que siempre le había dado excelentes resultados. Todo aparentemente traído por los pelos, pero eran las cartas que tenía en la mano y con las que debía jugar. ¿Jugar a qué?

Mariana razonaba con más agudeza cuando podía hacerlo en voz alta ante una persona de su confianza, por lo que echó de menos a Carmen, su antigua secretaria de Juzgado, que seguía ejerciendo en San Pedro del Mar. Aquí no tenía a nadie con quien hablar. Quizá podría haberlo intentado con Rodolfo por aquello de haber sido compañeros de estudios, pero aunque a primera vista pareciera con mucho más sensato y sentado que cualquier Fombona, se había autoincorporado ya a la familia; entre ambos no había ninguna confianza ni, al parecer, ganas de tenerla por parte de ninguno de los dos y, además, su reacción a las posibles confidencias y razonamientos resultaba impredecible. Amelia hubiera sido la opción natural de tratarse de cualquier otra cosa, pero estaba en camino desde Madrid, era el día de su boda y, por encima de todo, si le insinuaba la posibilidad de un crimen en la familia, le daría un ataque. Y ahí se terminaban sus posibilidades. El resto de los invitados, al menos los que se alojaban en el hotel, eran desconocidos o, en todo caso, gente ajena a ella. Pena de Carmen.

Entonces se acordó de Mansur. Quizá fuera el confidente adecuado. Un tipo inteligente, perspicaz, culto y lo suficientemente cínico como para recibir sus confidencias sin compromiso. Aunque era mayor que ella tenían cosas en común: un pasado universitario de combate, una idea bastante abierta de las cosas de la vida, una última displicencia ante las grandes verdades y un notable interés por los comportamientos de las personas. Sí, pensó que podría ser, que quizá mereciera la pena hacer un aparte con él, al menos para tantearle.

Habían dejado de observarla. Quienquiera que fuese ya no se encontraba tras alguno de los cristales de la fachada posterior. Del mismo modo que supo que la seguían, supo ahora que la habían dejado en paz. De momento. Lo único fastidioso, o inquietante, era la presunción de que sus intuiciones estaban directamente relacionadas con el observador.