Cuando Mariana regresó al hotel, los invitados habían aumentado en número y ocupaban los espacios comunes como una bandada de gorriones. La agitación estaba transformando el cómodo y silencioso hotel en un encuentro permanente de personas que intercambiaban toda clase de efusivas muestras de reconocimiento. Joaquín, Alfredo y su mujer, que junto con los invitados llegados a lo largo de la mañana o los que pernoctaron allí habían almorzado en el restaurante, se dividían para atender a los recién llegados. Aunque una parte de los invitados acudiría a la finca directamente, los salones del hotel se estaban convirtiendo en el lugar de concentración de muchos de ellos y Mariana se vio envuelta por la marea humana mientras se esforzaba en llegar a la recepción para retirar su llave.
No conocía a la mayor parte de los invitados allí reunidos y a los que debería conocer hacía demasiado tiempo que estaba lejos de todo trato con ellos, lo cual le permitió sortear presentaciones y conversaciones y alcanzar en seguida el pasillo que la llevaba a su habitación en la primera planta. Cuando entró en ella, la luz se filtraba por los visillos del balcón como si dejara el calor afuera. El bullicio había quedado atrás como un murmullo de fondo, lo que unido a la quietud del jardín, solitario a aquella hora propia de la siesta, le produjo una enervante sensación de laxitud. Lo primero que hizo fue tomar asiento en la única butaca. Aún le sobraba tiempo para vestirse y pensó en dormir un poco, pero desechó la idea porque tenía otras cosas en la cabeza. Las puertas cristaleras del balcón estaban entreabiertas y una brisa ligerísima las hacía ondear perezosamente. La verdad es que era bien sencillo acceder a su habitación desde el jardín y decidió que lo cerraría antes de ducharse. Instintivamente miró hacia la puerta. Recordaba muy bien la inquietante sensación de la noche anterior.
¿Por qué la recordaba de repente? Quizá a causa del balcón semiabierto. Ahora le parecía un sinsentido. Volvía a ella, en efecto, la sensación con absoluta claridad, pero sólo la sensación; lo que no lograba reconstruir era el momento en el que creyó ser observada. Fantasmas que acuden cuando la guardia está baja. Posiblemente fuera una mezcla de cansancio y alcohol lo que la puso en aquel estado de abandono, además de la caricia del agua templada. En fin, efectos del agotamiento. Desde que se puso en marcha hacia Madrid a primeras horas de la mañana, dos días antes, había estado haciendo recados y paseando a su madre, había acompañado a Amelia, vuelto a coger el coche a la mañana siguiente, instalado en el hotel, visitado la finca, asistido a la cena y mantenido una larga sobremesa de la que se fueron despegando poco a poco los demás hasta quedarse sola con Joaquín, hablando de los viejos tiempos y tomando un par de copas. Las relaciones de Joaquín en aquellos años jóvenes eran todas fugaces, pero todas las chicas picaban porque, como se decía entonces, era un chico cañón. De hecho, su hermana Amelia, que ya tenía por novio al que pronto sería su marido, se jactaba de ser la única que no había caído en sus brazos. En el fondo, ella creía que era una mala persona, pero seguía teniendo gancho.
Otras cosas ocupaban su cabeza. La más insistente era el final de la conversación con Felisa y su hija. ¿Por qué se le había ocurrido hacer aquel comentario, que afortunadamente detuvo a medio camino, a raíz de aquella alusión de Felisa a la muerte de Elena Villacruz? Ni ella misma se lo explicaba. Pero ahora, al pensar en ello, pensaba en los actos fallidos. Es decir: aquella idea que ya había pasado por su cabeza volvía a aflorar; lo hizo de manera tan inconsciente en un primer momento que ni siquiera se percató, al ponerla en su boca, de las orejas que la recogían. Era un patinazo imperdonable y peligroso porque había dejado caer la semilla de una maledicencia allí, en casa de Felisa, en el centro mismo del pueblo.
Pero era una idea que estaba ahí. La muerte de Elena Villacruz. Justo a la semana de descubrirse el cadáver del administrador.
No quería dejarse llevar por ese pensamiento y regresó a los años jóvenes y las fiestas en la finca. Entonces estaba colada por Joaquín. Por un momento deseó regresar a aquellos tiempos, cuando la felicidad estaba tan al alcance de la mano y tan lejos de los compromisos que más adelante marcarían su vida; cuando con cuatro cosas se levantaba un castillo de ilusiones y la fuerza de sus emociones podía con todos los desencantos; cuando los deseos estaban enteros y vivos, con una viveza tan excitante y tan difícil de olvidar…
Quizá el recuerdo de aquellos ardores juveniles contrapuestos en la bañera con la sensación de relax fue lo que produjo el sobresalto. «En todo caso —se ordenó a sí misma—, deja de pensar en ello». Para ayudarse, puesta en pie, dio unos pasos por la habitación. Sobre el escritorio reposaba la novela de Willa Cather. Aún faltaba tiempo para el clásico momento de vestirse y prepararse para salir hacia la boda, así que empezó a entretener la espera dedicándose a repasar el estado de su ropa. Revisó el armario, sacó la pamela y la depositó sobre la cama, comprobó que la camisa de seda no presentaba arrugas, perfectamente doblada y guardada en su cajón. Luego abrió el cajón de la ropa interior, inmediatamente debajo, y de repente le pareció que algo estaba fuera de lugar. En un primer momento no acertó a saber qué, pero la sensación era idéntica a la de la noche anterior, estando en el baño; la causa no tardó en acudir a su mente y antes incluso de reconocerla hundió sus manos presurosamente en la ropa del cajón que tenía abierto ante ella. Buscó con una mezcla de incredulidad y exasperación antes de reconocer la sensación convertida en evidencia: el precioso juego de braga y sujetador de encaje blanco había desaparecido. Lo buscó con cuidado primero, furiosamente después, por toda la habitación, incluyendo la maleta que guardaba en la parte alta del armario. No cabía duda: no estaba en su lugar porque había desaparecido. Dio unos pasos atrás, como atontada por la revelación, y se dejó caer en la cama, anonadada. Cuando reaccionó, su gesto inmediato fue volverse hacia el balcón y acto seguido se asomó al exterior. El balcón estaba, efectivamente, a poco más de un metro del suelo. Cualquiera habría podido entrar por allí. Pero ¿quién? —se preguntó a punto de saltársele las lágrimas—. ¿Quién?