Marcos, que se encontraba en la encrucijada de caminos de la carretera de tierra que dividía en dos la plantación delantera de viñedos, vio avanzar el descapotable de Joaquín levantando una buena polvareda y salió a su encuentro gesticulando para darle a entender que ralentizara la marcha. Cuando llegaron a su altura, se acercó al coche.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo alegremente Joaquín—, estoy contaminando tu amadas vides, pero a cambio te traigo la mejor compañía.

Marcos hizo un ademán de aceptación, entre comprensivo y resignado, y se dispuso a saludar a los acompañantes de su hermano; cuando reconoció a Mariana su expresión cambió radicalmente.

—Hola, Mariana —dijo con gesto lúgubre—. Cuánto tiempo…

Rodeó el coche y se besaron con timidez.

—Tú siempre tan efusivo —dijo Mariana alegremente.

—Los señores que viajan detrás —anunció Joaquín— también vienen a la boda.

Marcos se excusó mientras Mariana los presentaba. Luego, de un brinco, se sentó sobre la portezuela del lado de Mariana y el automóvil reemprendió la marcha. Cuando llegaron a la casa, Marcos saltó ágilmente al suelo, abrió paso a las dos mujeres y señaló a su hermano una frondosa encina bajo la cual dejar el coche a salvo de la solanera. Pasaron al interior de la casa en busca de sombra mientras esperaban a los dos hombres y Marcos ordenó un aperitivo a pesar de las protestas de Mariana y Cari.

—No queremos empezar a engordar antes del festejo.

Los hombres, en cambio, parecía que lo estaban deseando.

Al cabo del rato se les unió la decoradora, que los acompañó a ver el montaje y les informó acerca de las últimas noticias del acto del día siguiente. También la guardesa, al reconocer a Joaquín, acudió a saludarlos. Todo estaba en orden, pero todo parecía desordenado en el relato que ella les hizo de los preparativos de la ceremonia; evidentemente, la decoradora no era santo de su devoción. Joaquín, por detrás, la imitaba con gestos cómicos.

—Por cierto —preguntó dirigiéndose a Marcos—, ¿tenemos almuerzo?

Marcos asintió y los demás protestaron: regresaban al hotel, sólo habían venido a dar una vuelta por invitación de Joaquín, de ningún modo pensaban interferir en la vida familiar…

Salieron a dar un paseo. El jardín fue muy celebrado, pero el pabellón y la terraza coparon los mayores elogios. A pesar de una calima de fondo, el paisaje del valle abierto a sus pies hasta la línea del horizonte, donde se difuminaba una cadena de colinas, era realmente impactante. Desafiando el calor insistente del verano, el río seguía fluyendo entre dos hileras de chopos y las orillas verdeaban abundantemente, ofreciendo una sensación de riqueza muy grata a la vista.

—Así que aquí estaba el famoso montículo… —comentó Mariana pisando con interés el suelo de la terraza.

—Bajo el pabellón, en realidad —dijo Marcos con una entonación que sugería un completo desinterés. Mariana lo observó con curiosidad. «Cualquiera diría —pensó— que no quieren ni oír hablar del asunto del cadáver».

—Esta tarde visten la carpa —anunció la decoradora, quien trataba a Marcos con descarada confianza—, que quedará ideal, pero es una complicación y nos va a traer de cabeza —¿los estaba echando?—. Pero venid a ver la pradera que le he montado a este soso.

Entre la carpa y el pabellón y justo hasta la línea de vides que asomaba tras una edificación que Mariana supuso que pertenecía a la bodega, se extendía una pradera de césped que parecía un pedazo de Inglaterra trasplantado a la meseta castellana. Una fila de aspersores en serie la atravesaban de parte a parte.

—Los ponemos en marcha cuando cae la tarde —explicaba la decoradora—, mientras a nuestro amigo Marcos, que está hecho un borde, se lo llevan los demonios porque piensa que estamos tirando el agua, pero, vamos, es que no hay color, ¿no os parece?, para una boda como debe ser…