Marcos Fombona, que se había detenido para enjugarse el sudor, echó a andar detrás del maestro de obras. El sol calentaba fuerte y desde que abandonaron la protección de los árboles del jardín lo sentía como si le pasara una mano por el cuerpo. Mientras caminaba pensó en los hombres que trabajaban en la explanación, todos ellos desnudos de cintura para arriba con excepción del que lo acompañaba ahora, e imaginó cómo se desarrollaba en ellos un cáncer de piel. Sus torsos, a lo lejos, brillaban como cuero nuevo. «Si el verano sigue así —pensó después—, se adelantará la vendimia». No le gustaba la idea de que coincidieran la vendimia y la boda de su hermana porque, aunque los terrenos estaban perfectamente delimitados, no era conveniente mezclar una cosa con la otra. Los invitados suelen ser curiosos e inconscientes, aunque Amelia había aceptado reducir el número tras la muerte de su madre.
Entonces, repentinamente, recordó a lo que iba y se detuvo. ¿Un muerto?
—Oiga, Damián, ¿qué es eso de un muerto?
—Lo que oye usted. Ahora va a verlo.
—Pero ¿qué es? ¿Animal o persona?
—Un humano. Un humano.
Marcos echó la mirada adelante, contempló el grupo a lo lejos y, luego de unos segundos, reanudó la marcha hacia ellos.
¿Qué era eso de un muerto en la propiedad? Se trataría de los restos de alguien que estuvo allí antes que ellos, es decir, antes que su abuela; quién sabe de qué manos venía la finca. Lo fastidioso era que si, en efecto, se trataba de restos humanos, habría que detener la obra y avisar a alguien, a la Guardia Civil, supuso, antes de continuar explanando. La sola idea de que le paralizaran la obra, aunque fuera provisionalmente, le hizo sudar tanto como la solanera que le caía encima. El pabellón y la terraza, aparte de su interés personal por ganar aquel terreno por comodidad y utilidad, eran además piezas decisivas en la configuración de la boda a los ojos de su hermana. ¿Qué se puede hacer con unos restos humanos antiguos? ¿Darles simple sepultura? ¿Y si decidían excavar en el montículo y los alrededores por si encontraban más restos? O si aquello tenía un valor arqueológico. La verdad es que le parecía un incordio. Tanto que pensó por un momento si no debería deshacerse de ellos. Total: ¿quién lo iba a saber?
—¿Usted sabe qué hay que hacer en estos casos, Damián?
—Digo yo que dar aviso a la Guardia Civil.
—Pues estamos buenos.
—Na, cuestión de un día. Por ahí aparecen de vez en cuando cosas que hasta las encuentran los chiquillos. Vienen de la guerra, ¿sabe usted?
Marcos se tranquilizó un tanto y siguieron avanzando. Al llegar hasta ellos, los obreros se apartaron y lo que era bulla y discusión de todos a la vez se convirtió en silencio.
—Ahí lo tiene usted. No me diga que no es peculiar.
Marcos contempló el esqueleto que emergía de la tierra. Tan sólo tenía descubiertos la cabeza y los brazos, pero en seguida se dio cuenta de que se trataba de un hallazgo singular. En efecto: las dos manos estaban unidas en actitud oratoria. La sorpresa lo paralizó unos instantes. Luego su gesto pasó del asombro a la curiosidad; se inclinó sobre el cadáver y, de inmediato, se echó atrás, como si temiera pisarlo.
—¿Lo han movido al descubrirlo? —preguntó. Un coro de voces apagadas negó.
—En cuanto que asomó la cabeza lo escarbamos con las manos —dijo uno de ellos.
—Estaban abriendo una zanja a brazo y lo toparon —añadió el maestro de obras.
—¿Tienen una escobilla o algo similar por ahí? —pidió Marcos.
Uno de los hombres se separó del grupo y regresó al punto con un cepillo de escoba muy desgastado. Marcos lo tomó y, con extremo cuidado, empezó a limpiar la tierra para hacer asomar los huesos. El maestro de obras apareció a su lado con una escobilla y empezó a ayudarlo mientras los demás, a una orden suya, ensanchaban el círculo.
Cuando empezó aquella lenta y cuidadosa operación, ni por un momento llegó Marcos a suponer lo que le esperaba bajo tierra. Al parecer, uno de los hombres metió la azada para tantear el terreno y al topar con algo duro se dejó llevar por la curiosidad y escarbó un poco para ver de qué se trataba. Eso fue lo que evitó que las máquinas destrozaran el esqueleto y cada una de las partes saliera por su lado, con lo que se habría perdido el aspecto más extraordinario del descubrimiento. También ayudó que la explanación estaba a punto de acabarse y ya habían recortado tierra suficiente de lo que antes era un montículo como para establecer la superficie bajo la cual cimentarían la construcción. La parte donde yacía el cadáver estaba donde debería ir el pabellón, es decir, retranqueado respecto de lo que sería la terraza. La vista al valle, una llanura en realidad, era desde allí impresionante: se extendía hacia abajo al encuentro del río que lo surcaba y luego se perdía en el horizonte, a los pies de una línea de colinas lejanas.
Los hombres asistían en silencio y con extrema atención al paciente trabajo de Marcos y Damián, pero cuando quedó al descubierto la articulación de una de las rodillas no pudieron ahogar una exclamación de sorpresa: en efecto, la rodilla derecha estaba flexionada a la altura de las costillas, que ya aparecían descubiertas. La articulación de la segunda rodilla apareció al cabo de no pocos esfuerzos y con el esqueleto descubierto al completo. Entonces la sorpresa se convirtió en asombro y, a juzgar por el rumor de sonidos inarticulados que corrió entre ellos, un asombro que los llenaba de inquietud y temor a la vez. La rodilla flexionada apoyaba el pie en tierra, pero la otra estaba hincada en el suelo o en lo que, para explicar la postura, podría definirse como suelo, pues lo cierto es que aparecía acostado. Pero la imagen era nítida: el cadáver se mostraba rendido y arrodillado y con las manos en actitud suplicante.
—Yo creo que este hombre murió pidiendo perdón —musitó el maestro de obras.
—No —objetó Marcos sin acabar de salir de su estupor—, yo no diría que murió pidiendo perdón. Yo diría —precisó— que lo enterraron pidiendo perdón.