A principios de los años cuarenta, Madrid se convirtió en una ciudad cosmopolita como nunca antes lo había sido, bien que esto sucedía tan sólo entre la clase alta, pues la devastación a que la guerra redujo al país y la hambruna y el miedo que se extendieron por toda la geografía española también se manifestaban en la capital. Fueron unos años, los de la Segunda Guerra Mundial, en que la ciudad estuvo llena de refugiados, políticos, diplomáticos, espías y aristócratas de medio mundo. Los elegantes, al salir de las fiestas, mientras aguardaban el momento de retirarse en sus vehículos rumbo a sus casas, hoteles o embajadas, solían encontrar a menudo grupos de menesterosos a la intemperie que imploraban una moneda o un socorro. Era una escena que parecía teatral y fantasmal a la vez, como si de pronto, al abrirse una puerta de algún palacete al exterior, una luz traspasara las sombras de la noche y un alegre bullicio de risas y voces se dejase escuchar por unos momentos en la calle antes de que el silencio y la oscuridad se restablecieran y sólo el ruido del automóvil que partía dejara su estela sobre los desamparados que aguardaban, pacientes y resignados, alguna clase de limosna de los señores que acompañaban a las damas.
Elena Villacruz había entrado en España a petición de su madre, que le exigía que se retirase del campo de batalla —y Francia lo era en aquellos momentos— tal como ella misma hiciera durante la guerra de 1914-1918. Elena tampoco tenía mucho que hacer en París en aquellas circunstancias y prefirió no desairar a Hélène, que se instaló en la finca de Toledo con la joven y con su nuevo marido, aunque Ruz pasaba más tiempo en Madrid, por razón de sus negocios, que en el campo toledano. El hijo de Ruz, licenciado como alférez, regresó con su padre a la oficina que éste abrió en la capital. Elena contactó en seguida con sus primas de Madrid y, al cabo de un par de meses, cuando comprobó que su madre se encontraba bien atendida, se instaló en casa de sus tías y en la vida madrileña. Hélène se había convertido en un ser lánguido, caprichoso y un tanto hipocondríaco, que se ocupaba tan sólo del mundo en torno a sí misma. Elena pronto se aburrió de estar con ella todo el día, pues las ocupaciones de la finca apenas la distraían, y eso fue lo que la empujó a vivir en Madrid y compensar a su madre con visitas frecuentes que le servían a la vez de descanso. En realidad, el mal que había acabado atacando a Hélène era la pereza y su vida era una vida de soledad y hastío a la que terminó por acomodarse de una manera casi viciosa. Elena, que se desesperaba con la actitud de su madre desde que cayera bajo la influencia del administrador, acabó por aceptarla. Las discusiones entre hija y madre —que eran más bien monólogos de reproche de la una frente a la resistencia pasiva de la otra— terminaron el día en que Elena decidió que la actitud de su madre no merecía un solo desencuentro más. Ella la quería a su modo, por más encerrada en su mundo ególatra que estuviera, y descubrió que dejar las cosas como estaban y aceptar la situación le producía, en vez de la constante sangría emocional que alimentaba su exigencia, una tranquilidad exenta de culpa. Porque, como al final se reconoció a sí misma, lo que realmente la abrumaba era un indisimulable sentido de culpa por permitir que su madre se hundiera en el estado de progresivo aturdimiento en que se encontraba sumida, al que no debía de ser ajeno el uso de algunos medicamentos que prefirió no investigar.
Así transcurrieron dos largos años. La guerra mundial parecía no acabar nunca y, además, para Elena se había convertido en un acontecimiento lejano, un escenario de fondo ligeramente iluminado por el resplandor de las discusiones entre aliadófilos y germanófilos.