De regreso al hotel, los Mansur y Mariana almorzaron en el comedor. Cari decidió subir a su habitación para echarse una siesta y ellos dos se quedaron mano a mano ante sendas tazas de café. El conocimiento del matrimonio por parte de Mariana provenía de unos días de verano en los que coincidieron en una localidad de la costa cantábrica llamada San Pedro del Mar donde Mariana era Juez de Primera Instancia e Instrucción, su primer destino. Apenas si se trataron entonces porque su encuentro fue circunstancial, pero tenían amigos comunes. Mansur era mayor que ella y, en su manera de tratarla, Mariana advirtió en seguida que era un hombre muy inclinado a las mujeres. Siendo muy diferente a Joaquín Fombona, ambos coincidían en el aspecto de seductores un poco pasados, más frívolo éste, más sentado Mansur. Entre ambos y ella había una distancia generacional evidente que, en cierto modo, a Mariana le divertía. La distancia generacional no era tanto real, apenas diez años, como vital. En los dos aparecía, con respecto a ella, un tono, una actitud, una concepción de vida que le recordaba, siendo dos polos opuestos, una misma España: la que vivió su padre. Mariana había salido, siendo una jovencita, con Joaquín; ahora lo veía como alguien que se quedó del lado de allá de la vida mientras ella venía hacia acá, hacia hoy mismo, y ahí la distancia la percibía no ya como generacional sino más: como línea de diferencia de dos personas pertenecientes a dos sociedades distintas aunque sucesivas. Y lo mismo ocurría con Mansur pero al revés: su historial de poeta frustrado y rebelde con causa se diluía en una madurez acomodada y displicente a este lado de la vida.
Sin embargo, Mansur era, en el punto y hora en que se encontraban, la única persona con la que podía hablar libremente de un asunto que la interesaba más por momentos y que presumía que a él le había empezado a suscitar una gran curiosidad: la historia del cadáver arrepentido. Y se la relató tal y como Amelia, que siempre se iba por la boca, se la había contado a ella.
—Pero es una historia de locos… —comentó Mansur.
—La verdad es que, como Amelia es más bien frívola, lo toma por una anécdota singular, pero es tan disparatada como intrigante.
—Ésa es la palabra peligrosa: intrigante —dijo Mansur, pensativo.
Se produjo un silencio que Mariana aprovechó para pedir un whisky con soda y hielo. Mansur prefirió encargar una copa de bourbon. Ambos encendieron sus cigarrillos.
—Lo primero que hay que considerar —empezó Mansur— es el hecho de que alguien, a escondidas, aprovechando la oscuridad de la noche, se interna en la meseta toledana con una pala, excava un agujero largo y hondo y arroja dentro un cadáver que trae…, no sé, en el maletero de su coche, supongo. Luego lo tapa y se vuelve por donde ha venido. Parece indiscutible —concluyó agitando levemente el bourbon en su copa de balón y olfateándolo distraído— que hay una intencionalidad.
—Sin duda —corroboró Mariana.
—¿A quién crees que apunta? —preguntó Mansur entrecerrando los ojos—. ¿A la familia Villacruz, o Fombona, tanto montan ahora, o al propio administrador?
—Precisemos —dijo ella—. Aparece enterrado en posición de súplica, pero también de arrepentimiento. ¿Para quién es ese mensaje? Y lo que es más llamativo: ¿para cuándo?
—La verdad, sí que es intrigante el asunto —admitió Mansur—. No había caído en la cuestión del cuándo, pero es cierto.
—Es sustancial —precisó ella.
—En efecto, ¿y si no se descubre hasta dentro de otros cincuenta años? El mensaje ya no sería el mismo. El destinatario tampoco.
—Lo que nos debe llevar a pensar que quizá no se trataba de un mensaje —dijo ella.
—Pues ¿qué sería entonces?
—Un acto personal…, como una penitencia o algo así; lo cual es absurdo porque ya estaba muerto antes de ser enterrado.
—En tal caso habría que empezar a considerar la posibilidad de una venganza.
—¿Una venganza? ¿Contra quién?
—Contra el muerto, evidentemente. Alguien lo castiga a yacer enterrado en perpetuo arrepentimiento por algún pecado cometido.
—El oro… —musitó Mariana.
—¿Qué oro?
Mariana le relató la historia del oro enterrado, desaparecido y recuperado de Hélène Giraud.
—¡Válgame Dios! —exclamó Mansur sinceramente asombrado—. La historia se complica de un modo extraordinario.
—En efecto… —Mariana parecía estar pensando a gran velocidad—. Esto nos llevaría a deducir que el administrador fue quien se aprovechó de la confianza de Hélène para hacerse con el oro, sí, pero sigue siendo un asunto incomprensible. Él se casó luego con Hélène y el oro, o una parte importante del mismo, reapareció tras la muerte de Hélène en un banco suizo a nombre de su hija. El papel del administrador en esta historia, si él robó el oro, se vuelve entonces abracadabrante.
—¿No se pudo rastrear la cuenta en Suiza?
—Supongo que no.
López Mansur meditó unos instantes.
—Salvo que la familia lo oculte —dijo al fin.
Mariana bebió de su vaso, pensativamente. Luego habló:
—Sería posible, sí, aunque eso implica una conspiración familiar para ocultarlo.
A medida que se internaba en el misterioso asunto, Mariana se sentía más y más atraída por él. Había percibido el interés de la familia por alejar el tema apenas surgía y no dejaba de llamarle la atención; excepto en el caso de Amelia, aunque bien es verdad que, en principio, se trataba de una confidencia anterior ahora ampliada. Podría deberse a la preocupación y el aturdimiento que siempre genera un acontecimiento como la propia boda. Amelia habló como era ella, sin cortarse un pelo y con la ligereza propia de su carácter, y quizá ahora se estuviese arrepintiendo. En todo caso, la insólita historia estaba ahí exigiendo que alguien o algo dieran respuesta a los múltiples interrogantes que llevaba consigo. Y aún quedaban otras consideraciones; por ejemplo: ¿se trataba de un crimen? A tantos años de distancia sería prácticamente imposible certificarlo.
—¿Pudo ser un crimen? —dijo en voz alta.
—Volvemos a la venganza.
—Es cierto, pero no al mismo autor —precisó Mariana—. La intencionalidad difiere.
Ambos se quedaron en silencio, meditando.