Joaquín abordó a Mariana cuando regresaba al comedor junto a López Mansur; venía acompañado por Cari, a la que despidió con su marido, y se llevó a Mariana de nuevo al exterior.

—Vaya —comentó Mariana—, parece que esta noche los caballeros prefieren los encuentros solitarios en el jardín.

—¿Te he dicho ya que estás guapísima esta noche?

—Vaya, gracias. Procuro que sea esta noche y todas las noches, si quieres que te diga la verdad —contestó ella con un deje de sorna.

—Estás guapísima y lo sabes —insistió él.

—Yo, como no tengo abuela —contestó ella en el mismo tono—, no tengo problemas con mi autoestima. En fin, no eres el primero que me lo dice.

—Pero sí el más sincero de corazón.

Mariana rió.

—La verdad es que siempre has sido gracioso para galantear a las chicas.

—¿Galantear? —dijo él—. Estaba esperando el momento de la boda sólo para verte.

—No lo he dudado ni por un minuto, créeme; ni por un minuto.

—Te burlas de mí.

—Oh, no, no, nunca he hablado más en serio en toda mi vida. Éste es un momento…, no sé… ¿mágico?

—Quedemos después de la cena.

—¿Y adónde me vas a llevar? ¿Al teatro? ¿A un concierto? ¿A pasear por el pueblo?

—Mucho mejor que todo eso.

—Qué tentador —dijo ella cogiéndolo del brazo.

—¡Ah! —dijo él—. Así está mucho mejor.

—A ver, cuéntame: aparte de ser un mil amores, como en la canción, ¿qué estás haciendo ahora en la vida?

—¿Me lo preguntas en serio?

—En serio. Estoy muy interesada.

—Bien. Te escondes detrás de tu ironía, pero no eres invulnerable.

—Demasiado bien lo sé —dijo ella en un tono cómicamente pesaroso—, pero es que soy como la princesa de los cuentos: por más pretendientes que llegan a mi reino, ninguno es capaz de resolver el enigma que me hace ser tan deseada y tengo que acabar cortándoles la cabeza.

—¡Qué horror! ¿Y no puedes solucionarlo de otra manera?

—Bueno, cuando me sorprenden en un momento distendido, en un jardín, en mitad de la noche, oyendo borbotear el agua al fondo…

—Entonces aprovechemos esta ocasión. Es una boda, todo el mundo está contento, eres vulnerable, las resistencias ceden, los velos caen…

—Tú no pierdes comba.

—Es mi naturaleza.

Mariana se preguntó, en medio del juego, por qué le gustaba este juego. Había ligado con Joaquín cuando sólo tenía dieciocho años y entonces contemplaba arrebatada al hermano mayor de su amiga como quien admira un sueño. La edad entierra en ceniza los rescoldos del fuego juvenil, pero, a la manera en que un golpe de aire reanima furtivamente algún ascua, de pronto se encendían palpitaciones en su presencia, palpitaciones que estremecían los recuerdos de aquellos años en los que la vida ardía como paja. En el juego de insinuaciones al que ambos jugaban, había, por parte de ella, un recuerdo lleno de afecto, un afecto que seguía impregnando su piel a pesar de la distancia temporal y personal con la que lo trataba y que, en cierto modo, torcía su voluntad, acorralaba su firmeza. De todos modos, Joaquín estaba especialmente pegajoso, quizá fuera la edad.

—Joaquín, déjame respirar —dijo ella deshaciéndose del abrazo con el que Joaquín pretendía envolverla—. Tenemos que volver con los demás.

—Bien sabes que contra mi voluntad, pero te acompaño.

—No, por favor, déjame sola. En seguida voy —dijo ella y se dio la vuelta. Joaquín vaciló un momento y después se despidió. Mariana no reconoció el paso confiado con que se alejaba de ella, camino del comedor donde bullían los invitados; no era el que había visto muchas veces en el pasado.