Una noche de Mayo en la que el cielo se mostraba nítida y profusamente estrellado, Elena, que había salido a pasear delante de la casa para disfrutar de la grata temperatura exterior, escuchó voces procedentes de la planta alta que atrajeron de inmediato su atención. Ella había llegado la tarde del día anterior para acompañar a su madre con la intención de regresar dos días después a Madrid. Lo que la puso en alerta fue el tono en que se expresaban, pues siendo bajo con el propósito claro de no llamar la atención, transmitía a pesar de ello una fuerte excitación que, precisamente por lo contenido del tono, resultaba dolorosa. ¿Qué estaba sucediendo entre su madre y el administrador? Hasta ese momento no había advertido aspereza alguna en sus relaciones, más bien lo contrario: la suya era una relación consentidamente blanda por ambas partes; en el caso de su madre, debido a su cada vez más pronunciada languidez y, en el del administrador, a una especie de adoración más propia de un admirador rendido que de un hombre metido en la trifulca de la vida. Era evidente que estaban discutiendo; sin embargo, por más que aguzaba el oído no lograba entender palabra. En vista de lo cual decidió alejarse de la casa, pues la escena le incomodaba.

Avanzó unos pasos, lentamente, como si deseara tantear el lugar en que la conversación fuera inaudible pero le permitiera quedar al abrigo de la casa. El cielo oscuro y plagado de estrellas parecía recién lavado. Luego recordaría que sintió el frescor de un primer escalofrío, pero en ese momento lo atribuyó al efecto del largo grito que desgarró la noche y le heló el corazón en un primer momento, antes de que se le desbocara en el pecho porque esa voz la reconoció al instante. Sin ser consciente aún de ello, se giró hacia la casa. Por un momento, mientras recobraba la conciencia de realidad, deseó no haberlo escuchado. Era un grito de muerte y así lo sintió.

Elena salvó de tres en tres los escalones que conducían a la planta alta, atravesó a la carrera el salón de estar, cruzó la antecámara del dormitorio y allí, en el umbral, se detuvo de golpe ante la escena que se ofrecía a sus ojos. Hélène yacía sobre la cama con la cabeza vuelta hacia ella, los ojos abiertos y un brazo colgando fuera del lecho; el administrador, de espaldas y arrodillado, con el rostro oculto en su seno, sollozaba desconsolado. Elena, tras unos segundos de vacilación, llamó inútilmente a su madre y, acto seguido, como si comprendiera de pronto lo absurdo de su reacción, se abalanzó sobre ella, tomó su cara entre las manos, echó a un lado al administrador y le buscó el pulso ansiosamente. Rufino, que se había aferrado a las piernas de Hélène al ser desplazado, murmuraba una especie de letanía ininteligible.

Elena, exasperada, se levantó de golpe y corrió a la escalera llamando a voces a la criada, que apareció justo en ese instante en el vestíbulo; al guardés, que ya acudía por el exterior, seguido de su esposa, lo envió a caballo, tal y como venía medio vestido, en busca del médico. Hasta que volvió con él, la casa fue un desconcierto. El administrador se había encerrado en su gabinete. Las mujeres sollozaban y se tropezaban unas con otras. Elena, comprendiendo lo peor, permanecía junto a su madre sin perder el temple, pero con la sensación de que el tiempo transcurría fuera del mundo y no dentro de él. Finalmente el médico no pudo hacer más que certificar la defunción de Hélène Giraud por parada cardíaca. El resto de la noche se ocupó en montar la capilla ardiente en la iglesia que la casa tenía adosada a un extremo y en contactar con la familia desde la centralita del pueblo cercano.

A lo largo de la mañana siguiente, los familiares y conocidos, el alcalde del pueblo, el cura y algún vecino de las fincas aledañas se fueron acercando a dar el pésame mientras se organizaba el sepelio. También llegó el hijo del administrador desde Madrid en busca de su padre, que seguía encerrado en su gabinete y al que costó dios y ayuda hacerle abrir la puerta. Elena no quiso ni asomarse a verlo y dejó con él a su hijo; ambos representaban para ella la imagen del empleado vil y su cría siempre rondando el dinero del amo entre la zalema y la codicia. Era esa condición inferior asumida, pero pronta a saltar sobre cualquier despojo, la que se reflejaba en sus ojos, en el color de su piel y en su manera de vestir: una perfidia gris de olor penetrante. La conquista y posesión de su madre los hacía particularmente odiosos a Elena y nunca y bajo ningún pretexto había aceptado el menor contacto que no fuera el prescrito por la buena educación en cada caso, a lo que habría de añadirse el deseo de no contrariar a su madre. Lo que almacenaba el corazón de Elena respecto a ellos era una pura acumulación de rencor sólo rebajada por la distancia, pero ese rencor acababa de transformarse en odio, un odio cuyo previsible estallido a duras penas quedaba contenido por las maneras de comportamiento que aprendiera desde niña.

Al cabo de veinticuatro horas angustiosas, Elena le abordó sin preámbulos.

—Veo que no tienes nada que decirme —le espetó en la mañana del siguiente día, ante el desayuno. Él levantó la cabeza hacia ella conteniendo un estremecimiento.

—Nada —dijo.

—Así que mi madre muere tras una discusión contigo y tú no tienes nada que decirme —insistió ella conteniendo la mezcla de ira y desprecio que había acumulado en los días anteriores.

El administrador bajó la cabeza y se refugió en su taza de café. Su hijo había empalidecido aún más de lo que ya era natural en él; su aspecto era terrible: descompuesto y con el rostro oculto entre las manos, arrodillado junto a su padre en un evidente estado de desesperación, parecía reclamar un gesto que no llegaba. Su imagen, mezcla de horror y desamparo, era espantosa. Ni el peor de los pecados habría podido aterrarle más.

Elena lanzó una mirada de desprecio sobre su padrastro e insistió con furor:

—¿No tienes nada que decirme?

El hombre seguía con la cabeza inclinada ante la taza, que rodeaba con sus manos. Por su actitud, se diría que esperaba un golpe de castigo y lo aceptaba, que sólo estaba aguardando el momento en que se descargaría sobre él.

—¡Fuera de esta casa! —exclamó Elena, y al ver que el hombre no se inmutaba, se dirigió a su hijo—: Te hago responsable de que saques de aquí a tu padre en cuanto podáis recoger lo que es vuestro. Yo me vuelvo a Madrid ahora mismo porque no soporto compartir este techo ni un minuto más. La semana próxima, cuando vuelva, quiero ver la casa vacía. Creo que he hablado con toda claridad.

Elena salió del comedor, pidió al guardés que enganchase el calesín con que se desplazaban hasta el pueblo y subió a recoger sus cosas. Enterrada su madre en la cripta de la propia iglesia, nada le quedaba por hacer. Durante una hora estuvo recogiendo y ordenando la habitación hasta que la avisaron de que el coche estaba listo. Más calmada, pero no arrepentida, salió hacia el pueblo en busca del taxi que la llevaría a Madrid. Había asimilado el suceso con entereza y con una pena creciente de la que participaba también la poca atención que había dedicado a su madre en los últimos años, prácticamente desde que se instalara en París con su tío. Sin embargo, la imagen del administrador mudo de dolor y la del hijo a su lado, en pie, temblando de vergüenza y apresurándose a asegurar que abandonarían la casa inmediatamente, le hacía daño y esta evidencia, a su vez, redoblaba en ella un desprecio insuperable.