Elena nunca volvió a saber de Rufino Ruz. Él y su hijo, ya casado, se instalaron en San Sebastián. Sólo una vez, tiempo después, coincidió en Madrid con el hijo en una recepción; hablaron y ella lo trató con amabilidad, lo que sorprendió a ambos, si bien a cada uno de manera diferente, pero manifestó al menos una apariencia de relajación. El joven Ruz se casó con una muchacha francesa a la que conoció en Bayonne y con la que tuvo dos hijos. El mayor, Roberto, tenía muchos amigos y era popular entre sus compañeros. El pequeño, Rodolfo, era más guapo y más escondido, como los padres. Para entonces el abuelo ya había fallecido, el hijo atendía el negocio heredado del padre y su mujer sólo salía de casa para compras diversas, por asuntos religiosos (ambos eran personas devotas, aunque él se estaba volviendo particularmente escrupuloso) y para dar un paseo con su marido a media tarde. Los domingos iban juntos a misa y volvían a casa con una docena de churros colgando de una varilla de junco enlazada.

El fallecimiento del abuelo no fue tal en realidad. De hecho, desapareció. Un día salió para Madrid acompañado por el hijo y no se volvió a saber más de él. Se encontraba mal de salud y, aunque no quiso darle importancia en casa, el viaje escondía, en realidad, la visita a un renombrado especialista, pero ni siquiera llegó a su consulta. Sencillamente, se perdió por las calles de Madrid y por más que intentaron localizarlo con ayuda de la policía, no hubo manera. Como estaba afectado de senilidad, debió de ponerse en marcha sin saber quién era y dónde se hallaba. Buscaron en todos los lugares de los que el hijo tenía memoria, pues conjeturaban que, aunque hubiera perdido la cabeza, trataría de dirigirse a algún sitio que recordase pero el rastreo no arrojó ninguna luz sobre su paradero. Al cabo de dos semanas, el hijo dejó por imposible la búsqueda, tomó su coche y regresó a San Sebastián dejando el asunto en manos de la policía, aunque periódicamente recabara información. Las indagaciones llegaron finalmente a un punto muerto y el expediente quedó a la espera de que alguna vez se pudiera retomar la pista.

En 1955, pues, habían nacido los gemelos de Elena y Eugenio, Amelia y Marcos. Para entonces Eugenio, que gracias al dinero recuperado por Elena se había dedicado a lo que realmente le apetecía, la explotación de la finca, tenía ya el viñedo a pleno rendimiento y vivía en ella la mayor parte de la semana, mientras que Elena permanecía en la ciudad por un acuerdo de conveniencia. Eugenio, con cierta simpleza, creyó que la vida en la finca se cerraría gratamente en torno a ellos manteniendo algunos compromisos sociales bien ineludibles, bien gratificantes. También nacieron en ese mismo año Rodolfo Ruz y Mariana de Marco. Y lo cierto es que el hijo del administrador pareció revivir con la llegada del pequeño Rodolfo. De hecho, había empezado a padecer procesos alucinatorios a consecuencia de la misteriosa desaparición del padre. A su memoria acudía otra desaparición, la de Cirilo Villacruz, de quien siempre tuvo la imagen, desde niño, de un personaje secuestrado en la selva por una tribu de salvajes que lo habían retirado de la civilización y obligado a comportarse como ellos, y alucinaba imaginando los sufrimientos del pobre Cirilo sabiéndose condenado a vivir por siempre lejos de sus orígenes, de su familia y de su patria. Su esposa se dio cuenta de que estaba perdiendo la razón porque en ocasiones confundía a su propio padre con Cirilo Villacruz, pero la intervención de un conocido psiquiatra de San Sebastián tuvo como efecto que se ampliasen sus procesos de lucidez y tranquilidad y en ellos acabó jugando un papel trascendental el pequeño Rodolfo, que se convertía así en una especie de portador de terapia de excelentes efectos, si no curativos, al menos estabilizadores. Y como si el hijo se diera cuenta de su papel, también él a su vez resignaba su actividad en favor de la salud del padre y del consuelo de la madre. El niño empezó entonces a adquirir una curiosa costumbre: era tímido y retraído en el colegio y muy inventivo en el trato con sus padres y en sus propios juegos, como si un sexto sentido le advirtiese de cuándo debía comportarse de una manera y cuándo de otra. El propio psiquiatra, que constató su hiperactividad imaginativa, consideró su caso como un fenómeno interesante de acomodación del carácter a los distintos estímulos de su entorno cercano.