Amelia, la única hija de Elena Villacruz, se casó muy joven, con veinte años de edad. Su mejor amiga y compañera de estudios en aquel entonces se llamaba Mariana de Marco. Estaban tan unidas que incluso iniciaron sus respectivos noviazgos al mismo tiempo, a los dieciocho años; el de Mariana fue con el hermano de Amelia. Esta última abandonó de inmediato los estudios de Derecho al casarse pero, aunque se convirtió en una mujer dedicada a su casa, todo lo contrario que Mariana, no perdieron la amistad. Mariana continuó en la Universidad hasta licenciarse en Derecho y ambas siguieron viéndose, pero de otro modo, porque a pesar de todo sus respectivas situaciones personales las distanciaban un tanto. No se perdió el afecto, pero sí disminuyeron las ocasiones de trato. Mariana acabó por casarse con un compañero de Facultad que estaba en el último curso cuando ella aprobó el primero y la distancia aumentó. Tiempo después, Mariana se divorció de su marido de manera dolorosa y con grave costo afectivo y personal. Amelia, a su vez, perdió a su marido en un accidente de automóvil. Amelia tenía una niña, la pequeña Meli. Mariana, por el contrario, se hallaba muy herida personal y profesionalmente y no tenía hijos. Se reencontraron y, aunque sus vidas ya eran bien distintas por entonces, comprobaron que el lazo de cariño no se había desanudado. Y continuaron viéndose. Ahora, Amelia, nieta única de Hélène Giraud, se disponía a contraer matrimonio por segunda vez con el nieto del administrador Ruz, Rodolfo. Así pues, como si de una jugarreta del destino se tratara, de nuevo la vida de una Villacruz se cruzaba con la de un Ruz. Nadie, con la excepción de Amelia, veía con simpatía el enlace aunque, con el tiempo, los antiguos rencores se habían difuminado entre los hijos.

—Y ahora tengo una hija que afortunadamente no ha decidido hacer la misma estupidez que yo, o sea, casarse con veinte años, sino vivir su vida. Es todo un carácter, como mi madre —dijo Amelia. Estaban en el salón de su casa de Madrid, dos días antes de la boda, y Mariana acababa de llegar.

—Bueno… —consideró Mariana—, tu madre era de armas tomar, reconócelo, así que a Meli le irá bien en la vida. Tú te casaste a los veinte con un señor que te llevaba quince años.

—Pues Rodolfo, sin embargo, tiene nuestra edad. Ya ves qué cambios.

—Era compañero mío en la Facultad, no te lo pierdas —dijo Mariana.

—Mi madre le tenía recelo porque…, bueno, porque se lo tenía a todo lo que se llamase Ruz. Cosas de familia. Supongo que también apreciaba a su padre después de todo. No al abuelo, pero sí al padre, que era un desdichado, pobre. Claro que, habiendo lo que había detrás… Total, que Meli está estudiando Empresariales y, con lo decidida que es, seguro que le va de cine. Está encantada de que me case, yo creo que piensa que la voy a dejar por fin en paz. A mí lo que me agobia es la boda tan cerca de la muerte de mamá, pero ya estaba decidida y no quiero esperar más.

—Debió de ser terrible entrar en su casa y encontrártela allí, sin vida…

—Horrible. No te lo puedes imaginar. Menos mal que Rodolfo venía conmigo. Ese día habíamos estado almorzando los dos y luego él se fue a lo suyo y yo de compras con una amiga y luego nos encontramos en el Saint Paddy…, bueno, en un bar al que vamos a menudo, y desde allí nos fuimos a casa de mi madre y…, mira, prefiero no contártelo porque me deprimo. Por eso pienso a veces si la boda no está demasiado cercana…

—Amelia, no te obsesiones con eso. Es durísimo perder a tu madre así, de repente, pero es la vida también. Tú, ahora, te ocupas de vivir y en tu vida lo más importante en estos momentos es tu boda.

—Lo sé. Lo sé. Si ya sé que son prejuicios.

—Eso es: prejuicios —dijo Mariana con firmeza.

—La pobre. Nos había convocado a todos los hermanos al día siguiente, que era lunes. Mira que es mala suerte. Los domingos eran los únicos días que se quedaba sola; por eso me acercaba a verla, ya que estábamos cerca. Pobre mamá. Y no sé qué es lo que quería decirnos con una cita tan solemne.

—¿No tenéis ni idea?

—Nada de nada. Pero yo lo que quiero es estar ya casada con Rodolfo de una vez. Me hace mucha falta.

—Oye, que no estamos en tiempos de alargar lutos. Te afecta ahora y te afectaría más tarde. No le des más vueltas. Ahora lo ves encima y te da cosa, cómo no te va a dar, pero pasado mañana empiezas otra vida. Por cierto, ¿a qué se dedica Rodolfo?

—¿Rodolfo? Pues a sus negocios. Son variables, negocios varios. Ahora es socio de un restaurante con otros dos amigos. También es asesor de un grupo de hostelería, no me preguntes cuál. En fin, cosas diversas, siempre está de aquí para allá.

—Espero que no te maree mucho.

—Si yo hubiese terminado Derecho como tú o alguna otra cosa, no sé… —siempre que iniciaba esta lamentación, Mariana pensaba en la capacidad de engañarse que tenía la gente.

—Podrías ser una jurista divorciada y sin pareja como yo —dijo con buen humor.

—A ti te gusta lo que haces y eso, además, te da independencia. Yo dependía de la jefa, que era un hueso, y luego del pesado de mi marido y ahora me aburro.

—No me lo creo.

—En serio: me aburro.

—Vaya —comentó Mariana disponiéndose a cambiar de conversación—. Y dime, ¿qué se siente cuando una cae loca de amor por uno de su quinta?