—¡La bella desaparecida! —Mariana reconoció la voz y volvió la cabeza. Joaquín y Rodolfo caminaban hacia ella.
—Estuve en el pueblo. ¿Y vosotros?
—Esperándote para almorzar —dijo Joaquín—, y al final me he tenido que conformar con la compañía del novio.
—¿Has comido algo en el pueblo? —preguntó Rodolfo.
—He hecho una comida netamente popular con vuestra antigua cocinera, Felisa.
—¡Felisa! —dijo alegremente Joaquín—. Seguro que has comido mejor que nosotros. ¿Y qué es de ella?
—Muy bien. Sana como una manzana y rodeada de nietos. Estuvimos hablando de vosotros.
—No sería de mí —dijo Rodolfo.
—No. A ti aún te faltan unas pocas horas para entrar en el reino de los Fombona.
—Pero ella sabe quién soy yo.
—Claro que lo sabe. Conoció a tu abuelo. De hecho estaba allí cuando murió Hélène.
Los dos hombres carraspearon en dos tonos distintos.
—¿He sido inoportuna? Vaya, cuánto lo siento, qué torpe soy. En realidad de lo que hablamos fue de otra muerte, la de tu madre —siguió diciendo Mariana con la mirada puesta en Joaquín—. Una muerte tan rara…
—¿Rara? —interrumpió Rodolfo—. ¿Qué tiene de rara?
—Pues la coincidencia —Mariana sintió de pronto la necesidad de saltar al vacío—. Yo no creo en las casualidades. Dos ataques al corazón, no sé…
—Pero ¿de qué estás hablando?
—De Hélène y de Elena, la misma muerte, todo el asunto del dinero…
Cada uno a su manera, los dos hombres mostraban síntomas de incomodidad. Mariana sabía que estaba dando palos de ciego, pero su instinto le decía que por algún lado tenía que empezar a romper la cáscara que protegía la intimidad de los Fombona si deseaba empezar a encontrar respuestas a las preguntas que se hacía en torno a su historia familiar. El problema era que no sabía lo que podía encontrar y que quizá fuera peligroso, además de un disparate impropio de ella, pero no podía evitarlo. La táctica era la de atacar por un flanco para ver si dejaba el otro al descubierto. Era consciente de que, a cada paso que daba, se adentraba más y más en terreno vedado, y lo estaba haciendo como atraída por un vértigo irresistible.
—Perdona, Mariana. No sé qué es lo que estás intentando insinuar… —empezó a decir Rodolfo, que parecía haber recibido un terrible sobresalto.
—Está muy claro, Rodolfo —terció Joaquín—, creo que la Juez De Marco se refiere a que la muerte de mi madre no fue accidental, ¿o me equivoco?
Mariana no pudo evitar un brote de excitación.
—¿Lo fue? —dijo con el mayor descaro con que fue capaz de acompañar un magnífico gesto de inocencia. Rodolfo se quedó mirándola de hito en hito. Había una seria advertencia en su mirada, además de sorpresa ante la pregunta.
—¿Estás hablando en serio? —dijo en tono cortante.
—¿Qué es lo que dice en serio? —Alfredo apareció de repente junto a los otros dos y Mariana no pudo evitar un estremecimiento. Se encontraba rodeada por los tres hombres, sola, un paso más allá de la prudencia.
—Nada. Tonterías —por un segundo sintió algo parecido al miedo y también a la atracción del abismo.
—Hablábamos de la muerte de mamá —dijo Joaquín—. Mariana piensa que quizá no fuera accidental.
—No seas ridículo —dijo Rodolfo, evidentemente alterado—. Lo que dice es que podría haber sido un homicidio.
En unos segundos el rostro de Alfredo se congestionó hasta ponerse rojo.
—Pero ¡qué cojones…!
—Cuidado, que esto puede ponerse muy desagradable —Rodolfo había recuperado repentinamente la serenidad y detenía con el brazo extendido a Alfredo, al que parecía haberle dado un ataque—. Lo cierto es que Mariana sólo ha comentado una posibilidad, no nos ha acusado a nadie de la familia.
«Cierto —pensó ella—, pero todos lo han entendido así». El ataque había sido ciego y peligroso porque era un albur que la exponía a una reacción muy desagradable. Y, sin embargo, quizá había tocado involuntariamente un punto sensible. Además, advirtió otro detalle significativo: Rodolfo se incorporaba a la familia tácitamente.
—Yo, desde luego, no he sido —Joaquín regresaba a la frivolidad, su arma favorita—. Aunque, con mi mala cabeza, debería ser el principal sospechoso, porque sólo yo sería capaz de cometer un asesinato por frivolidad, que es el único motivo que se me ocurre para matar a mi propia madre.
Alfredo, aunque trataba de contenerse, no apartaba un segundo sus ojos de Mariana, pero los desvió para lanzar a su hermano una mirada furibunda.
«Si las miradas matasen», pensó ella.
—¿Qué tal si olvidamos este incidente? —propuso Rodolfo—. No creo que hubiera la menor intención de herir a nadie —trataba de cerrar el asunto. ¿Se había convertido en un mediador dentro de la familia Fombona? Mariana tuvo que aceptar que no lo reconocía; era evidente que ahora tenía mucho mundo y un buen dominio de sí mismo, aunque no había perdido ese último aire de tipo esquinado que lo caracterizó en la Facultad.
—No por mi parte —Mariana empezó a retroceder cautelosamente; ya había visto suficiente—. La verdad es que ha sido una tontería y no pensé que fuerais a tomarlo así.
—Y no lo hemos tomado —dijo Joaquín—. Lo que pasa es que Alfredo es del tipo colérico y carece de sentido del humor, ¿verdad, Alfredo?
Mariana creyó advertir un intencionado deseo de incomodar en el comentario de Joaquín.
—Lo siento de veras. Creo que he metido la pata. Os pido excusas.
—No tienes por qué excusarte —contestó Rodolfo—. Ha sido un desafortunado malentendido y ya está. Olvidado. ¿Olvidado? —añadió, dirigiéndose a los otros dos—. Pues vamos a vestirnos, que se acerca la hora decisiva.
Joaquín tomó a su hermano del brazo y comenzaron a alejarse. Alfredo hizo un ademán de resistencia después de dar unos pasos y luego siguió adelante en compañía de Joaquín. De los tres era el más afectado, al menos a primera vista. Llamaba la atención su rápido paso de una situación emocional a otra, sin duda propio de su temperamento sanguíneo. Mariana se preguntaba cómo, con semejante carácter, podía moverse en un mundo como el financiero, más propio de tiburones fríos que de gente de sangre caliente. Joaquín tenía que tirar de él, que se defendía aún, a pesar de hallarse ya a unos metros de ella. Y, desde luego, no era ésa la forma de comportarse con una señora en un mundo social como el suyo. «Claro que hay cosas que se perdonan entre unos —se dijo— y no a otros».
Rodolfo los vio alejarse y luego se volvió hacia Mariana.
—He estado fatal, ¿no? —dijo ella.
—Dime una cosa. ¿A cuento de qué venía esta provocación? —preguntó Rodolfo, evidentemente irritado.
Mariana se encogió de hombros.
¿Era aquélla la reacción de unos inocentes?
Mariana sintió un vacío en el estómago.