Mariana de Marco se desvistió y se metió en el baño. Su ropa yacía tal y como había caído, en una butaca junto al escritorio. Decidió que un baño después de la cena y las copas era lo más grato para coger el sueño. La cena resultó tan agotadora como insustancial. La sobremesa en el jardín, en cambio, había sido más entretenida con la ayuda de Joaquín, otra pareja y un par de copas. Una vez más pensó que debería haber llegado al día siguiente, justo para la boda, dormir una sola noche en el hotel, la del día mismo de la boda, y regresar a primera hora de la mañana a Madrid para coger el avión a Santander. Durante toda la cena estuvo soportando preguntas y más preguntas sobre su condición de Juez, que parecía causar una gran curiosidad entre los invitados. A medida que pasaban las horas en aquel lugar, se iba sintiendo más y más distante, ajena, descolocada. ¿Qué pintaba ella allí? ¿Tan necesitada estaba de relaciones sociales? Aunque ya había cumplido con sus previsiones, no desdeñó la copa de whisky con hielo, y agua carbónica a falta de soda, que se había preparado y reposaba en el borde de la bañera, como en una película de Hollywood. Se imaginó a sí misma con los ojos cerrados, dejando correr el tiempo mientras una sombra se deslizaba por la ventana, la cogía por el cuello y la hundía en el agua. Alzó la cabeza, contempló su cuerpo y luego la volvió a echar atrás para relajarse. Tendría que andar con cuidado de no quedarse dormida. Le encantaban estos baños de relax.

Estaba sorprendida por la actitud de la familia Fombona: todos venían a considerar una torpeza la celebración de la boda en la finca; incluso Amelia lo manifestaba a su manera. Desde luego, no parecía lo más adecuado si lo que Alfredo temía era cierto, pero ella tenía sus dudas: la historia familiar no debía de conocerla mucha gente, así que difícilmente podía resultar inoportuna o escandalosa la boda, y en eso le daba la razón a Amelia. Por lo tanto, tenía que haber algo más para que les molestara tanto. Tampoco era un asunto como para eclipsar una boda. Pronto o tarde tendría que celebrarla, aunque quizá en otro sitio; pero con todo preparado y avisado… Se preguntó si Rodolfo, ahora tan cercano a ellos, no tendría mucho que decir al respecto. Y por otra parte, ¿qué sabía ella del Rodolfo actual?

Con la cabeza reclinada en el borde anterior de la bañera y la copa al alcance de la mano, Mariana se dejaba llevar por sus pensamientos. ¿Sería realmente el administrador Ruz el autor del robo del oro? ¿Habría sido tan audaz de hacerse con él y, después, iniciar el asedio a Hélène hasta rendirla, aprovechándose de su precaria situación económica? Si fuera así, ella gritaría tres hurras por el administrador porque, bien mirado, eso sí que era un acto de amor y de atrevimiento realmente extraordinario. De haberse visto en su situación, ella se echaría sin dudarlo en brazos de un hombre que le manifestase semejante pasión y le perdonaría la artimaña, si es que llegara a descubrirla. ¿Llegaría Hélène a descubrirla? En todo caso él la amó desesperadamente, eso estaba fuera de duda, tanto si fue el ladrón como si no. ¿Cómo sería Ruz? De pronto se dio cuenta de que no tenía la menor idea de su aspecto físico. ¿Se parecería a su nieto? Rodolfo era un tipo guapo. Tendría que hablar con Amelia, quizá en la finca hubiera algún retrato del viejo Ruz suficientemente expresivo. Le habían entrado unas ganas enormes de verlo, a aquel enamorado tan romántico.

Y luego estaba la muerte de Elena Villacruz.

Mariana no creía en las casualidades demasiado casuales y ésta lo era. Elena Villacruz convoca una reunión de familia y muere el día anterior. No se convoca una reunión de familia urgente por capricho, luego hay un motivo. ¿Qué motivo? En esa familia, evidentemente, el dinero. Lo cual quiere decir el testamento, pues el dinero, aunque todos vivían de él, estaba amarrado firmemente por ella, por la madre. ¿Se disponía a cambiar el testamento? ¿Había descubierto alguna fechoría de sus hijos? Alfredo manejaba fondos, sobre todo familiares, por delegación; su presencia en el mundo de la banca tenía más que ver con el dinero familiar que con sus cualidades de financiero; habría sufrido una pérdida de confianza por algún manejo conflictivo, si no delictivo, de fondos de su madre que ella desconocía, pero que Amelia había insinuado ya en alguna ocasión; Joaquín se limitaba a gastar y quizá a picar en negocios de los que mejor sería no hablar, si es que lo eran, y a utilizar sus relaciones y su posición social para intermediar; también debía de tener problemas, deudas de importancia; y Marcos se comportaba como un pequeño terrateniente permanentemente cabreado por sus dificultades económicas, a pesar de trabajar a conciencia en las bodegas. Amelia vivía de las menguadas rentas que le dejó su primer marido y, es de suponer, del apoyo de Elena. Salvo a Amelia, por su situación, a cualquiera de los otros tres les había venido Dios a ver con la inesperada herencia. ¿O para uno de ellos no era tan inesperada?

Mariana sonrió pensando en las vidas de los cuatro hermanos. Se preguntó, medio en broma, medio en serio, si alguno de ellos sería capaz de matar y, para su sorpresa, el primer candidato que apareció en su mente fue Joaquín. Era el más simpático, el de trato más seductor, pero si algo amenazase su modo de vida, el chico malcriado que se escondía tras su apariencia de tipo sociable no dudaría en actuar sin el menor escrúpulo, sin ninguna clase de piedad. Luego venían Marcos el acomplejado y Alfredo el sanguíneo; en cuanto a Amelia…, sencillamente no podía concebirlo. ¿Los hombres?, sí, ¿por qué no? No los podía descartar. Pero había transcurrido tanto tiempo…

Entre el sueño, la voluptuosidad del cuerpo distendido bajo el agua y sus entretenidos pensamientos, emergió la comprensión de que estaba empezando a relajarse, dulcemente, medio perdida en un estado de ensoñacion, y se incorporó en la bañera porque temía quedarse dormida. Apuró el whisky de un solo trago y estuvo a punto de volver a tenderse, tan distendida por el alcohol como por sus sensaciones, mas un último esfuerzo de voluntad la puso en pie. Se encontró frente a frente consigo misma desnuda y reflejada en el espejo y justo en ese momento, sin evidencia alguna, tuvo la intuición de que estaba siendo observada. Tras unos segundos en los que permaneció paralizada procesando la sensación, salió de la bañera, alcanzó el albornoz, se cubrió con él y se plantó en la puerta del cuarto de baño, que estaba abierta. En la habitación no había nadie, pero el ruido que le pareció de un resbalón de picaporte al cerrarse, escuchado al tiempo que chapoteaba el agua, la alertó. Corrió a la puerta, la abrió y se asomó al pasillo. Nadie. Quizá un sonido acolchado de pasos que se alejan, que podrían ser de cualquiera. ¿Habría dejado la puerta sin asegurar al volver de la cena? Eso era absurdo, nadie puede entrar sin llave, aunque no esté echado el seguro. ¿O pudo ser el balcón semiabierto, al golpear una hoja de la celosía contra la otra? Se detuvo indecisa en mitad de la habitación. Ahora no recordaba haber cerrado la puerta cuando se despidió de Joaquín, aunque supuso que así lo haría, por costumbre y por puro instinto de defensa ante el peligro. Joaquín la había acompañado hasta allí, cierto, pero si acaso su intención había sido la que manifestó durante toda la sobremesa, directa o indirectamente, de meterse en la cama con ella, no habría permanecido a la espera observando a escondidas cómo se bañaba, al menos el Joaquín que ella conocía. Más bien todo lo contrario: se habría sentado en el borde de la bañera con la mayor tranquilidad del mundo, porque una de sus características de seductor era la de conseguir los favores de las mujeres, cuando cualquier otra vía de acceso estaba cerrada, por el sistema de insistir hasta que el contrario, es decir, la contraria, cediese de puro agotamiento.

Mariana consideró la posibilidad de que todo fuera fruto de su imaginación, de sus pensamientos acerca de la muerte de Elena y el hallazgo del cadáver, del cansancio, del alcohol o incluso de la sensación de extrañeza e incomodidad que había ido apoderándose de ella desde que llegó al hotel. O bien se trataba de la expresión de un deseo inconfeso, algo así como un reclamo del subconsciente. ¿En qué estaría pensando cuando le llegó la sensación? Lo cierto es que en su habitación no hubo nadie y si lo hubiera habido no habría podido espiarla sin descubrirse, aparte de que nadie es tan audaz ni tan retorcido como para colarse en la habitación de un huésped de hotel con el riesgo que lleva consigo. En fin, estaba agotada y relajada, así que echó el cerrojo de seguridad, cerró el balcón, corrió las cortinas, dejó el albornoz tirado en medio de la habitación, se metió sin más en la cama y empezó a meditar si sufría alucinaciones o alguien andaba detrás de ella. Vagamente recordó que el balcón se encontraba a poco más de un metro del césped del jardín, pero lo recordó en medio de tal grado de relajamiento que no tuvo tiempo de darle más vueltas al asunto porque se durmió de inmediato.