Elena Villacruz ascendió lentamente por las escaleras de la casa y se detuvo al llegar al primer rellano. Aunque vivía en un segundo piso, le costaba un esfuerzo grande subir a pie, pero últimamente el ascensor no le daba más que disgustos con sus continuos fallos y no lograba acostumbrarse a la penosa subida escalón por escalón. El ascensor era un viejo y bello objeto art déco calificado de interés artístico a petición de la comunidad de vecinos, la cual se ufanaba de él a pesar de sus achaques. Cuando al fin llegó al piso y entró en él, vio que las celosías estaban entornadas y la sensación de penumbra invadía la casa confortablemente. Las habitaciones no estaban frescas, pero estaban protegidas del sol del verano que aún castigaba a esa hora. Cruzó el salón y llegó hasta el dormitorio principal sin detenerse. Allí se despojó del sombrero y la chaqueta, que dejó sobre la cama, y tomó asiento en su butaca preferida, junto al balcón. Miró distraídamente hacia la calle y descubrió que la sentía como si al dejarla ahí abajo hubiera abandonado un lugar de desolación y ahora se encontrase al abrigo.

Sin embargo, sentía una opresión en el pecho que la desazonaba. No había nadie en casa porque la doncella había salido a hacer la compra del fin de semana. De un tiempo a esta parte, aunque no quería confesarlo, a lo largo de cada día que se quedaba sola en casa la iba invadiendo un malestar paulatino parecido al desamparo. Le costaba aceptarlo a ella, una mujer fuerte y decidida, pero la evidencia estaba ahí, en su propio cuerpo, y esto la hacía revolverse contra sí misma y contra la vida. Podría pedir ayuda a su hija o solicitar una enfermera para esos días —sábado tarde y domingo completo— en que libraba la doncella, pero lo tomaba como una claudicación. La anciana se debatía entre la decadencia física y la energía mental, pero ella sabía que el equilibrio estaba a punto de romperse y lo temía, lo temía como a ninguna otra cosa. La tarde anterior le había traído tal sobresalto que dedicó su actividad principal a localizar y citar a sus hijos.

Necesitaba arreglar lo inevitable cuanto antes. Desde que tuvo la evidencia en sus manos una especie de congoja la atormentaba de continuo. Apenas había dormido esa noche. Esa misma mañana, insomne y aun siendo sábado, no paró hasta dar por teléfono con su abogado. Era preciso actuar. La información no dejaba lugar a dudas. Una pena tremenda la invadía. Aguardaría hasta el lunes, sin embargo.

—Déjalo ahí, en el dormitorio —oyó decir y abrió los ojos. No había nadie. Debió de haberse dormido unos segundos. Últimamente se dormía con cierta facilidad, quizá unos segundos nada más, pero en ellos se colaban escenas completas, tan complejas e intensas como en los sueños largos. Trató de hacer memoria sobre lo que podría haber motivado aquella exclamación, inútilmente.

La habitación era el escenario de una parte importante de su historia personal desde que tuviera a sus cuatro hijos y viniera a establecerse definitivamente en Madrid, y la recorrió con la memoria antes que con los ojos. Por un momento se sintió desfallecer. Habían transcurrido más de cincuenta años y el dormitorio parecía el mismo. Sintió una especie de vahído al levantarse y volvió a dejarse caer en la vieja butaca; al hacerlo tuvo un ataque de vértigo que se disolvió instantáneamente; cerró los ojos y volvió a abrirlos; poco a poco fue reconociendo los muebles, los objetos, el lecho con dosel; hasta la colcha le parecía la misma del día en que estrenó la cama, aunque no podía serlo. También aquí las celosías estaban echadas, salvo una hoja de las del balcón junto al que se hallaba, y la penumbra le daba un aire de tiempo conservado a todo el espacio de la habitación; quizá fuera esa sensación y no la realidad presente lo que la empujaba hacia el pasado.

—Hay actos —murmuró como abatida por un gran cansancio— que arraigan y envenenan el alma; nuestra labor es arrancarlos de raíz, como las malas hierbas, para que la vida nueva florezca libre.

La doncella apareció de pronto en el vano de la puerta arrastrando el carrito de la compra.

—Ya estoy aquí, señora.