Al término de la guerra, Hélène decidió volver a Francia cuanto antes tras los pasos de su amante. Deseaba reencontrarse con su hermano Antoine, su esposa y sus hijos y presentarles a la pequeña Elena. Además, tenía que desenterrar el oro. Y en cuanto a los pasos relativos a la recuperación de su situación financiera confiaba plenamente en Gonzalo Villacruz. Pero también lo necesitaba para otro asunto: no disponía del original del plano del tesoro, no lo encontró al salir de Tánger y no recordaba dónde pudo haberlo escondido, así que, ausente su marido, necesitaba a su cuñado para proceder a desenterrar el oro. Éste, siempre bien dispuesto, llamó al administrador Ruz para que los ayudase a localizar el escondite y Ruz acudió en cuanto le fue posible. A falta de plano, dos memorias recordarían mejor que una.
El edificio se encontraba en buenas condiciones y la finca, que durante la contienda quedó al cuidado del matrimonio que atendía habitualmente la casa, no había padecido abandono ni tampoco progreso. Hélène se instaló de paso en ella, al extremo de que ni siquiera desenfundó los muebles, un par de días antes de que llegaran los otros dos. Esos días tuvo una sensación insistente de provisionalidad. No durmió bien y el recuerdo del desaparecido Cirilo pareció deambular por la casa. Cuando llegaron Gonzalo y Rufino Ruz sintió alivio. Lo cierto era que en los dos últimos años la ausencia de Cirilo había ido convirtiéndose en olvido y, de pronto, la casa le devolvía su presencia y los amores vividos allí. Era una sensación inesperada la de comprender que, lejos de los brazos de su amante, echaba de menos a su marido.
Al atardecer del tercer día, los dos hombres y Hélène se reunieron en el jardín. Gonzalo estaba dudoso, pero el administrador pronto se situó sobre el terreno y señaló un punto en la tierra sin un titubeo y ambos empezaron a cavar. Echaban en falta a Cirilo, el más fuerte de los tres, y al caer la noche aún continuaban cavando. Hélène entraba y salía de la casa para cuidar de la niña, cada vez más impaciente, lo que producía ansiedad en los dos hombres.
Gonzalo Villacruz, que se había despojado de su camisa, clavó su pala en el montón de tierra removida que tenía a su espalda, sudoroso y agotado, y se dirigió al administrador:
—Escuche, Ruz, ¿está usted seguro de que éste era el lugar?
Rufino Ruz, con los pies hundidos en la zanja, levantó la vista hacia él y lo miró abatido.
—Yo juraría, señor Villacruz, que éste era el lugar. Me juego el cuello. Pero aquí no hay nada.
—Es posible que nos hayamos retranqueado unos metros —propuso Gonzalo.
—Es posible —admitió Ruz—, pero no lo creo.
—Esto es un disparate —murmuró Gonzalo con un deje de angustia en la voz.
—¿Qué es un disparate? —preguntó Hélène, que una vez más salía de la casa para seguir el curso de la excavación.
Hélène sufrió una crisis de histeria que la obligó a guardar cama por consejo médico. Gonzalo, estupefacto, se revolvía entre la incredulidad y la sospecha. Interrogó severamente al administrador respecto al lugar del enterramiento. ¿No podrían haberse equivocado al excavar? Al fin y al cabo habían transcurrido cuatro largos años y el natural descuido de la finca pudo haberlos despistado a la hora de fijar con exactitud el punto de enterramiento. El matrimonio encargado de mantener al mínimo la casa en ausencia de Hélène fue cuidadosamente investigado, se interrogó con absoluta discreción a los vecinos, se repasó con todo cuidado la aparición ocasional de cualquier trabajador (ya fuera fontanero, albañil, cartero…) que se hubiera acercado a la casa por cuestión de mantenimiento o servicios… Nada. Ni un rastro. Ni una anormalidad que hubiera llamado la atención. En vista de la situación, decidieron actuar a cara descubierta y contrataron a dos paleros para que ampliasen la búsqueda, que siguió durante tres días. Todo fue inútil. El oro se había esfumado y nadie que tuviese algún contacto o acceso casual a la finca mostraba el menor signo posterior de riqueza.
Aunque le costase reconocerlo, sólo dos candidatos se dibujaban claramente en el nefasto horizonte de la catástrofe: o el administrador o su hermano Cirilo. Del primero, dado su historial de servicios, no podía dudar sin que se derrumbara una confianza sustentada en la experiencia de muchos años, pero, aun así, lo investigó con la mayor discreción posible. En cuanto a su hermano, no quería ni considerarlo. Su desaparición se llenaba ahora de sospechas. El mundo de honor de Gonzalo Villacruz se venía abajo.
Hélène, desde que se repuso, no dudó un momento en atribuir el latrocinio a Cirilo. En realidad, ya a la mañana siguiente del horrible descubrimiento apenas salió de su dormitorio y, sin rastro alguno del ataque de llanto y nervios de la noche anterior, exigió la presencia de Cirilo a su cuñado o, de lo contrario, amenazó con informar inmediatamente a Monsieur Giraud, su hermano, de la situación.
—¡Y yo que le había echado de menos al volver aquí! —exclamaba con ira apenas contenida, una ira que principalmente la castigaba a ella. Gonzalo ya no sabía qué pensar.
Ahora, pues, la sola idea de que Cirilo se hubiera quedado con todo convertía a la encantadora joven en una fiera, lo que degradó también a Gonzalo, que así veía desmoronarse su vida y su concepto de familia conjuntamente. Hélène, cuando se serenaba, lo trataba con frialdad y eso le añadía una gran pesadumbre. Por si fuera poco, Cirilo seguía desaparecido. En Madrid no sabían nada de él. El administrador rondaba como un alma en pena, sin atreverse a alejarse ni a acercarse, temeroso de ser acusado por aquella mujer por la que, desde que la conoció, sentía una suprema debilidad. Ella se limitó a ignorarlo. Finalmente, Hélène no pudo más, abandonó la casa de Biarritz, se trasladó a París con su hija y allí informó a su hermano de cuanto había sucedido. Esto rompió definitivamente la relación entre los Giraud y los Villacruz. El desastre se había consumado.