—¡Es la guerra!

Hélène Giraud levantó la vista de su plato, cruzó los cubiertos sobre él, dirigió una mirada interrogante al autor de la exclamación y en seguida rompió a reír.

—Amigos, les digo a ustedes que esto es la guerra —insistió el hombre.

—Pero Gonzalo —Hélène habló con suave convicción—, siempre estás poniéndote en lo peor. ¿Cómo puedes decir eso con tanta seguridad?

La cena tenía lugar en una villa de Biarritz propiedad de la familia Giraud en la noche del 28 de junio de 1914. Esa misma tarde, poco después del mediodía, Gavrilo Princip, un hombre armado y entrenado por nacionalistas serbios, había disparado contra el archiduque Francisco Fernando y su esposa, matando a ambos. La información llegó a la villa cuando los invitados se encontraban tomando un aperitivo en el jardín mientras disfrutaban de la agradable temperatura nocturna propia del verano recién estrenado. Desde el primer momento, la noticia se adueñó de todas las conversaciones que, poco a poco, fueron confluyendo en una sola al sentarse a la mesa. El ambiente era de consternación, sorpresa y una cierta frivolidad. Solamente Gonzalo Villacruz y Monsieur Giraud mostraban una preocupación que chocaba con el ambiente relajado en que, pese a lo impactante de la noticia, se desarrollaba la reunión. De entre los comensales, destacaba por su locuacidad y verborrea Cirilo Villacruz, hermano menor de Gonzalo, pero nacido en Cuba y esposo de Hélène. De intento o por pura ligereza, lo cierto es que parecía dedicarse a abortar los esfuerzos que tanto Gonzalo como su cuñado hacían por llevar la conversación a las consecuencias del atentado; y por si fuera poco el desasosiego que ya de por sí manifestaba Gonzalo al verse interrumpido en un asunto que, a juzgar por su actitud, consideraba de la máxima prioridad, la propia Hélène daba la impresión de estar colaborando al boicot con una calculada ingenuidad.

—Amigos —Gonzalo volvió a la carga reclamando la atención de todos en un tono inequívocamente exigente y, cuando la obtuvo de nuevo de los presentes, insistió con un aire de afectada gravedad que a Hélène le sonó a dignidad ofendida—: Repito que estamos ante un hecho de nefastas consecuencias, mis queridos amigos, porque esto…, esto es la guerra.

—Exageras, Gonzalo, te encanta ser pesimista. No le hagáis caso —intervino Cirilo dirigiéndose a los demás—. Es una pose.

—Los austríacos —dijo Monsieur Giraud haciendo caso omiso de Cirilo Villacruz— no van a dudar en atribuir el crimen a Serbia. La relación entre Austria-Hungría y Serbia es muy tensa. La crisis de Bosnia no tiene salida para los austríacos sin un escarmiento a Serbia, que ha aumentado considerablemente su poder, algo intolerable. En fin, no estoy en desacuerdo con Gonzalo porque creo que la guerra es inevitable y no lo lamento, tal y como están las cosas.

—Es la guerra —insistió Gonzalo—. Austria arrastrará a Alemania, Rusia entrará en acción como aliada de los serbios, y los franceses, y también los británicos con ellos, y entonces… ¡Pum! ¡Adiós muy buenas! Toda Europa en pie de guerra. Una catástrofe.

Gonzalo Villacruz era un hombre de talante liberal y una cierta cultura, todo lo contrario de su hermano Cirilo, que era un vivalavirgen al que sólo le interesaban los caballos, las fiestas y las mujeres. A diferencia de Gonzalo, el primogénito de los Villacruz, una rancia familia castellana que se dedicaba al cuidado de sus fincas, Cirilo no tenía otros ingresos que los que constituían la renta que le dejara su abuela cubana, que era quien lo había mimado desde el principio, faltos de madre ambos hermanos. El padre, atento a preservar el patrimonio familiar, lo cual era norma irrevocable, había preferido ponerlo en manos de Gonzalo, de manera que Cirilo, para llevar el ritmo de vida que practicaba, tenía que acudir con creciente frecuencia al dinero de su mujer. Hélène Giraud, pese a su juventud, era una muchacha prematuramente desencantada del matrimonio y, a la vez, sometida a rachas de apasionamiento por su marido. La buena educación matizaba el desarreglo. Gonzalo, sabedor de la situación, hacía llegar también dinero a su hermano para cubrir las apariencias ante Monsieur Giraud, quien, desde luego, le hubiese antepuesto a Cirilo como cuñado; pero Hélène, siendo apenas una jovencita, había quedado prendada del pequeño y, siendo también caprichosa, casó con él sin atender a razones. Lo cierto es que en sociedad eran una pareja muy solicitada por la simpatía del uno y el encanto de la otra, pero Gonzalo, pesimista por naturaleza, dudaba del futuro de aquella relación. Además, no tenían hijos y él, soltero, tampoco, por lo que no dejaba de inquietarle el futuro de la familia. Sus esperanzas estaban puestas en un hipotético embarazo de Hélène.

—Pues cásate tú si tanto te importa la estirpe —terminaba diciéndole Cirilo cada vez que salía el tema a relucir.

Gonzalo, desconfiado y perfeccionista, se resistía.

—Antoine —dijo Hélène de pronto dirigiéndose a su hermano—, ¿no querrás decir que Francia va a entrar en guerra?

—Desgraciadamente, Hélène, como acabo de decir, temo que así sea. El conflicto parece inminente.

Hélène ahogó una exclamación y puso sus ojos en Gonzalo, en quien confiaba para los asuntos trascendentes. Éste entendió en seguida el mensaje de su cuñada y, apenas terminada la cena, mientras los invitados se dirigían al gran salón central de la casa, ambos se alejaron discretamente hacia un extremo de la rotonda que se abría al jardín. Cirilo los vio tomar asiento en un canapé iluminado tan sólo por las velas encendidas de un candelabro posado en una consola y encogiendo irónicamente sus hombros murmuró:

—Felices consejos de papaíto.