Un mes más tarde, Cirilo reapareció. Se presentó en París, donde Hélène vivía poco menos que a expensas de su hermano, y fue directamente a verla. Lo que sucediera entre ellos es imposible de saber, pero lo cierto es que ella aceptó recibirlo. Cirilo se presentó con los bolsillos vacíos, imploró, juró que se hallaba en la ruina y que su hermano le negaba toda ayuda que no fuera la mínima para mantener el decoro del nombre familiar. Quién sabe con qué dotes de seducción y encanto personal se mostraría, el caso es que Hélène lo admitió en su casa, al menos temporalmente. ¿Significaba eso la exoneración de toda sospecha? ¿Estaba convencida de su inocencia? Desde luego, su actitud no parecía dejar lugar a dudas, como tampoco la falta de recursos económicos de quien todavía era su esposo. En todo caso, lo cierto es que unos días después de la llegada se produjo un suceso que acabaría resultando sumamente intrigante: ella hizo entrega a Cirilo de una carta sellada.
Una semana más tarde, los dos hermanos, Gonzalo y Cirilo, se encontraron en la costa francesa. El segundo se disponía a embarcar para Guadeloupe, en las Antillas. Era uno de esos días en los que el cielo gris parecía pegarse a los tejados de las casas y la humedad lo impregnaba todo, también el interior de la taberna donde acababan de almorzar.
—Lo único que me consuela en estos momentos —dijo Gonzalo tras pedir los cafés— es saber que ella te acepta de nuevo. No quiero saber dónde has estado hasta ahora ni lo que has hecho, pero quiero que me jures que tú no tocaste aquel oro.
—¿Acaso crees que me encontraría en la situación en que me encuentro si ese oro estuviera en mi poder? Mi querido hermano, eres un simple.
—Esa actitud es tan detestable como si lo hubieras robado, pero tengo que creerte.
—¿Robado? En todo caso ese dinero sería nuestro, de Hélène y mío; te recuerdo que seguimos unidos ante Dios y ante los hombres.
—Aborrezco tu cinismo —exclamó Gonzalo impotente—. Cambiemos de tema. ¿Cuándo piensas volver?
—En realidad sólo tengo que hacer un encargo. Hélène necesita una autorización complementaria de cierto oficial francés destinado en las colonias, a quien por lo visto entregó sus joyas por razones de seguridad para que las depositase en un banco de París.
—¿Y te envía a ti para conseguir esa autorización? ¿Qué oficial francés? —Gonzalo, desorientado, amontonó las preguntas.
—Soy su marido, hermano. ¿En quién iba a confiar más que en mí?
—¡Basta de impertinencias conmigo, Cirilo! Me parece sumamente extraño esto que me cuentas. No tenía noticias de ningún oficial francés.
—Querido mío, al parecer se trata de un chevalier servant de los años de Tánger, no me preguntes por algo por lo que yo no me he preguntado. Apenas cumpla mi misión estaré de vuelta. Esta carta —dijo sacando un sobre del bolsillo interior de su chaqueta— es la llave de toda la operación. Hélène necesita recuperar sus joyas porque su ridículo hermano la mantiene a sus expensas y, como es natural, ella lo soporta mal.
—¿Y te necesita a ti para hacerle llegar esa carta? ¿No puede enviarla por correo? —dijo Gonzalo, perplejo. ¿Acaso no sabía Cirilo que el oficial era o al menos había sido su amante? Por un momento se preguntó quién de los dos era más insensato, si Hélène o Cirilo.
—¿Tan mal te parece que confíe en mí? —comentó Cirilo—. Por favor…
Tres semanas después ocurrió la tragedia. Al parecer, pues la confusión sigue imperando, Cirilo se entrevistó con el oficial y es de suponer que hiciera entrega de la encomienda a su destinatario. La reacción de éste se desconoce, así como cualquier otro incidente habido entre ellos. Hasta donde se ha podido llegar a reconstruir el suceso no se encontró rastro de concesión alguna por parte del oficial respecto del encargo que llevaba Cirilo. Tampoco se encontró ninguna carta, llave o cualquier otro elemento que permitiera deducir que Cirilo cumplió con su cometido. Ella no quiso revelar nada acerca del contenido de la carta. En todo caso, hubo algo que llamó la atención de Gonzalo: el alivio que manifestó su cuñada al serle comunicado que no se halló rastro alguno de la carta. La desaparición de Cirilo fue, esta vez, definitiva y todas las pesquisas oficiales sobre su paradero resultaron vanas. El oficial se llevó el secreto a la tumba.
Y fue así porque murió violentamente. Su asistente contó después que dejó solos a los dos hombres y se retiró. No volvió a saber nada de ellos hasta que al cabo de un buen rato, alertado por el silencio, entró en el cuarto del oficial y lo encontró tendido sobre un gran charco de sangre. Lo habían atravesado con su propio sable.
Todo hace pensar que el autor material de la muerte fue Cirilo. ¿Cómo logró desarmar a su antagonista o hacerse con el sable para atravesarlo de parte a parte? La respuesta permanece en el misterio. Cirilo había practicado la esgrima, pero cabe suponer que su contrincante dominaba mejor ese arte y, sobre todo, era un militar avezado. La figura de Cirilo Villacruz se desvaneció en el Caribe antillano y nunca más se tuvo noticia suya. Cuando las investigaciones, tanto de la policía local de Basse-Terre como del ejército, se cerraron, sólo quedaron resueltos los aspectos externos del suceso, las circunstancias, el modus operandi, la cronología de los hechos, el informe forense…, pero el autor y los motivos permanecieron envueltos en la incertidumbre. Sólo Gonzalo Villacruz mantuvo durante algún tiempo la esperanza de que su hermano se encontrara vivo en algún lugar del continente americano.