Elena Villacruz dormía en su butaca del salón con las piernas extendidas y apoyadas en el reposapiés. Por los gestos de su cara se podía deducir que no se trataba de un sueño tranquilo, pero al menos dormía. El resto del cuerpo, sin embargo, permanecía sosegado, prácticamente inmóvil. De pronto agitó la cabeza a un lado y a otro, como si negara algo. Al hacer este movimiento, se golpeó levemente con una de las orejas del sillón y abrió los ojos; por un momento miró adelante como si esperase reconocer a alguien y, acto seguido, volvió a cerrarlos.
Las celosías estaban ahora plegadas y afuera había caído la noche. Del exterior llegaba el sonido intermitente del paso de los coches por la calzada. La habitación se encontraba en penumbra porque todas las luces estaban apagadas. Era domingo y la casa se hallaba sumida en un silencio pesado. Hacía calor. Habitualmente, a estas horas Elena solía calentarse algún plato que dejase preparado la cocinera o bien se preparaba unas galletas y un vaso de leche que ella misma traía al salón y se sentaba a ver la televisión. Después leía en la cama, aunque los domingos prefería apurar la televisión porque era, de todas las de la semana, la noche en que más le costaba irse a dormir, como si deseara alargar esa semana cuyo término no quería aceptar. Contrariamente a la mayoría de la gente, Elena amaba los lunes y detestaba los domingos, quizá porque los lunes abrían una expectativa que cada domingo se encargaba de cerrar recluyéndola en casa y dejando pasar las horas con puntual soledad.
El sueño debía de ser desagradable porque de nuevo volvió a removerse en la butaca, pero esta vez fue una convulsión de todo el cuerpo que la obligó a alzar los brazos y la cabeza como si el objeto de su sueño la acorralara contra el respaldo. Sin embargo, no se despertó. Al relajarse, torció la cabeza a un lado y su figura tomó el aspecto de una muñeca descoyuntada y abandonada, con los brazos colgando por fuera de la butaca y las piernas siempre extendidas.
El reloj de pared dio las nueve. El silencio que siguió entonces al grave tono de las horas llenó la estancia de manera ominosa. La respiración de la anciana cambió de repente, como si lo hubiera escuchado, y aspiró aire anhelosamente. De inmediato lo expulsó y todo su cuerpo se contrajo. Luego volvió a relajarse. Dormía sobresaltada, pero el sueño era profundo.
Si su sueño hubiera sido más ligero, quizá hubiera escuchado el ruido de la puerta del piso al abrirse, un ruido leve y seco, pero suficiente para alertar a quienquiera que estuviese con el oído abierto en el interior de la casa. No se escuchó, en cambio, el de cierre, señal de que quien entraba andaba con cuidado de no ser notado. Y, desde luego, habría escuchado, o presentido al menos, los pasos leves que se acercaban por el pasillo hacia el salón, lo atravesaban y se detenían justo a sus pies. Lo que no hubiese podido ver, aunque se hubiera despertado en ese momento, era lo que el visitante portaba en sus manos, que escondía tras la espalda. Llegó hasta la butaca y, después de unos segundos en los que la estuvo observando con atención, como si evaluara su mejor posibilidad, se inclinó cuidadosa y silenciosamente sobre la anciana dormida. El movimiento de su espalda reveló que había alcanzado su objetivo. Siguió un estremecimiento de la anciana, un estertor ahogado y Elena Villacruz dejó de respirar.