Amelia Fombona encontró a Rodolfo Ruz en la cafetería Saint Paddy, acodado en la barra ante una copa de dry martini y un platillo de almendras saladas de las que picaba distraídamente. Se abrió paso entre la gente que charlaba y reía, llegó hasta su enamorado y lo besó sin darle tiempo a decir hola. Mientras él pedía una bebida de cola light para ella, abrió las bolsas que traía en la mano y empezó a mostrarle sus compras aturullada y trabajosamente por la falta de espacio. El Saint Paddy estaba a rebosar, al punto que parecía una proeza rebullirse para sacar y exhibir el contenido de las bolsas, pero lo intentó hasta que Rodolfo la forzó a guardarlo todo de nuevo.
—Despacio, princesa, no hay prisa.
—Claro, tú estabas tan mono fijándote en todos estos guayabos, ¿no? —dijo Amelia mirando en derredor.
Se hizo la enfurruñada buscando un mimo y luego empezaron a charlar en medio del clamor de las conversaciones. Esa noche pensaban salir a cenar juntos, pero ella quería dejar las bolsas en casa de su madre y hacerle una visita sorpresa. La verdad era que los había citado al día siguiente, a todos los hermanos, como le contó a Rodolfo el día anterior, cuando fueron a la ópera, donde ella tenía abono para toda la temporada, pero no resistía las ganas de enseñarle las compras que estuvo haciendo esa misma tarde. Rodolfo se lo tomó con buen talante y por eso se citaron allí, al lado de la casa de Elena, justo antes de la cena. Amelia estaba más nerviosa a cada hora que pasaba, y Rodolfo tuvo que reprochárselo cariñosamente cuando se derrumbaron las compras y el bolso desde la banqueta al suelo y ambos se afanaron en recogerlo todo sin apenas espacio para moverse.
—No te puedes imaginar la cantidad de ropa blanca que tiene mamá en casa, es apabullante.
—Pero si aún faltan dos meses largos para la boda.
Rodolfo hubiese preferido alargar la estancia en el Saint Paddy e ir directo al restaurante, pero tenía que ceder. Amelia era extraordinariamente tozuda cuando se empeñaba en algo, y su experiencia le decía que su habilidad para manejarla tenía que estar relacionada con mantener intacta la capacidad de elegir él en qué asuntos merecía la pena ceder para no tener que hacerlo en otros indeseados.
Cuando terminaron sus bebidas, Rodolfo cogió las bolsas y salieron a la calle. Como estaban a cuatro manzanas de la casa de Elena, se acercaron dando un paseo. Hacía calor en Madrid porque era una noche típica del mes de junio, seca y con cielo despejado aunque la luz artificial apenas dejaba ver las estrellas. En esas fechas aún se podía estar en la calle al caer la oscuridad porque la ciudad no se había recalentado aún, pero el contraste entre el aire acondicionado del Saint Paddy y la temperatura ambiente era notable. Amelia no parecía sentir el calor y caminaba cogida del brazo de Rodolfo, charloteando interminablemente y deteniéndose de cuando en cuando para besarlo, como acometida por repentinas e insistentes urgencias que él aceptaba complacido.
El portal estaba cerrado, como de costumbre los domingos, y Rodolfo la ayudó a empujar la pesada puerta. El ascensor seguía averiado y tuvieron que subir a pie. Ante la puerta del piso, Amelia tocó el timbre para avisar de su presencia y luego abrió con su llave.
—¡Mamá, ya estoy aquí! —exclamó.
—¿Hace falta que grites de esa manera? —le reprochó Rodolfo.
—Yo es que no sé si está sorda o se lo hace a veces, así que, por si acaso, yo chillo.
Rodolfo buscó un punto en el hall donde depositar las bolsas mientras oía alejarse a Amelia llamando cariñosamente a su madre. Luego se hizo un extraño silencio y, por fin, oyó un grito desgarrador y, acto seguido, la voz de Amelia que lo llamaba con verdadero espanto.