—¿Un cadáver arrepentido?
Mariana de Marco arrugó la nariz en un inequívoco gesto de incredulidad y se reacomodó en la butaca. Amelia Fombona, que se había detenido un instante con la tetera en el aire, llenó de nuevo la taza de su amiga, le acercó el azucarero y se sirvió después a sí misma en actitud pensativa.
—Sí —dijo al fin—. ¿Por qué no? Mi madre solía tener un buen golpe de vista para describir las cosas. Eso fue lo que dijo cuando le conté de quién era el cadáver. En fin, ya te conté que sentía una aversión especial por el viejo administrador. Y luego lo de su muerte, que es una rareza.
—¿Entonces es verdad? ¿Que el administrador desapareció un día y no se volvió a saber de él?
—Te cuento lo que me contaron.
—Y el esqueleto que encontró tu hermano… ¿cómo va a parar allí?
—Yo lo único que sé es que era el del viejo administrador; primero desaparecido, luego muerto y luego enterrado desde…, no sé…, desde los años cincuenta. ¿Te lo puedes creer? Mamá decía: pero este hombre, hasta para morirse tiene que ser un incordio. Y la pobre se murió una semana después.
—Parece una novela gótica —comentó Mariana—. Y dices que ella le culpó siempre de ser el responsable del robo del oro que tu abuela enterró durante la Primera Guerra Mundial.
—Antes de la guerra. Sí, eso decía ella. Yo ya no sé qué pensar después de tanto tiempo y, además, ni me importa, si quieres que te diga la verdad. El hombre estaba enamorado de la abuela y se ocupó de ella, que es lo que tiene que hacer un marido. Y en cuanto al oro, pues por lo menos más de la mitad apareció, mal que le pesara a mamá, quien seguía pensando que el ladrón fue el administrador.
—Vamos a ver, Amelia, porque esto del oro, que recuerdo haberte oído algo hace mucho, no tiene pies ni cabeza. ¿No será que la otra parte sigue enterrada en el jardín de la casa de Biarritz? ¿Que el ladrón no la encontró? —dijo Mariana con expresión de divertida incredulidad.
—¿En Biarritz? Ni se te ocurra decir eso delante de mi familia porque les da el ataque. ¡La casa la vendió después de todo!
—De todas formas, acabo de decir una tontería. ¿Quién iba a llevarse una parte del oro para depositarla en Suiza a nombre de tu madre? ¿Y a cambio de qué?
—Pues eso digo yo. Y ahora tengo encima a mis hermanos porque resulta que de la herencia de mamá yo soy la favorecida; ellos se reparten, conmigo, la legitima. A todos les ha venido Dios a ver, porque entre unas cosas y otras estaban a la cuarta pregunta, pero no les ha hecho ninguna gracia. Mamá seguía a rajatabla la costumbre de dotar preferentemente a un hijo sobre los demás y los tres hombres, como son hombres, no entienden que haya venido a manos de la única hembra, que soy yo.
—Pues reparte con ellos —dijo Mariana risueña.
—Ah, no. Me acuerdo de una cosa que tú decías cuando empezamos la carrera: dura lex, sed lex. ¿Era así? —Mariana asintió—. Están ofendidísimos; en especial, Alfredo, pero la culpa es de ellos por manirrotos o por incapaces. Yo los quiero mucho, Mariana, pero son un caso, cada uno a su estilo. Conmigo mamá sabía que, por lo menos, una parte importante de la fortuna seguía amarrada. Total, lo que te decía: que entre el cadáver, la boda, el testamento, mis hermanos y que Meli se me va de casa estoy en una situación imposible.
—Meli aprovecha.
—Sí. Se va a un apartamento que tengo aquí cerca. Una monada. Ideal para ella.
—Así que, al final, buena parte de aquel oro ha acabado en tus manos. Está bien, es un material muy movedizo, la verdad, pero también muy apegado a la familia por lo que se ve. Eso da tranquilidad.
—Pues no nos ha dado más que sustos y disgustos. Y de los dos a manos llenas. Es una historia que me pone mala, parece de novela romántica, pero romántica, romántica.
—Y tanto. Ahora bien, te diré una cosa: ¿qué nos cuesta poner un poco de romanticismo en nuestras vidas?
—¿Tú crees?
Mariana decidió que no era ocasión para ironías y cambió la conversación.
—¿Tu hermano Marcos también estaba en apuros?
—Marcos explota la finca, pero no es suya y eso le tiene endemoniado, porque a partir de ahora la comparte. Y, sí, además estaba en apuros porque el vino se le da bien, pero los negocios se le dan fatal. Se puso en manos de Alfredo que, en fin, digamos que no ha gestionado las cosas de la familia ni todo lo bien ni todo lo rectamente que debiera, y tampoco los vinos de Marcos. En cuanto a Joaquín, no hay manera de hacer carrera de él; ya veremos lo que tarda en quedarse a la cuarta pregunta otra vez. Bueno, no es un panorama muy alentador.
—¿Y qué fue de tu abuelo Cirilo? —preguntó Mariana para terminar el repaso familiar.
—Mi abuelo Cirilo desapareció. Viajó a Guadeloupe para ver a un oficial francés que protegía las joyas de mi abuela, al oficial lo encontraron muerto y mi abuelo desapareció. Él sólo había ido por encargo de mi abuela para retirar las joyas y no sabemos lo que tuvo que ver… —Mariana advirtió un ligero temblor en su voz—. No sé, perdona, no me apetece hablar de ello, es muy doloroso.
Mariana no quiso que se le escapara.
—¿Cómo era tu abuelo?
—¿Cirilo? Pues la verdad es que era un calavera, muy buen mozo, un seductor, que es un carácter familiar porque ahí tienes a mi hermano Joaquín, un calco. Lo que pasa es que la abuela también tenía sus historias, ya sabes, y se acabó casando con el administrador, que es un asunto incomprensible, y luego se fue quedando medio ida. Total, que la nuestra es una familia llena de historias increíbles.
—Y el encargo de tu abuela, ¿qué raro, no? Es raro que encargue a un zascandil que recupere unas joyas; se podría haber quedado con ellas. ¿Cómo se las iba a dar, así por las buenas?
—No sé. De eso no sé nada. Lo que fuera desapareció también —a Mariana no se le pasó por alto el evidente nerviosismo de Amelia y pensó que sabía mucho más de lo que sus palabras dejaban entender—. Bueno, que conste que todo esto te lo cuento en secreto. Sobre este asunto, ni medio comentario.
—Descuida.
—La historia del oro es una pesadilla. Nadie sabía nada.
—Y ahora un Ruz vuelve a la familia. ¿Qué tal tu tío Gonzalo como ladrón?
—Gonzalo quería mucho a la abuela y tenía dinero propio; no necesitaba el oro.
—Eso nunca se sabe. Unos malos pasos, unas inversiones inadecuadas, una incapacidad de previsión…, cualquiera puede tener que tapar un agujero.
—Imposible. Él fue gastando su dinero en vivir, dejó lo que dejó en herencia y ahí no había rastro alguno de cantidades extraordinarias ni nada por el estilo. Las cuentas estaban claras. No digas tonterías.
—¿Y el administrador?
—Eso es lo más oscuro. Tenía dinero y en abundancia, para ser un simple administrador, porque le compró a la abuela La Bienhallada y mantuvo su nivel de vida. Lo que ya te digo que no tiene sentido es que le robara para casarse con ella y protegerla después. Hay que ser muy retorcido, ¿no te parece? Y él, de verdad, quería a la abuela y la soportó y la quiso incluso cuando fue perdiendo la cabeza… —Amelia se detuvo en seco.
—¿Y? —inquirió Mariana con toda intención.
—¿Y? —respondió Amelia—. Y nada, que no hay explicación posible.
—Pero el oro desapareció de donde estaba enterrado.
—Si es que llegó a estar enterrado —comentó Amelia, pero rectificó en seguida—: En fin, eso pasó hace mucho y, afortunadamente, no tuvo consecuencias irreparables.
—¡Qué me dices!
—No me hagas caso, lo he dicho por decir.
—Lo que sí resulta extraordinario de verdad —prosiguió Mariana cambiando de tercio— es la historia del enterramiento del administrador, que debía de ser viejísimo además. ¿Quién puede ser el que lo encuentra vivo o muerto, y si es vivo muy probablemente lo mató, y se llega hasta una finca en Toledo y se ocupa una noche, porque sería de noche, de enterrar un cadáver en posición de arrepentimiento y en el más absoluto incógnito? Digo incógnito a la vista de lo sucedido: si lo entierra allí no debe de confiar en que lo encuentren y en ese caso ¿para qué lo entierra allí? La verdad es que parece un completo disparate. ¿Por qué? ¿Y para qué? Vaya morbo que tiene el asunto…
—Y se descubre dos meses antes de la boda. Y a la semana le falla el corazón a mi madre, ¿te das cuenta? Que sí, ya había tenido un percance y no estaba nada bien, pero así tan de repente… Mi pobre madre que, encima, nos había citado a todos al día siguiente y no sabemos para qué; hasta Marcos se tuvo que venir el día antes. Parece que hubiera querido juntarnos a los hijos para morirse, lo que son las casualidades. Y con mi boda a la vista. En fin, que es la recaraba.
—¿Os había citado a todos? ¿Un consejo de familia? ¿Puedo preguntarte para qué, si no es indiscreción? —dijo Mariana muy interesada.
—Ni idea. Mamá, ya sabes cómo era, nunca adelantaba nada.
—Qué extraordinaria coincidencia… —murmuró Mariana.
—Y la boda —apostilló Amelia.
—Mejor que no hayas aplazado la boda. Así dejarás de comerte el coco con la muerte de tu madre.
—Lo mismo digo yo. Por eso lo tuve claro: la única manera de cambiar a positivo era seguir con la boda en cualquier caso. Con todas las invitaciones hechas, además. Yo quiero hacer una boda elegante, entre amigos, nada aparatosa. Ya sé que en mi situación parece un poco extravagante, pero es que necesito desahogarme. No creas que no pensé si a los demás les parecería mal. ¿Te parece mal a ti?
—Me parece de perlas. Basta de convencionalismos.
—¿Verdad?
Mariana volvió a cambiar de tema.
—Hay algo que me interesa mucho de todo este lío del cadáver aparecido en la finca y es que se trata, sin duda alguna, de un acto interesado.
—¿Interesado? ¿Qué quieres decir con interesado?
—Que hay una intención tras él. Piensa: alguien se toma el trabajo de cargar con un cadáver y llevarlo a una finca determinada. Allí lo entierra en una posición inequívoca y desaparece. Quizá espera que sea encontrado pronto, pero lo dudo. Es más: pienso que le da igual si se descubre o no. El acto ha terminado y el responsable desaparece en las sombras de la noche. No es primordial que se descubra el cadáver, pero si algún día se descubre, ese cadáver hablará. ¿Qué tiene que decirnos? ¿Es el administrador que pide perdón por haber robado el oro? Pero no es él, en todo caso es quien lo entierra el que lo culpa. ¿Por qué lo culpa? Si lo ha enterrado allí es que quiere que se lo relacione con la familia Fombona, que hable de la familia Fombona en general o de alguno de ellos en particular. Es extraordinario. Sencillamente extraordinario. ¡Ah! Y además, la muerte de tu madre, tan oportuna.
—¿Qué quieres decir? —saltó Amelia.
—Nada. Nada. Subrayo las coincidencias, como tú decías antes de tu familia.
—Yo hablaba de rarezas —dijo Amelia molesta.
—Ah. En fin, volviendo al cadáver, aquí hay un caso para un verdadero detective.
—De ninguna manera —volvió a saltar Amelia—. Eso déjalo para las novelas —hizo una pausa—. Estoy pensando que no tendría que haberte contado nada. Y, por favor, insisto, ni una palabra a nadie. No queremos que se hable del asunto del cadáver.
—Yo soy muy novelera.
—Mira, como tú dices de mí, dejemos a los muertos en paz y ocupémonos de los vivos —Amelia empezaba a sentirse incómoda y Mariana se interesó aún más.
—¿Qué te importa? Así nos divertimos un rato. No me digas que no es emocionante.
—Por cierto que viene Cari de la Riva, que por lo visto te conoció en…, en donde tenías el primer Juzgado.
—San Pedro del Mar.
—Sí, eso, pues viene con su marido.
—¿López Mansur?
—Ajá.
—Los conozco poco, solamente de aquel verano, pero me parecieron muy simpáticos. Él bastante más listo que ella —hizo una pausa—. Y volviendo a lo de antes, tendríamos que averiguar lo que significa el cadáver en el montículo.
—Y el cura es el padre Vitores. Lo debiste de conocer cuando venías a casa, muy amigo de la familia. Era el confesor de mamá, pero es un poco mayor que nosotras.
—Me he debido de meter en terreno pantanoso, ¿no? —comentó Mariana con toda intención.
—No sé si he metido la pata, Mariana —confesó Amelia de repente—. Tendríamos que haber cambiado el emplazamiento de la boda, pero estaba todo hecho y la sola idea me agobiaba también, así que pensé que lo mejor era hacer como si nada. ¿Tú crees que se hablará de ello?
Mariana sonrió a su amiga con indulgencia.
—¿Del cadáver? No lo creo; por lo menos, no en voz alta. ¿Te preocupa mucho? ¿Sabes algo de la investigación?
—Ni idea; eso es cosa de la Guardia Civil. Yo lo único que quiero es que no lo remuevan todo.
—Es decir, que estás preocupada.
—No es agradable, la verdad.
—Y a Rodolfo ¿cómo lo ven tus hermanos?
—Bien. ¿Cómo lo iban a ver?
—Ya.