Mariana de Marco acompañó a Felisa hasta su casa, conoció a su hija y a sus nietos y la invitaron a quedarse a almorzar. El yerno, que era carpintero, se había acercado a La Bienhallada para echar una mano en el montaje de todo el tinglado.

—Total para na —comentaba la hija— porque no va a servir para na después de la boda todo eso, porque luego lo desmontan y se lo llevan por donde han venido.

—Y le han plantado una pradera ahí que la traían en rollos y parecía una alfombra, mire usted qué cosas. Talmente una alfombra. A saber lo que va a durar eso —apostillaba Felisa.

—¿Eso? Nada. ¡Eso qué va a prender! Eso es un capricho —contestaba su hija mientras colocaba platos y cubiertos en la mesa.

Mariana estaba sentada a la recia mesa de la cocina con Felisa, las dos en tranquila actitud de espera. Los chicos mayores habían almorzado ya y el pequeño dormía en su cuna, beatíficamente ajeno a las voces y los ruidos. Mariana se encontraba a gusto en aquel ambiente. Observaba con interés a la hija, en camisa de flores y vaqueros, y la comparaba con el recuerdo de la madre vestida de cocinera en la época o, incluso ahora, con su traje estampado de colores oscuros, propio de otros tiempos. La hija era una mujer robusta, pero esbelta a su modo, y al verla moverse de un lado a otro se advertía un cambio de maneras en una sola generación que resultaba realmente llamativo. Felisa seguía siendo una mujeruca de pueblo y su hija, en cambio, se distanciaba de su origen rústico, no sólo en el vestir sino en la forma misma de hablar y plantear las cosas. Y Mariana creyó advertir que la madre no hacía remilgos a los modos de la hija. Felisa era una de esas personas de buen carácter, duras como piedras a la hora de soportar dificultades, bien templadas en la resignación y que, en la vejez, se veían premiadas con un confortable estoicismo. En cambio, hablaba con más propiedad que la hija porque, según ella le contó, la señorita Elena se había ocupado de hacerle leer revistas y algún libro desde que entró a servir en la casa ya que, decía ella, en esta vida, para leer hay que criar costumbre.

—Y, ya ve usted, con las lecturas fue con lo que aprendí a cocinar. Eso fue lo que me dijo doña Elena cuando yo le dije que sólo sabía cocinar cuatro cosas, porque yo sabía que los señores comían con más variedad; me dijo: «Tú sabes leer, ¿no?», y yo le dije: «Sí, señora», y ella me dijo: «Pues si sabes leer, sabes cocinar».

—¿Y usted sabía leer entonces? —dijo Mariana, admirada.

—Sí, señorita, porque aquí hubo escuela y el maestro era un buen hombre al que le fusilaron durante la guerra, pobrecillo.

Felisa había entrado al servicio de los Fombona después de la guerra y, por lo tanto, conocía al dedillo la historia de la casa. Allí había visto nacer a Amelia y a Marcos, a Eugenio convertir la finca en viñedo, a Marcos heredarla tras la dispersión general. Era una jovencita, casi una niña, cuando se produjo la muerte de Hélène y la partida del administrador. La suya fue, pues, una vida pegada a la familia Fombona; y su marido, cuando se casaron, entró a trabajar también en la finca como hombre para todo; incluso vivieron en ella durante muchos años, en un anexo hoy en día convertido en galpón, hasta que recibieron en herencia la modesta casa de sus padres en el pueblo, donde ahora, accediendo por la parte de atrás, su yerno tenía montada la carpintería.

—En seguida se vio que Marcos se quedaría con la finca, porque era el que ayudaba a su padre y porque el campo le gustó siempre, así que doña Elena le benefició.

—Doña Elena los ha tenido a todos siempre con el grifo cerrado —terció la hija—, que menuda era ella para esas cosas. Al mismo don Eugenio le tenía a raya. Y es natural, era su dinero y los otros estaban ahí a la sopa boba.

—Hija, no digas eso, que no es verdad. Don Eugenio trabajó mucho, eso te lo diría tu padre, que en paz descanse, si viviera, porque echaron tantas horas juntos que ni se pueden contar. Y el señorito Marcos…

—Y dale con el señorito —protestó la hija—. Que todos somos iguales, mama, a ver si te enteras.

—Pues ésa es mi costumbre y no voy a cambiar ahora, ¿no cree usted? —preguntó a Mariana.

—Haga usted lo que le parezca bien y se acabó, que ya ha vivido bastante para saberlo —contestó Mariana cariñosamente—. A mí también me llama usted señorita y me trata de usted y no me enfado.

—¿Lo ves, mama? —dijo la hija.

—Pero, Felisa, déjeme preguntarle algo —Mariana se apresuró a abortar el incipiente conato de riña que desviaba su atención—. El de Elena y Eugenio no era un matrimonio por amor, ¿verdad?

—Si no lo fue, yo no lo sé —respondió ella—. A mi entender se llevaban bien, pero ella no aguantaba la vida en el campo, se aburría, y él…

—¿Él prefería el campo?

—Mire usted, yo recuerdo que algunas veces él me decía que en el campo se estaba más lejos de la envidia y de la maledicencia, pero yo no sé, porque aquí en el pueblo, la envidia y las malas lenguas…, toda la vida.

—Así que temía la maledicencia madrileña —dijo Mariana como hablando para sí misma—. Eso es curioso. Poca maledicencia se podía montar sobre ellos. ¿Acaso la vida de Hélène y el administrador…?

—Aquí nadie quería al administrador porque era muy tieso, por lo visto.

—¿Se habló alguna vez de los negocios de Eugenio?

—No. Él sólo se dedicaba a la bodega. Bueno —meditó—, yo he oído decir que perdió mucho dinero de su familia y que por eso vivía a cuenta de doña Elena, pero a mí no me consta, que pueden ser sólo habladurías.

—La bodega no creo que le rindiera mucho.

—Sí que le rendía; no para vivir a lo grande, pero sí que le rendía, no se crea. Yo lo que veía es que los dos se entendían bien, pero cada uno iba a su aire, era como un arreglo, ¿sabe usted? Ella venía los fines de semana y yo les veía a gusto y se portaban bien con los niños.

—¿Y lo del cadáver? ¿Qué pensaron ustedes?

—Huy, eso sí que es un misterio —dijo Felisa santiguándose—. Fíjese usted, el esqueleto ahí suplicando sabe Dios desde hace cuántos años. ¿Quién tiene los hígados de hacer una cosa así, de enterrarlo así? Vamos, que parece cosa del demonio.

—Anda ya, mama, qué demonio ni qué niño muerto.

—Pues hija, no creo yo que el administrador fuera allí de noche a enterrarse solo. Yo creo que lo dejarían allí por algo.

—Mucha explicación no tiene —dijo Mariana dubitativa.

—Pues ahí estaba —contestó la hija—, y eso es lo único que consta.

—Tiene que haber una historia —continuó Mariana— en la familia Fombona, un secreto que quizá conociera el administrador. Lo cual no explica su dramática reaparición. Alguien lo enterró allí.

—Pues vaya una manera de hacer las cosas —soltó la hija.

—La pregunta es —dijo Mariana—: ¿Qué hay en esa familia que hizo que alguien llevara a cabo semejante entierro? Estamos hablando de un cadáver que nunca hubiera sido descubierto de no ser por las obras o que bien podría haberse descubierto cuando ya no quedara ningún Fombona sobre la Tierra.

—Es como un conjuro —dijo Felisa a media voz. Mariana se volvió hacia ella.

—¿Le parece a usted? Eso es lo que preferirían todos que fuese, creo yo. No hay más que ver a la familia Fombona ahora para darse cuenta de lo poco que les importa el asunto.

—¡Quia! —saltó la hija—. ¡Vaya que si les importa! Disimulan, pero les importa y mucho. A ver por qué te crees tú que hacen la boda aquí, cuando no han pasado ni tres meses del desenterramiento. Para disimular que no les importa.

Mariana la contemplaba con sorpresa, pero Felisa se le adelantó.

—Eso no es verdad, porque fue la señorita Amelia la que se empeñó en celebrar aquí la boda, que no sé yo si a doña Elena le habría hecho mucha gracia después de lo del cadáver.

—Lo tenían pensado desde mucho tiempo antes, lo habían hablado ya con todo el mundo… —objetó débilmente Mariana.

—Pues sí que cuesta mucho cambiarla —contestó la hija—. Nada, nada, no te engañes: quieren disimular, hacer como que no les importa. Y ahí tendrán su castigo, porque no se puede escapar al destino.

—Calla, hija, no digas esas cosas, que son de mal agüero.

—Porque lo son, ¿no te giba? —y añadió, al cruzar su mirada con la de Mariana—: Con perdón.

—Ay, Señor —suspiró Felisa—. Si es que el dinero no trae más que desgracias.

—¿Qué dinero? —preguntó Mariana.

—El de doña Elena, el que le robaron a su madre. Toda la familia vive de él.

—Ah, se refiere a eso cuando dice que los mantenía a raya. Pero ahora el dinero es de todos, después de la muerte de su madre —Mariana pensó en voz alta—. ¿Quiere usted decir que quizá el mensaje que emite el cadáver habla del dinero de Elena?

—Algo malo saldrá de todo esto —sentenció la hija.

—Lo que yo digo —dijo Felisa— es que ya es casualidad que doña Elena se muriera del disgusto. No digo que no pueda ser, porque estaba delicada del corazón, pero con su carácter…

—No pensará usted que hubo algo más —una conexión, una especie de pequeña luz, empezó a titilar al fondo de la mente de Mariana y la fijó con precisión.

—Joder que no —comentó la hija—. Anda que no has visto tú cosas, mama, en esa casa.

—¿Cosas? —inquirió Mariana.

—Hija, no se debe hablar de lo que no se sabe de cierto.

—Pero ¡qué cierto! ¿Más cierto que el dinero que le sacaban todos a doña Elena?

—A ver, Felisa —dijo Mariana tratando de poner orden—. Si… —cerró los ojos para medir lo que iba a decir—, si pensamos por un momento que la muerte de Elena no ha sido del todo casual, habría que pensar que alguien la ha… ayudado —de pronto se dio cuenta de que estaba hablando de más—. Nada —volvió a rectificar—, estamos disparatando.

—Eso pienso yo —dijo Felisa. Su hija se encogió de hombros en un ademán de indiferencia.