Hélène Giraud regresó con su hija Elena a Biarritz, vendió la finca y adquirió una pequeña villa donde se refugió y se dedicó a cuidar, mimar y educar a su pequeña. Elena Villacruz creció entre caprichos y rabietas con el consentimiento de su madre; ésta mantenía una melancólica disposición de ánimo que sólo se aclaraba de año en año con la llegada de la primavera. Entonces su mejor carácter salía a la luz, tomaba las riendas de la casa, participaba en actos sociales y corregía con firmeza la indisciplina de su hija. Después, a medio verano, la melancolía comenzaba a hacer presa en ella y a las puertas de Septiembre se retiraba a su casa y enterraba su mundanidad. Así fueron pasando los años mientras Elena crecía y mostraba ya abiertamente su firmeza de carácter y una cierta dureza de corazón, producto quizá de la extraña vida que llevaba con su madre —hacia quien, sin embargo, desarrolló apenas tuvo edad suficiente un fuerte instinto de protección— y de la monotonía provinciana en que se veía obligada a desenvolverse. Las atenciones de Monsieur Giraud le procuraron algunas escapadas a París coincidiendo con sus vacaciones y allí, libre del peso de Hélène y de la vida monótona, disfrutaba fervorosamente de cuanto estímulo se ponía a su alcance. Poco a poco fue desarrollando una suerte de egoísmo que sólo afectaba parcialmente a su madre, por la que sentía adoración y por la que, en el fondo, seguía desoyendo las invitaciones de su tío a vivir con ellos y estudiar en la capital.

Sin embargo, un acontecimiento vino a cambiar las cosas. El administrador español, el tercero de los partícipes en el enterramiento del oro, que había logrado quedar fuera de sospecha, solía despachar con Hélène de tanto en tanto, coincidiendo siempre con sus viajes a San Sebastián por los asuntos de negocios de Gonzalo Villacruz. De hecho, tanto éste como el administrador volvieron a ser objeto de atención de la familia Giraud pues, descartado Cirilo por su mala situación, la duda los señalaba a ellos; sin embargo, ningún indicio de posesión del oro los delataba. En Madrid se daba por hecho entre los íntimos de la familia que Hélène acabaría casándose con Gonzalo, lo que ocasionaba tensiones y recelos con París; el asunto se dilataba, pero todo el mundo lo atribuía a la espera por la declaración oficial de viudedad.

En Madrid, del 13 al 14 de Abril de 1931 Gonzalo Villacruz no pegó ojo. Al día siguiente todas las informaciones que le llegaban eran, a más de incompletas, desesperanzadoras y confirmaban los peores augurios. Se estaba preparando la salida de Alfonso XIII, se hacían los últimos intentos de convocar unas Cortes Constituyentes, Romanones explicaba al Gobierno que era imposible resistir, miles de manifestantes recorrían la calle de Alcalá portando banderas republicanas. El pesimismo de Gonzalo Villacruz se hallaba en su punto álgido, pero sacó fuerzas de flaqueza y tomó la decisión de instalarse en Francia. La sombra de la Revolución rusa, que tanto le afectara desde que irrumpió en plena guerra mundial modificando la situación, pero, sobre todo, amenazando con una imagen de terror y desenfreno, le había vuelto radical y, al mismo tiempo, un tanto timorato. En aquellos momentos no quedaba mucho del hombre templado y curioso que había sido hasta entonces, interesado tanto en la Historia como en la Política.

Una vez en Francia, lo primero que hizo fue visitar a Hélène. Lo hizo acompañado por el administrador a sabiendas de que éste se encontraba en buenas relaciones con su cuñada y de que se ocupaba con interés y simpatía del modesto capital que ésta consiguiera salvar después de todos los desgraciados acontecimientos. Hélène lo recibió cariñosamente, lo que tuvo en él un efecto reparador. Su hija Elena Villacruz, que ya había cumplido dieciséis años, estudiaba en París y le pareció que, al preguntar por ella, Hélène se hacía la ofendida y desviaba la conversación. Se despidió cuando ya oscurecía y regresó solo porque el administrador se quedó a tratar algunos asuntos que, al parecer, estaban pendientes. No dejó de llamarle la atención este hecho.

Al final decidió dividir su vida entre San Sebastián y Bayonne. Un año después, todo su capital estaba fuera de España y él instalado provisionalmente en Bayonne. Y sólo entonces empezó a percatarse de algo que hasta entonces había pasado por alto. Ese algo era la presencia constante del administrador en Biarritz. Y aún más asombroso fue el descubrimiento de que donde estaba viviendo era nada menos que en la propia casa de Hélène Giraud. No sólo él; también su hijo, un joven con aspecto de poeta maldito y gesto asustadizo.

Si algo le faltaba a Gonzalo para que el mundo acabara por parecerle un lugar irreconocible y la vida un desatino, la confirmación de que el administrador Ruz y Hélène eran amantes obstruyó por completo su capacidad de comprensión. Por momentos empezó a creer que un hado fatal se cernía sobre él de manera implacable desde el comienzo del siglo. Si echaba la mirada atrás, lo único que veía era una especie de terrible negrura, de amenazante y devastadora tormenta que batía sobre su vida sin piedad ni reposo, desde la pérdida de Cuba hasta el horizonte republicano; una amenaza que se agitaba en su mente como las llamas de un fuego descontrolado agitan las sombras en una noche oscura. Espantado y solo, abandonó Bayonne y buscó reposo primero en Ginebra, luego en Lausanne, en una habitación de hotel, como si se tratara de un refugiado que lo ha perdido todo en cuanto a la satisfacción y el afecto y al que sólo le queda el consuelo de consumir lentamente su fortuna sin fuerzas ni deseos ni esperanza alguna.