Alfredo Fombona se encontró cara a cara con Mariana cuando ella entraba en el comedor seguida por Rodolfo.
—Cuánto me alegro de verte después de tantos años, querida Mariana; estás espléndida, espléndida. ¿Qué tal, Rodolfo, cómo va esa vigilia? —dijo dirigiéndose a su futuro cuñado.
—¿Vigilia? —dijo Mariana con sorna, cogiéndose del brazo del novio—. Eso es muy antiguo, Alfredo.
—Ah, claro —dijo Alfredo tras cambiar la intencionalidad de su mirada de la sorpresa a la comprensión—. Ahora caigo en que vosotros erais amigos de antes. ¿Y qué? ¿Qué tal sienta esto de encontrar a un antiguo amigo convertido en el novio de una preciosa amiga?
—Muy conmovedor —respondió Mariana. Alfredo vaciló un instante, como si no supiera qué hacer con sus manos. En una llevaba una copa de vino y en la otra un canapé; era la viva imagen del financiero impecable vestido de campo. Mariana se separó de Rodolfo como si lo prefiriera para hablar más cómodamente con Alfredo.
—Me alegro de verte con tan buen aspecto. ¿Tu mujer? ¿Tus hijos? ¿Todos bien? —preguntó a Alfredo.
—Ah, ¿no conoces a María Teresa? Ahora mismo os presento.
—Me encantaría tomar una copa.
—Yo voy por ella —dijo Rodolfo adelantándose al ademán de Alfredo—. Vuelvo en seguida.
Alfredo estaba más bien grueso, apreció Mariana, bastante calvo ya y muy comme il faut. Nunca fue un tipazo de joven, como su hermano Joaquín, pero de aquel muchacho formal no muy estilizado que conociera veintitantos años atrás quedaba bien poco en este hombre maduro y acomodado. Ya entonces presentaba un aspecto de jefe de familia que ahora veía plenamente desarrollado, una especie de matizado desdén hacia los pequeños que era lo que le hacía distinguirse de ellos: su educación y superioridad le exigían ser condescendiente. Sin embargo, en el fondo de su mirada ella advirtió en seguida la contención acechante del libidinoso. Tendría que echar un vistazo a su María Teresa, seguro que era un pez.
—Tendrías que haberte casado con Joaquín —dijo él de pronto—. Nos habría encantado tenerte en la familia y él habría sentado la cabeza. Me ha dicho —comentó confidencialmente, pegando su cabeza a la de Mariana— que te encuentra irresistible.
—Qué amables estáis todos esta noche, la verdad —dijo a la vez que retrocedía un paso.
—Ah, no es amabilidad, es reconocimiento.
—La idea de la cena en el hotel me parece magnífica —dijo Mariana—. Y el hotel es magnífico también, una verdadera sorpresa en un lugar como éste.
—Inesperado, ¿verdad? Es que es increíble lo que ha cambiado este país. Imagínate un hotel de cinco estrellas, con los servicios y el lujo que ofrece éste, en semejante sitio hace veinte años. Bueno, ni soñarlo. Lo que hemos conseguido en este cuarto de siglo es impresionante. Un hotel de lujo en medio del campo toledano es un ejemplo perfecto del desarrollo que estamos viviendo, ¿no te parece? Estamos a sólo dos años del fin de siglo, lo que quiere decir: salvados por la campana. O casi. Por cierto, ¿dónde piensas pasar de siglo?
—Pues no se me había ocurrido pensar en eso hasta ahora mismo. Y posiblemente —añadió— seguiré sin pensarlo. ¿Qué estáis preparando vosotros?
—Tengo mis dudas. No sé si París o San Francisco. María Teresa quiere París y no me parece mal, pero la verdad es que es un poco tópico.
—Siempre nos quedará París, ¿no era eso?
—Claro que ante un fin de siglo hablar de tópico, teniendo en cuenta que se repite sólo cada cien años, es un, poco absurdo, ja, ja.
Mariana empezó a considerar la posibilidad de tirarlo a la piscina, pero prefirió cambiar de conversación.
—Qué historia la del esqueleto que se descubrió en la finca, ¿verdad? —dijo.
Alfredo cambió de color.
—No me hables. Vaya inoportunidad. Y el zoquete de Marcos va y lo suelta a los cuatro vientos. No te puedes imaginar la lata que nos han dado, los comentarios en el pueblo, la Guardia Civil… Éstos son asuntos de familia que deberían quedar en la familia y no estar expuestos a la maledicencia, con lo que a la gente le gusta hablar. Yo, por suerte, sólo he tenido que intervenir en cosas concretas y no he pisado el pueblo más que para lo inexcusable, pero, bueno, un horror. Se han vuelto a sacar cosas muy desagradables; en fin, qué te voy a contar. De todas maneras —añadió confidencialmente—, preferimos no hablar de ello.
—¿Cosas desagradables? ¡Qué espanto! —fingió Mariana.
—Tú ya sabes… —se detuvo y reflexionó—. Bueno, mejor que no sepas nada porque la historia de esta familia es de armas tomar, no sé si te habrá contado Amelia. En todo caso, ha sido una inoportunidad, con la boda encima. Y lo de mamá. De verdad que parece que nos ha mirado un tuerto. Yo, te lo digo sinceramente, habría aplazado la boda, pero como Amelia es, además de tozuda, una niña mimada, pues aquí nos tienes. Pero a mal tiempo, buena cara. Total, tenía que suceder un día u otro…
«¿Cuál de todas esas cosas?», se dijo para sí misma Mariana, admirada.
—Para colmo, se casa con un apellido que no nos trae los mejores recuerdos —a Mariana le pareció que Alfredo empezaba a ponerse nervioso—. Que conste que yo lo respeto mucho y que parece una persona excelente aunque, claro… —dejó pasar un silencio deliberado—, no se cuelga de mala percha. Supongo —añadió bajando la voz— que ya sabes que Amelia es la más beneficiada con la muerte de mamá —¿había algo más que un golpe de rencor en el comentario?, se preguntó Mariana.
—¿Ah, sí? —comentó ella con deliberada inocencia. Alfredo hizo un gesto de sorpresa, como si hubiera dicho algo de más a quien no debía.
—Mira, ahí viene con María Teresa, qué detalle —Alfredo se adelantó a recibir a su esposa para hacer las presentaciones. Luego se separaron. Mariana cambió una significativa mirada con Rodolfo, que traía una copa de vino en la mano para ella, y él la miró con reproche. Mariana cogió la copa, besó a María Teresa, cambiaron unas palabras y en seguida echó a andar hacia el salón, con Rodolfo de compañía.
—Anda, prepárate a hacer de anfitrión y no me mires con esa cara —dijo ella.
—Pues tú no hagas gestos de desdén a las espaldas de la gente porque un día te van a pillar. Estás como en la Universidad. No has cambiado nada. Tenías un aire de suficiencia que no le gustaba a la gente.
—¿Y a ti?
—A mí tampoco, pero tú no me veías.
—Ojalá estuviera aún en la Universidad —dijo ella.