Tras la capitulación alemana en Mayo de 1945, España quedó aislada del mundo. Elena Villacruz, que cumplía ese año los treinta años de edad, resolvió casarse con Eugenio Fombona, un joven ingeniero agrónomo. Era una edad tardía para las costumbres de la época, pero en seguida tuvieron descendencia: al año nació Alfredo, el primogénito, y Joaquín, el segundón, un año después; tras los dos nacimientos se produjo una tregua que todo el entorno familiar dio por definitiva; sin embargo, y por sorpresa, Elena se quedó embarazada en 1954 y al año siguiente nacieron los gemelos. En opinión de Monsieur Giraud, se había corrido un riesgo innecesario, propio de personas de escasa formación, y lo cierto es que Elena no las tuvo todas consigo hasta que vio a los bebés en perfecto estado de salud. La familia española, en cambio, muy a la española, lo consideró un milagro. Ese año cumplía Elena los cuarenta. Los gemelos fueron bautizados con los nombres de Amelia y Marcos.

La boda con Eugenio Fombona tuvo una parte de atracción y otra de conveniencia. Elena cumplía ese año una edad considerada entonces de solterona. Es cierto que Eugenio la cortejaba con la decidida intención de casarse con ella y que la amaba o creía amarla, pero en cuanto a ella, a juzgar por el posterior desarrollo del matrimonio, es muy probable que antepusiera la seguridad y el confort al cariño aunque sin prescindir de este último, porque el joven le hacía gracia, al menos en los primeros años. Eugenio, que ya desde el fin de sus estudios estuvo metido en negocios por presiones familiares, se fue ahogando paulatinamente en ellos hasta verse pronto abocado a una situación en la que se demostró en definitiva que ni sabía manejarse en ese terreno ni lo conseguiría nunca. Fue una mala época en la que el deterioro, si no bordeó la catástrofe, se debió a los recursos económicos de la familia Fombona, recursos que Elena detestaba recibir porque, una vez más, la colocaban en una clara posición de inferioridad.

Gonzalo Villacruz murió en 1947, en Lausanne, dejando el resto de una herencia, menor y seriamente mermada por sus años de retiro inane en Suiza, a la familia Villacruz. A Elena le correspondió una parte simbólica y, rencorosa como era, se dedicó a descargar su furia sobre la memoria del difunto y, al paso, sobre la inutilidad manifiesta de su marido para hacer dinero. Además, el nacimiento de su segundo hijo amenazaba con reducir considerablemente el mantenimiento de su posición, por lo que es razonable situar en este año el primer desencuentro matrimonial: los hijos dejaban de ser un factor de unión para convertirse en una carga añadida al precario estado de sus finanzas. Y así continuó desgastándose moderadamente la convivencia de ambos hasta que tres años más tarde Elena recibió una noticia asombrosa.

La comunicación llegaba a sus manos por medio de una firma de abogados españoles y procedía originariamente de un banco suizo. En ella se le notificaba que había una cantidad exorbitante de oro y valores depositada a su nombre, una cantidad que, pasados los primeros momentos de estupor y habiéndola evaluado cuidadosamente, bien podría pertenecer a lo que siempre había ella oído decir en casa que era la fortuna desaparecida de su madre. Sin duda, el valor actual debía de ser superior al depósito originario, pero aunque éste no representara el valor total de lo robado, tuvo que ser al menos la mitad del mismo.

El valor actual del legado no era superior al depósito originario, por lo que, teniendo en cuenta que debió de generar sustanciosos intereses, mientras permaneció depositado, todo hace pensar que el depósito originario no era el total del oro desaparecido. Alguien se había quedado con una parte, quizá la mitad.

La asombrosa vuelta a la escena de la fortuna de Hélène no sólo intrigó a los Villacruz y a los Giraud, sino que empezó a cambiar las hipótesis que hasta entonces se habían mantenido acerca de la identidad del autor del robo. El misterioso saqueo del escondite en la finca de Hélène se convertía ahora en un misterio sobre otro. La misma Elena quedó sumida en la perplejidad. Como primera medida quedaba excluida la posibilidad de que el oro desapareciera por causas azarosas debidas al tiempo de guerra. El oro, ahora ya era evidente, fue retirado por alguien que depositó una parte importante del mismo en Suiza a nombre de Elena Villacruz. ¿Quién? ¿Por qué? Detrás venía la reconsideración de los más probables autores. ¿Acaso su padre, Cirilo Villacruz, que había cargado con las sospechas más acentuadas, era una víctima inocente? ¿Y el administrador, de quien se dijo que el dinero que parecía manejar tan pródigamente procedía del hurto del oro? Solamente ellos dos, aparte de su madre y de Gonzalo, conocían el escondite. Pero su madre y Gonzalo habían muerto.