Una tarde en Madrid, dos meses antes de la celebración de la boda que nunca llegaría a ver, Elena Villacruz abrió los ojos y comprendió que se había quedado dormida en la butaca. En su regazo reposaba, caprichosamente abierto, pues había perdido la página de lectura, un ejemplar encuadernado en tela de Mont-Cinère. De inmediato vino a recordar la escena que estaba leyendo cuando se durmió y un pesado suspiro escapó de su boca. Era la escena en que la joven Emily se inclina sobre el cuerpo de su abuela muerta, besa en el lugar de la frente sin apartar la sábana que la cubre y luego se limpia la boca con su pañuelo. Una frase regresó a su memoria con total nitidez: «¿Por qué todo lo que tocaba la muerte se hacía tan feo y tan grosero a los ojos de los vivos?».

A sus ochenta y tres años, Elena Villacruz aceptaba serenamente la muerte como un hecho próximo e inevitable, pero su fealdad seguía pareciéndole detestable. La fealdad era para Elena la mayor ofensa que podía hacerse a la vida. Al pensar así, no se refería tanto a la fealdad como un accidente cuanto a la conclusión de un proceso por el que una vida humana se afeaba y afeaba cuanto la rodeaba. Había una diferencia importante entre ser feo y afearse y lo último era lo que más detestaba: la fealdad culpable. Los accidentes, bien lo sabía ella, eran con frecuencia inevitables; en cuanto a las circunstancias ajenas a la persona (por ejemplo, un nacimiento defectuoso, alguna clase de fealdad física de origen genético), podían generar sufrimiento, mas no culpa; por el contrario, aquella que podía haber sido evitable la consideraba objeto de desprecio. La joven Emily de Mont-Cinère no siente asco ante la muerte en sí, representada por el cadáver de su abuela, sino que lo siente ante la fealdad de una vida concluida cuyo único fruto es la mezquindad y la desafección que ella percibe como legado y su personificación en ese cuerpo helado e inmóvil, carente de aliento.

El frío que ella sentía a veces, un frío óseo, le parecía tan seco y glacial como se lo parecía a Emily el cadáver de su abuela. Esa clase de frío era lo que ahora, aunque estuviera ante el comienzo del verano, le recordaba la finca La Bienhallada. El día en que su hijo Marcos la telefoneó para confirmarle que el cadáver descubierto en la finca era el del administrador Ruz, ella comprendió que lo sabía desde el mismo instante en que su hijo le comunicó el asombroso hallazgo de sus peones, pero entonces no fue frío sino ira lo que la invadió, una ira sorda, desesperada. ¿Es que de nuevo tenía que regresar aquella maldita historia? Salvo una visita obligada por cortesía hacia su hijo Marcos en la inauguración de la remodelación de las bodegas transmitidas por su padre, Elena había rechazado siempre las invitaciones a reunirse, en familia o en solitario, en la finca. Salvo excepciones, incluso en los tiempos en que convivía con Eugenio, era éste quien se trasladaba a Madrid los fines de semana.

La dramática muerte de su madre, el velatorio, el entierro, el enfrentamiento terrible con su padrastro…, todo ello convertía la finca en un lugar desafecto. Pero no era por eso por lo que la rechazaba. La finca se convirtió en una prisión para su madre y, en parte, al menos emocionalmente, también para ella; a su madre no le importó quedar prisionera de sus debilidades en aquel lugar dejado de la mano de Dios; a Elena, en cambio, no sólo le pareció un abandono consentido sino que tampoco pudo librarse de aquel mórbido ambiente hasta que tuvo ocasión de relacionarse con sus primas de Madrid. Ella todavía quiso pensar que al fin y al cabo la influencia del administrador sobre su madre era beneficiosa para su delicado estado… hasta que fue tomando conciencia de la turbiedad que se ocultaba tras aquella relación extraordinaria. Todo lo ocurrido después fue impregnando su alma de rechazo y desesperación a partes iguales. Pero incluso en tales circunstancias no dejó de entender que para su madre era un asunto confortable. No, lo que verdaderamente liberó sus sentimientos de venganza fue la angustiosa sensación de haber asistido a la muerte de su madre al pie de su ventana y el cuadro que encontró al acceder a su dormitorio. Nunca la había abandonado el resentimiento que aquella escena dejó en su alma, como si fuera la lesión de una enfermedad mal curada. Eso hubiera sido suficiente para odiar no ya la finca sino toda la historia que conducía a la finca —se dijo torciendo sus labios en la forma de una débil sonrisa—, pero además estaba la figura de Ruz.

Al fin y al cabo, qué sabían sus hijos de todo aquello. Tampoco Eugenio. Nunca había tenido suficiente confianza con Eugenio, a pesar de haber sido su marido, para contarle lo que sabía. O, pensándolo bien, no era una cuestión de confianza sino algo distinto: un claro desinterés por hablar de ello con Eugenio, como si él fuera parte ajena de su intimidad familiar, una compañía agradable, confortable, pero no una relación instalada en la reciprocidad. No guardaba reproches que hacerle sino amables recuerdos, cada vez mejores a medida que el tiempo los limpiaba y pulía; sin embargo aquella noche fatídica y los escasos días que siguieron a la partida de Ruz y de su hijo no los compartió más que consigo misma.

En cierta manera, pensó distraídamente, parecía designio del destino que Rufino Ruz regresase de aquel modo a la finca, aunque sólo fuera para casar a su nieto. ¿Una manera de cerrar heridas? Si bien Elena, con el tiempo, trocó su rechazo en compasión por la patética figura del hijo de Ruz, salvo una vez que se encontraron en una fiesta en Madrid ella no tuvo ocasión de manifestarle alguna simpatía. Y ahora… este Rodolfo era el menor de los nietos del administrador (¿por qué seguían llamándolo así: el administrador, y no Rufino?) y quiso la casualidad que, siendo de la edad de Amelia, vinieran a tener relación. Podía decirse que los nietos del desastre se reunían ahora, tanto tiempo después, para cerrarlo. La presencia de un Ruz en la finca debería parecerle a Elena una suerte de vuelta a la normalidad con la que el destino la obsequiaba, pero ella no pensaba así. Una sombra en el fondo de su alma, un punto de desasosiego, áspero y molesto como ese pinchazo que a menudo le escocía en el fondo de la garganta y la obligaba a toser desagradablemente, insinuaba que algo iba mal a pesar de todo; que, en el fondo, aún quedaban cuentas pendientes de ajustar con la historia pasada.

Elena Villacruz se irguió en la butaca. Entre la evocación y una ligera inducción al sueño se estaba dejando llevar a territorios que no le complacía nada pisar. Esta noche era para dormir con tranquilidad si sus achaques se lo permitían. Sí, ciertamente la aparición del cadáver del administrador en esa actitud grotesca lo había cambiado todo, y aunque a su edad conservaba el carácter necesario para llevar a cabo su plan de limpieza y esclarecimiento de la situación, necesitaba descansar y reponer fuerzas para rematarlo. Iba a ser duro para todos, pero la increíble reaparición del viejo Ruz había hecho caer la venda de sus ojos. Era el momento de poner orden en su familia. Para peor, su carácter y su físico no se compadecían tan bien como ella hubiese necesitado. Los huesos y, sobre todo, el corazón eran ahora sus peores enemigos.

El libro había caído al suelo a causa de un brusco movimiento y se inclinó a recogerlo. Afortunadamente, su mundo ya no era el de Mont-Cinère, ni la finca era esa casa llena de mezquindad y perfidia, pero algo en la novela la había empujado a sus últimos pensamientos y eso no le gustaba; la sombría visión del mundo de Julien Green, un mundo rural donde el amor y la violencia se manifestaban como una obsesión oscura y peligrosa, más cerca del pecado que de la redención, la desasosegaba.

«A mi edad», se dijo con un ligero tono irónico, mientras trataba de recuperar la página para introducir la marca de lectura en el libro.

Empezaba a oscurecer. Lo comprobó a través de la ventana del salón. No pensaba cenar más que unas galletas y un vaso de leche. Ahora, al haberse dejado adormecer, le costaría coger el sueño de nuevo. Miró alrededor con cansada resignación, pensando en el modo de cubrir el tiempo hasta el sueño. Luego se levantó y fue hacia la estantería de los libros. Había dejado la novela de Green en la consola y buscaba otra cosa, algo más ligero, para entretenerse después de la cena. La televisión la aburría, pero quizá intentase ver alguna película. Detestaba verlas constantemente interrumpidas por los intermedios publicitarios, era como si el corazón de las películas se parase de pronto y, al reanudarse, acusara la fatiga de la recuperación cada vez más trabajosa.

Agitó la campanilla para llamar a la doncella y se quedó de pie, en mitad del salón, aguardando a que algo ocurriera, algo que ni esperaba, ni le interesaba, ni sabía bien por qué tendría que suceder porque nada tenía que esperar finalmente, nada que pudiera modificar tan siquiera una parte minúscula de su vida. Y, sin embargo, la sensación de inquietud ante el recuerdo persistía dentro de ella, lo mismo que la fragilidad de sus huesos. Entonces sonó el teléfono. Sin duda era la llamada que había estado esperando.

—Señora Villacruz —dijo la voz al otro lado del hilo telefónico—. Tengo lo que deseaba y creo que merece la pena que se lo muestre a usted de inmediato.

La doncella entró en ese momento en el salón empujando el carrito con la frugal cena de la anciana.