—No sé si deberíamos haber organizado así la boda —dijo por enésima vez Amelia Fombona.

—Mamá, por favor, cada día tienes un humor distinto. Ayer, tan contenta; hoy, angustiada. Estás cíclica.

—Todos recordarán la historia. Es inevitable. Cómo se va a sentir Rodolfo.

—Nosotras no tenemos nada que ver ni con el administrador ni con su cadáver. Olvídate ya de una vez.

—Estaba tan segura de todo y de repente…

—¡Ay, mamá, por favor! Sé un poco positiva. No creo que a estas alturas a nadie le importe el pasado. Además: ¿quién sabe que es el cadáver del administrador? Lo hemos sabido hace más de dos meses y ya está enterrado y olvidado. ¿Quién recuerda al administrador?

—No sé yo si la policía pensará lo mismo. Han estado preguntando aquí y allá, también en el pueblo, removiendo cosas… ¡Es mi boda, no sé si te das cuenta!

—No serán ellos quienes saquen el tema a relucir en tu boda, descuida. Además, al fin y al cabo Rufino era de la familia.

Amelia Fombona dio un respingo.

—Mamá, Rodolfo es su nieto y han pasado muchos años; ¿no te vas a casar con él? ¡Pues entonces!

—Ya lo sé, hija. Son los nervios y el ambiente de la familia contra todo lo que se llame Ruz, en fin. Y luego está la muerte de tu abuela, mira qué oportuna. Meli, querida, no sé si teníamos que haber aplazado la boda; si yo quería celebrarla en la intimidad quizá habría sido más sensato aplazarla.

—¿Tu boda? ¿Tu boda en la intimidad? Pero ¡si eso es justo lo que no querías! Mamá, son las angustias de última hora. Olvídate. Pareces una adolescente. No me digas que no tiene gracia: yo tratando de calmarte a ti; estás hecha una novia de novela romántica, a tu edad.

Amelia no respondió y volvió la cara hacia la ventanilla.

—¿Sabes con quién estudió Rodolfo? —Amelia regresó a la conversación al cabo de un largo silencio—. Con Mariana de Marco. Estudiaron juntos en la Universidad, porque Rodolfo terminó Derecho al mismo tiempo que ella, así que lo conoce o lo conoció bien. Claro que al cabo del tiempo se cambia tanto…

—¿Por qué dices eso ahora?

—Ay, yo qué sé. No tengo cabeza para nada. ¿Decir qué? —protestó Amelia.

—Mamá, de verdad, no seas pesada.

—Tienes razón. Parezco una novia de cuento romántico. Con la ilusión que me hace y estar así de intranquila… Menos mal que te tengo a ti.

—Mamá, qué cosas dices.