Se sentó en el banco que estaba a su lado, al abrigo de un semicírculo de adelfas. Sólo tenía una pregunta para sí misma: ¿qué estoy haciendo yo aquí? Volvió a preguntarse por la razón que la había traído hasta la boda. Al fin y al cabo, su amistad con Amelia, tan íntegra como poco practicada en el tiempo desde que ambas se casaran, le parecía ahora insuficiente, un pretexto que debía de estar ocultando algo más. ¿Qué era lo que ocultaba? ¿Un deseo de revivir otros tiempos? ¿Era eso lo que la alteraba del encuentro con Joaquín? ¡Ni hablar! Hasta el momento no se le había ocurrido plantearse las razones que la empujaron a acudir a la boda, no necesitaba razones, le había apetecido sin más, lo había tomado con un entusiasmo ante el que ahora mismo sólo sentía perplejidad. Sus deseos, sus sentimientos, sus emociones le parecían de pronto un remolino imprevisible, inesperado, en mitad de una corriente en la que había decidido nadar estos días, nadar relajadamente, con gratitud, libre de toda preocupación. Eso era la boda para ella. Bien: sabía por experiencia que no tenía que dejarse sorprender por el desaliento estando en soledad, porque la hacía vulnerable a pesar de que disponía de recursos para entenderse con esa arisca señora, pero ¿cómo se comía eso? Temía sobre todo la acción del remolino que de tanto en tanto la revolvía por dentro y descolocaba sus emociones, pues ése era un momento en que la ausencia de compañía echaba por tierra sus defensas. Y por otra parte, esas defensas ¿qué defendían? ¿Qué era lo que defendían en realidad? ¿Acaso no sería mejor prescindir de ellas, desceñirse de sus precauciones, saltar al vacío? El miedo era todavía muy fuerte, sus experiencias muy duras, la sensación de fugacidad demasiado violenta.

Una voz junto a ella la sacó de sus pensamientos:

—¿Meditando?

Alzó la cabeza sobresaltada. Ante ella, en pie, se encontraba Rodolfo Ruz, impecable con su traje de verano.

—¡Rodolfo! —exclamó a media voz—. ¡Qué susto me has dado!

—Lo siento. Estabas tan abstraída que no sabía cómo acercarme.

—No tiene importancia. Estaba pensando. Nada. Un descuido. Ya iba a volver al comedor.

—¿Hay algo que te preocupe?

—Me preocupan tantas cosas que no tendría tiempo de enumerártelas, así que mejor lo dejamos para otra ocasión porque ahora no quiero que me preocupe nada.

—Te he visto charlando con Joaquín.

Mariana creyó percibir cierto tono burlón en la palabra charlando.

—Sí —respondió con cautela—, estábamos hablando de los viejos tiempos.

—De eso —dijo él dejando escapar un suspiro— es de lo que se habla cuando ya no hay nada en el presente que una a las personas.

Mariana lo miró con extrañeza.

—Como todos en esta fiesta —contestó—, nuestras vidas no pueden ser más distintas.

—Es verdad —reconoció él—, sobre todo si no hay voluntad. Bien sabe Dios que en las vidas de las personas hay demasiadas cosas que nos separan, eso es un gran mal de nuestros días.

—No creo que sea nuestro caso —dijo Mariana con brusquedad.

—¿Te refieres a Joaquín y a ti?

Mariana miró a Rodolfo de hito en hito.

—Rodolfo —le espetó—, ¿hay algo que tengas que decirme?

—No —explicó—, no me malentiendas. Te he visto quedarte absorta después de hablar con él y me he preguntado si te habría molestado de alguna manera. Es una persona frívola y malcriada. Vale: no me hagas mucho caso; excepto Amelia, el resto de los Fombona me parecen completamente insustanciales. Conste que esto te lo digo en secreto y porque a ti te lo parece también.

—Eso no sé cómo lo sabes, pero, en todo caso, ninguno de ellos es un maleducado. No, no me ha molestado Joaquín.

—Hum, no sé; tendrías que verlos en su salsa. En fin, sólo me preocupaba por ti.

—Yo estoy bien. Anda, acompáñame adentro porque me van a echar en falta y no quiero dar la sensación de ser una antipática.