Mariana de Marco acababa de llegar a Madrid y esa misma tarde, tras ocuparse de su madre, en cuya casa iba a dormir una noche, se había acercado un momento a ver a su amiga. Amelia era una mujer optimista e inconsecuente, incapaz de buscarse una ocupación medianamente interesante que entretuviera su tiempo. Era afectuosa y activa y esto le hacía ser bien recibida en todas partes, aunque al final andaba siempre como un verso suelto. Por eso la idea de la boda le parecía a Mariana buena para su amiga. Amelia ni sabía ni podía estar sola, y envejecer junto a su hija para verla desaparecer un día camino de su propia vida sería penoso. Elena Villacruz había muerto de una parada cardíaca, al igual que su madre aunque en circunstancias bien distintas, a poco de cumplir ochenta y tres años. Era cierto que padecía del corazón, pero era todo un carácter, no gozaba de mala salud y, desde luego, nadie esperaba un desenlace inmediato. Amelia había tenido que tomar las riendas de la organización familiar en condiciones horribles para ella y ocuparse de todo lo que venía detrás, desde el entierro de su madre hasta la decisión de mantener la fecha de la boda y la celebración en la finca. Los hombres eran imprácticos y se mantenían al margen. Ella se sumergió de cabeza en la boda, como si fuese una terapia y no hubiera en el mundo otra ocupación, hasta el punto de dejar en segundo plano a su propia hija; Meli se quejaba de que le importaba más la ceremonia que el hecho de casarse.

—Es que hay mil cosas, mamá, mil cosas, y mientras yo me vuelvo loca tú estás invitando y decorando.

Ya de vuelta, Mariana cenó con su madre y después se quedó a solas en la sala de estar, mirando la televisión y bebiendo un whisky con hielo. Apenas prestaba atención a la pantalla que había prendido por distraerse mientras le llegaba el sueño, pero que, invariablemente, la aburría al poco tiempo. Estuvo saltando de canal en canal hasta que decidió que aquélla no era su noche de suerte y dejó el aparato enganchado a lo que parecía un psicodrama de amores contrariados tan previsible que no necesitaba especial atención. Poco a poco su mente se había ido alejando de la pantalla para acercarse a la historia que le contara su amiga esa misma tarde. Años antes, en el colegio, tuvo vagas noticias de que la abuela de Amelia vivió lo que hasta ahora recordaba como unas románticas aventuras en mitad de la guerra o, más exactamente, de las guerras del siglo. Sobre todo una aventura con un oficial francés en Tánger que le pareció entonces digna de una película de Michael Curtiz. Pero esta tarde el relato de Amelia había sido más detallado, y hubo de reconocer que le resultaba imposible sustraerse a él. El oro desaparecido y el cadáver reaparecido bailaban un paso a dos en su imaginación.

La verdad era que el oro y el cadáver no tenían por qué estar relacionados necesariamente y, de hecho, si la relación le parecía sugestiva se debía en buena parte a que la información recibida de Amelia los hacía participar del mismo relato. Lo que también resultaba fascinante, o inquietante, era el hecho de que el cadáver se descubriera con ocasión de la boda o, más exactamente, a causa de la celebración. Nadie habría explanado aquel ya famoso montículo que daba a la soberbia vista del valle de no ser por la boda. Ella no recordaba el montículo, pero sí la vista del valle; la recordaba de la primera vez, allá en la adolescencia, cuando pasó varios fines de semana en la finca con su amiga. La verdad era que el sorprendente hallazgo parecía producirse a intención de alguna fuerza oscura que se presentaba ante la familia para reclamar o denunciar algo. Como Mariana de Marco era una ferviente lectora y no desdeñaba la novela gótica, no le costaba mucho dejar volar la imaginación hacia el escenario de una historia insepulta y suspendida en el tiempo. El administrador reaparecía en la boda de la que bien podía considerarse su nieta política para reivindicar algo más que su descarnada presencia. Y, para más inri, el novio era su nieto menor, sangre de su sangre.

Mariana de Marco era Juez de Primera Instancia e Instrucción en una población cántabra de importancia. Había sido una abogada de éxito en un bufete del que ella y su marido eran socios hasta que el divorcio la dejó fuera y hubo de empezar de nuevo. Después, exhausta tras unos años de vida agitada, tanto en lo personal como en lo profesional, decidió entrar en la judicatura, harta del ejercicio de la abogacía. Su intención era acabar ejerciendo un día como titular de un Juzgado de lo Penal, pues el Derecho Penal era no sólo su especialidad sino su verdadera vocación, y así fue como aprovechó un buen currículo en coincidencia con la oportunidad abierta a profesionales de prestigio por la vía del tercer turno.

A sus cuarenta y tres años, Mariana era una Juez que comenzaba a ser apreciada por su dedicación, diligencia y eficiencia. Alta, de figura atlética y voz profunda, no sólo llamaba la atención por su aspecto sino también por la marcada expresión de determinación que emanaba de ella. Sus grandes ojos castaños, que destacaban vivamente en el rostro, ofrecían un dulce contraste con el resto de su físico y quizá esa mezcla fuera lo que le concedía su atractivo. Se había dejado crecer la melena, del mismo color de los ojos, hasta los hombros. La cara más bien redondeada, el cuello airoso, las orejas pequeñas y pegadas a la cabeza, y una mirada cálida y un punto desafiante a la vez concluían en una especie de gallardía femenina con un toque de misterio. No era lo que se dice una mujer guapa, verdaderamente guapa, pero en cambio respondía bien a lo que los castizos llaman una mujer de bandera.

En su recuerdo, los Villacruz eran una familia un tanto estirada. La amistad de Mariana con Amelia no tenía más sustento sólido que el cariño propio de una relación adolescente de los tiempos del colegio, en esa edad en que las amigas lo son a muerte. Pero era una de esas relaciones inextinguibles precisamente a causa de esa clase de cariño irrepetible, como lo era su amistad con Sonsoles Abós: pocas ideas en común, vidas distintas y distantes (salvo el caso de Sonsoles, que vivía en Santander) y una suerte de cercanía primordial que les permitía reconocerse en la otra como parte de un sustrato sentimental común. La adolescencia es una época en que el deseo de definirse convive perfectamente con la mimetización de costumbres y sentimientos y eso, que es como intentar singularizarse buscando parecerse lo más posible a los compañeros, parece un contrasentido que, sin embargo, es el que empieza a poner la primera piedra de la personalidad. Era su personalidad lo que alejaba vital e intelectualmente a Mariana de sus amigas de adolescencia, pero no emocionalmente. Sonsoles o Amelia la admiraban de una manera un tanto boba, carente de envidia, aunque jamás hubieran elegido un camino como el que ella siguió. Mariana pertenecía a una clase media razonablemente acomodada y sus amigas, en cambio, tenían una mejor posición social; ellas no necesitaron trabajar para ganarse la vida y Mariana sí, porque sus padres no disponían de una fortuna personal suficiente. Ella, además, asumió desde el primer momento que dependería de su propio trabajo y a ello contribuyeron sus padres, ambos, recordándoselo desde el principio. La admiración de sus amigas más adineradas tenía también algo de realización personal, como si el resplandor profesional de Mariana las alcanzara a ellas de alguna manera. Aparte de esto, compartían gustos, como la música o la ropa, aunque por vías distintas. Excepto el baile: el baile las igualaba; las tres respondían a lo que en el argot de su generación se conocía como «bailonas». Mariana tenía pocas ocasiones de practicarlo y en Santander agradecía mucho las fiestas que, de cuando en cuando, organizaba Sonsoles, o a las que simplemente las invitaban.

De pronto, Mariana recordó la última Nochevieja, la del paso de 1997 a 1998, una noche en blanco con la característica abundancia de alcohol, en la que bailó hasta el amanecer y estuvo a punto de provocar un conflicto. Fue una celebración muy revuelta y más bien popular a la que acudió a última hora por invitación del capitán López, de la Brigada Judicial de la Guardia Civil, con quien trabajaba en ocasiones y con quien se entendía especialmente bien por su temperamento y su mentalidad. Era, además, un tipo muy gallardo, y estaba acompañado por su mujer, una muchacha un tanto provinciana y recelosa, pero dicharachera, que acabó retirándose quizá por cansancio, quizá por el champán, quizá por una mezcla de ambos. Mariana permaneció en la fiesta después de que se hubieron ido porque en el barullo de la noche decidió olvidar su dignidad de Juez y pasarlo en grande. Y siguió bailando animadamente y el capitán López, como ella sospechaba, reapareció después de acostar a su mujer; y continuaron bailando sin parar excepto para tomar aliento, porque él resultó ser un insospechado e incansable bailarín. Recordó con nostalgia esa hora del alba, la hora de la primera luz, en que regresó a casa acompañada por el capitán, se despidió con verdadera pena de él y una extraña sensación de Cenicienta y se dejó caer en la cama rendida de cansancio, felicidad y burbujeantes deseos para el Año Nuevo. Luego, el año se empeñó en no variar sustancialmente respecto del anterior. «Al menos hasta el momento presente», se dijo.

Y ahora estaba en Madrid, de paso a la boda de su amiga enamorada o, por lo menos, muy ilusionada con un antiguo compañero de la Facultad, aprovechando para acompañar un par de días a su madre que, aunque más joven que Elena Villacruz, acusaba ya la edad. Para la boda, Amelia le había hecho una reserva en un hotel de lujo en medio del campo recomendado por la familia Villacruz, donde se hospedarían también otros invitados.

Bebió un nuevo trago de su vaso de whisky y pensó en la boda. La verdad era que no acababa de saber a ciencia cierta por qué se tomaba cuatro días para acudir a una celebración a la que se sentía llamada tan sólo por compromiso con su amiga. O quizá se estaba volviendo aburrida y ya no le divertían tanto estas cosas. Antes lo tomaba con muy buen espíritu porque era la ocasión de ver y repasar a las amistades, y de hecho debería estar aún más motivada por el acontecimiento pues ahora, destinada en Cantabria, lejos de sus relaciones madrileñas, era la ocasión perfecta para reencontrarse con ellas; pero no estaba de ánimo. De no ser por la visita a su madre, habría decidido que el viaje era un error y que debería haber acudido sólo para la ceremonia. Pero eso lo sabía ahora.

«Es lo malo que tienen los planes hechos con tanta antelación —se dijo—. A la distancia los tomas con entusiasmo y, después, a medida que se acerca el momento, se convierten en un fastidio inexcusable. Pero yo venía dispuesta a divertirme y a soltarme el pelo —se dijo a continuación—, que ya va siendo hora».

«O será que estoy entrando en la misantropía —y pensó luego, tras meditar un poco sobre el asunto—: Lo cual sería muy mala señal, un aviso de que me estoy haciendo mayor demasiado aprisa».

La historia de los Villacruz que Amelia le había relatado esa misma tarde y de la cual tenía barruntos, pero nada parecido a la novelesca narración de su amiga, le llamaba poderosamente la atención. Pensó que en todas estas familias de dinero hay siempre unas historias a cuál más disparatada, probablemente fruto de unos clanes cuya principal ocupación en esta vida es heredar. Al menos las historias de Jane Austen estaban sólidamente fundadas en una realidad social que colocaba el matrimonio y la herencia como asunto principal de vidas y haciendas; pero en la actualidad, los Fombona, Amelia y sus hermanos, no dejaban de parecerle unos personajes un tanto caricaturescos y fuera de lugar.

«Claro que ya me gustaría a mí estar fuera de lugar con el riñón tan cubierto como ellos», pensó luego. Y en seguida disipó esa idea. Mariana había sido educada en la moral del esfuerzo personal y no concebía mayor tesoro que la independencia propia y la profesionalidad en el trabajo. Sin embargo, cuando echaba la vista atrás y recordaba su matrimonio, la ruptura, el orgullo herido que le hizo salir de un bufete en el que tenía tanto derecho a estar como su ex marido, el hecho de que ese orgullo hubiera sido en realidad una reacción de su condición femenina que se volvió en su contra, los años duros de transición, la llegada a la judicatura y la dureza de un trabajo al que se dedicaba con intensidad puritana…, no se podía afirmar que hubiera sido un camino de rosas precisamente. Pero era su elección y la aceptaba por eso.

«A veces el orgullo también es útil», pensó mientras apuraba su vaso.

«Algún día —pensó después— acabaré por disfrutar de la soledad, pero me convendría hacerlo antes de la ancianidad, que será cuando no tenga más remedio que entenderme con ella para siempre al paso que voy».

Se fue a acostar con un vago sentimiento de melancolía.