La noche cayó silenciosamente sobre el hotel y los clientes, en su mayoría invitados a la boda, empezaron a dejarse ver por la planta baja camino del comedor. Aún faltaba gente por llegar, pero el hall y la terraza del bar se fueron llenando de amigos y conocidos que se saludaban entre sí con satisfacción mientras se daban tiempo para acudir a la cena y disfrutaban de un aperitivo. La temperatura había descendido unos grados y se notaba un frescor al que ayudaban las bocas de riego en funcionamiento dispuestas alrededor de las praderas de hierba. Las conversaciones brotaban tan gentilmente como los chorros de agua y el cansino y pesado clima del caluroso atardecer se había convertido en un alegre pajareo de voces y música, de luz y cordialidad.
Mariana de Marco había cambiado su vestido veraniego por un conjunto de pantalón negro y camisa de seda blanca muy elegante. Así vestida redoblaba la impresión de ser una mujer alta y de complexión fuerte, pero bien proporcionada, que se movía con una sugerente mezcla de gracia y seguridad. La melena desplegada hasta los hombros, el cuello largo y firme y los aros dorados de los pendientes le añadían además un toque de gracia. Nadie dudaría, al verla, de que se trataba de una persona de carácter a la que no le faltaba un toque de delicadeza; esta mezcla era la que le daba un encanto singular porque no era una mujer de facciones regulares ni ortodoxas, un canon de belleza, pero irradiaba personalidad. De hecho no había pasado inadvertida a ninguno de los caballeros que tomaban el aperitivo en la terraza del bar.
La familia Fombona ofrecía una cena buffet a sus invitados más allegados, que se hospedaban en el hotel y habían ido llegando a lo largo del día. Marcos se había desplazado hasta allí desde la finca y los atendía junto con sus hermanos Alfredo y Joaquín. Mariana no conocía a la mayoría de los invitados, pero era una persona sociable y, además, en seguida se vio rodeada de atención masculina. En varios momentos en que desvió la vista a su alrededor, en mitad de cualquier conversación, su mirada se cruzó con la de López Mansur, también empeñado en conversaciones sociales. En este encuentro hubo un reconocimiento tácito, como si ambos se intercambiaran instintivamente un sentimiento de comprensión. Fue a la tercera o cuarta de estas ocasiones cuando Mansur se desplazó con habilidad junto a ella y la rescató de un grupo de financieros que alardeaban de sus negocios, para hacer un aparte. Salieron al exterior del salón, cuyas puertas cristaleras estaban abiertas de par en par; la temperatura era grata, la luna lucía en el oscuro cielo casi llena y se reflejaba en el agua de la piscina.
—Hay que descansar de tanta cordialidad —dijo Mansur a modo de resumen y de justificación con su copa de vino en la mano.
Mariana detuvo sus ojos en las leves ondulaciones de la superficie del agua.
—Qué tranquilidad da una piscina en una noche cálida, ¿verdad?
—¿Lo dices en serio? Nunca lo hubiera sospechado.
Mariana rió como si se avergonzara.
—Supongo que una dice estas tonterías en reuniones tan tontas como ésta; pero es verdad, me produce una gran tranquilidad ver esa agua moviéndose mansamente con sensación de perennidad, que es lo que hace.
—¿No será que estás harta de toda esta gente?
—No —contestó Mariana vivamente—. Eso más bien me parece que es cosa tuya; pero creo que los dos coincidimos en algo: que no somos como ellos; quiero decir —añadió con un gesto cómplice de la mano— que no es nuestro mundo.
Mansur se quedó en silencio, mirando la superficie de la piscina. La depuradora se había puesto en marcha y el agua burbujeaba por los sumideros.
—Atinada observación —murmuró luego entre dientes.
Mariana tuvo la sensación de que había dicho alguna inconveniencia.