El secreto de Salomon
Piphan llevaba más de una hora sentado en el parque de los Filus Aquarti. Aunque era por la mañana, había encontrado la zona desierta. Todo el pronaos debía de haber bajado para formalizar las inscripciones; mejor así. No habría soportado tener que enfrentarse a sus amigos, hablar de tonterías, de cosas que seguro ya no revestirían ninguna importancia a sus ojos. Y, en cambio, lo que para él tenía sentido, ¿con quién compartirlo? Nadie en Elatha había oído hablar nunca de Kimyan, ni de su madre Gaya. Además, no iba a explicar que al fin conocía la identidad de su padre…
Tanto su vida como su feliz pasado habían quedado destrozados con cuatro frases, y lo peor era que estaban destruidos porque no tenía otra posibilidad que cargar con la verdad; estaba obligado a asumirla. Demasiado influido por el amor con que Bertille los había colmado, era incapaz de odiar. Y sin embargo, ahora detestaba a Mercurio, detestaba a esos magos que se creían los salvadores del mundo, detestaba al mundo entero. ¿Ser mago? ¿Y encima ser el Elegido? ¿Para qué? O tal vez sí, con tal de conseguir el poder que le permitiera hacer desaparecer este planeta para siempre chasqueando los dedos, y luego morir. Al fin y al cabo, ¿por qué salvar un mundo en el que la vida ya no tenía sentido ni valor?
—¡Hijo de Sarpedón! No es verdad, no es verdad… ¡No puede serlo! —les gritó a los árboles, al viento y al vacío.
El dolor del brazo se le reavivó de repente, al tiempo que alguien tosía detrás de él para anunciar que se acercaba. Era Salomon. No lo había oído llegar, y deseó con fervor que no hubiera escuchado lo que acababa de decir. Aunque no había hablado exactamente en voz baja.
—¿Qué no es verdad? —preguntó su amigo.
—¡Nada, a ti qué te importa! —replicó él con dureza.
Pero, a pesar de la desesperación, no podía luchar contra su naturaleza. Él no era malo, nunca había tenido enemigos ni había sabido mentir, y Salomon no tenía por qué pagar el gran desorden que reinaba en su mente.
—Es… una cuestión personal —añadió con voz más dulce, para compensar—. Acabo de enterarme de cosas terribles. ¡Y no sé si quiero seguir en este maldito Naos!
—¡Bah, no te pongas nervioso! Acabamos de llegar, y además podemos ayudarnos. Si te sienta bien hablar, ya sabes que respetaré el Pacto de los Monos.
¿Hablar? Sí, lo necesitaba con urgencia, pero ya no tenía nadie a quien aferrarse. Y, pensándolo bien, Salomon era de los más indicados para escuchar una verdad referente al Maestro de las Tinieblas.
—Puedo explicarte lo que acabo de averiguar, pero el Pacto de los Monos no tiene nada que ver. Tiene que ser un secreto; ¡cuestión de vida o muerte! No puedes decir nada a nadie, ¿lo entiendes?
Salomon retrocedió. Se conocían desde hacía tan poco… Sin embargo, desde el primer momento detectó que sus espíritus eran cercanos. Piphan fue el primero que llamó a su perla de entrada, quien lo acompañó a investigar el árbol y lo ayudó en los primeros encuentros con los compañeros; compartían el gusto por la aventura, por hacer excepciones al reglamento y, especialmente, albergaban en su interior la misma cólera. A primera vista, Piphan era tan diferente de los demás alumnos de Elatha como él mismo lo fue en todos los Naos por los que pasó.
—Si opinas que tu secreto también es importante para mí… pues sí, quiero escucharlo.
Piphan le propuso ir a su cuarto, temiendo que en aquel sorprendente árbol-madre los espacios colectivos tuvieran grandes oídos. Por el camino, le sorprendió que Salomon se hallara presente en la zona de los Filus, y por ello, le preguntó:
—¿Por qué no estás con el resto del pronaos? ¿Ya has elegido tus clases?
—No. Yo las empezaré más tarde, ya que el maestro Asha-nashanti me ha conseguido autorización para ir a ver a los zindris. De hecho, subía a recoger mis cosas cuando te he oído gritar.
Al acomodarse para relatar su historia, Piphan expuso sin darse cuenta el brazo herido.
—¡Pero bueno! ¿Aún no te has curado eso? Ya te dije que las heridas mágicas no son cosa de broma —se enfureció Salomon.
—Es que… me he olvidado por completo. ¡Lo siento!
—Nive y Kaylé me han contado cómo te lo has hecho. Por lo visto, has invocado a alguien a quien no se le ha de invocar jamás. Por eso te comenté que este hecho nos ponía en peligro.
Y a mí especialmente, porque el vínculo es…
—¡Calla, no lo digas! ¡Acabo de entender ese vínculo, pero te ruego que no lo digas! ¡No pronuncies ese nombre! ¡Lo siento, lo siento!
La angustia de Piphan sorprendió a Salomon, pero éste asintió con la cabeza y aguardó. De modo que Piphan le explicó todo lo que acababa de saber. Al terminar, Salomon tuvo varios escalofríos y se mordió la lengua para contener su propia cólera, alojada en las mismas fisuras tenebrosas.
—Mira, ahora harías mal en irte de Elatha. ¡Tienes que afrontar la realidad, Piphan! Porque no estamos preparados para el gran combate; sé de qué hablo.
—En cambio, yo te confieso que ya no sé nada. Ya no sé ni por qué ni contra qué tendría que luchar.
—¡Basta! —volvió a estallar Salomon—. ¡No puedo oír semejantes horrores! Yo no tuve la suerte de crecer con un hermano o una hermana a los que amar. ¡De hecho, no crecí con nadie, sino con el viento, el vacío y la nada! ¿Y tú me cuentas que no tienes ganas de luchar por Kimyan?
Salomon tenía razón, pero Piphan ya estaba cansado, desgastado, agotado por esos últimos quince días. Nunca le habían sucedido tantas cosas en la vida en tan poco tiempo.
—¡Sígueme, hijo de Sarpedón! —soltó el joven Flamel en un tono que no dejaba alternativa—. Un secreto como éste bien vale otro, y te voy a contar el mío.
Se dirigió a la perla de entrada y esperó a que se acercara Piphan para añadir en voz baja:
—En esto que te enseñaré, el Pacto de los Monos tampoco tiene nada ver. Pero debes jurar que quedará entre nosotros dos; nuestros maestros están al corriente, y también los maestros negros… ¡Ya son demasiados los que lo saben, así que no ha de propagarse más!
—¡No te traicionaré nunca! Te lo juro. Y espero que tú te comportes de la misma manera a pesar de lo que te he explicado.
—En ese caso, no tienes de qué preocuparte.
Tras este acuerdo secreto, cambiaron de habitación. Ya de entrada, Piphan notó que su amigo había hecho limpieza en la suya. Aún quedaban algunos trastos, pero los alambiques y el equipo que lo intrigaron dos noches atrás habían desaparecido. Todo había sido trasladado al despacho, donde se instalaron.
Salomon se desató entonces el grueso cordón negro que le ceñía la cintura, y se quitó con delicadeza la túnica de satén rojo, para mostrar el torso desnudo. Piphan creyó adivinar lo que quería enseñarle.
—¿Estás herido? —inquirió, pero al instante comprendió lo mucho que se equivocaba.
En el lugar del corazón, dos tajos cortos dibujaban una cruz, demasiado perfecta para ser una simple herida, y los bordes, ligeramente hinchados, dejaban entrever algunos puntos en carne viva.
—Es mi entrada abierta al palacio cerrado… —dijo Salomon, enigmático.
Se acercó a un vaso de cuello largo, en el que hervía un líquido perfectamente diáfano, y metió la mano en él. Ese simple gesto hizo estremecer a Piphan.
—¿No te quema?
—Soy insensible al calor, porque poseo la misma naturaleza que el fuego; nada puede quemarme. Y soy capaz de atravesar hogueras, como las salamandras o los fénix. Pero lo que quiero enseñarte… ¡es esto!
Cuando retiró la mano del vaso hirviendo, mostró una soberbia piedra roja, del tamaño de una mandarina. A Piphan le sorprendió que una piedra de ese tono escarlata fuera invisible en un líquido transparente.
—¿Sabes lo que es?
Se disponía a contestar que el cristal le parecía un grueso rubí cuando cayó en la cuenta de que hablaba con el hijo de Nicolás Flamel.
—¡La piedra filosofal! ¡Entonces no es una leyenda!
—No, no es una leyenda… —dijo Salomon con calma—. Pero, antes que pertenecer a los filósofos… ¡primero es mi corazón!
Dicho esto, se aplicó con las yemas de los dedos la piedra en la herida en cruz, y la hundió hasta hacerla desaparecer por completo en el pecho. Piphan no halló palabras para expresar su sobresalto, pero pese a lo confuso que estaba, se dio cuenta de que no se trataba de un truco de magia. El rictus de Salomon al hundirse la piedra en la herida no era para seducir o impresionar; por el contrario, indicaba un gran dolor y una angustia inmensa.
—¿De verdad es tu corazón? ¿No tienes otro, quiero decir… como los de todo el mundo?
—Si se tratara de tener un corazón, bastaría con la piedra. Pero lo de ser como todo el mundo… nunca será posible. Éste es mi secreto, Piphan: soy un homúnculo.
Pero Piphan tenía vagas nociones de alquimia y sobre la piedra filosofal. Iba a pedirle que se lo explicara cuando vio que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Un buen amigo y, sin embargo, obligado a no exteriorizar nunca sus emociones. Pero ahora era la primera vez que confesaba por propia voluntad su verdadera condición. Piphan lo abrazó con la mayor compasión, experimentando de paso lo cálida, casi ardiente, que era su piel, tan satinada como la túnica que solía ocultarla…
De la misma naturaleza que el fuego…
Al cabo de un rato de dejarse llevar por ese apretón fraternal, Salomon se apaciguó y dio las explicaciones que Piphan ya no se atrevía a pedir.
—Cuando la otra noche os conté que era el fruto de mi padre Nicolás y de mi madre Perenelle, era una manera de decir que no soy su hijo. Porque no me concibieron por la vía habitual, sino que me fabricaron. Un homúnculo es eso. Nací en un pelícano, un vaso como éste en el que debo mantener la piedra que me sirve de corazón. Soy… ¡artificial!
—¡Ahora eres tú el que dice tonterías! Yo te siento tan humano como yo. Si no me hubieras contado tu secreto, no habría adivinado la diferencia con respecto a otras personas. Y además, aunque sea especial, posees un corazón, puedes vivir, amar…
—Eso no lo sé —lo interrumpió, otra vez triste.
—¿Cómo que no lo sabes? ¡A la fuerza has de saber a quién amas y quién te ama! Piensa en tus padres: debían de quererte mucho para hacer lo que hicieron. ¡No me digas que no lo sabes!
—De eso no me cabe duda: tuvieron que sacrificarse ambos para que yo pudiera existir, porque una muerte no era suficiente. Mi madre se habría podido quedar para criarme, ¡pero no! ¡Todo es cosa de esta condenada piedra! Para darle el poder de la inmortalidad, hace falta una energía superior a la de una vida entera. Así que tienes razón: soy el fruto de su amor; pero de ahí a que ame yo…
—¿Qué pasa? No te entiendo. Puedes ser inmortal mientras lo desees, y aunque aún no sepas cómo o a quién amar, dispones de una cantidad brutal de tiempo para descubrirlo.
—No me comprendes porque no te lo he dicho todo: el problema de los homúnculos es que no tenemos alma.
Ante esta información, Piphan, que no estaba preparado para hallar una respuesta satisfactoria, miró a su amigo en silencio, completamente hundido. ¡Sin alma! De entrada no conseguía imaginar las consecuencias, pero la condición de homúnculo parecía más una maldición que un regalo sobrenatural. ¡El corazón cristalino y la mente de Salomon tenían que ser de una rara perfección para compensarlo por la ausencia de estados de ánimo!
—¡En fin —se recobró Salomon de repente—, creo que tú, dados tus orígenes, no eres más afortunado que yo! Así que, ¿para qué apenarnos por nosotros mismos? ¿Sabes? A lo mejor resulta que hay muchos otros seres que viven destinos tan peculiares como los nuestros. Ahora que he descubierto Elatha, no me sorprendería. En cualquier caso, me alegro de verdad de haberte conocido.
—Ya que estamos de confidencias, ¿puedo decirte una cosa sin que te la tomes a mal?
—Prueba a ver.
—¡Que te quiero, hermano!
Estas cuatro palabras provocaron el efecto de un terremoto en la mente de Salomon. Sí, ya las había oído antes, claro. Porque con lo fornido que era y de rostro tan delicado, algunas chicas se habían atrevido a pronunciarlas, pero no tenían el mismo significado. Sin duda, todavía era muy joven para conocer a la que se lo diría desde el fondo del corazón con una mirada.
En cambio, ante la declaración de Piphan no sintió ningún tipo de ambivalencia, y se percató de que, en catorce años, a ninguna niñera, maestro ni tutor de los que lo ayudaron a crecer se le ocurrió decir algo semejante, quizá porque no pudieron, o tal vez porque no osaron. Por su parte Piphan, quien, al contrario, creció rodeado de amor y ternura, se dio cuenta de que la última persona a quien había dicho «te quiero» era ese otro hermano adorado que acababa de convertirse en su gemelo trágico e infernal.
—Entonces, si querer también es cuidar —respondió Salomon—, ¿sabes qué te dice tu hermano?
—No, no lo sé —repuso Piphan, divertido.
—¡Vete a la enfermería a que te curen el brazo!
—Es verdad. Voy inmedia…
Detuvo la frase en seco, pues acababa de tener una idea genial. ¿Cómo no lo había pensado antes? No hacía falta ir a la enfermería.
—Ven —dijo—; volvamos a mi cuarto.
Fue directo hacia el gancho del que colgaba su bolsa invisible, y sacó la pluma del simorgh. En cuanto se la puso encima de la herida, desapareció todo rastro de ella y todo dolor. Es más, sintió la misma oleada de calor meloso que cuando cogió esa pluma por primera vez de manos del bucentauro.
—¡Qué bien lo haces! —exclamó Salomon, admirado—. ¡Tú no necesitas la piedra para curar! ¿Cómo funciona?
—Yo no hago nada. ¡Es cosa de la pluma!
—¿De dónde la has sacado? No es de fénix; la reconocería.
—Pertenecía a un simorgh. Pero es fácil de confundir: se ve que, aparte del tamaño, las dos aves tienen varias características en común y sus plumas se parecen mucho.
—No lo sé, nunca he visto un simorgh.
—Y yo nunca he visto un fénix, ¿tú sí?
—¿Estás de broma? En casa siempre ha habido uno. Pero un simorgh es distinto; por lo visto, no se puede domesticar.
—¿Te gustaría ver uno?
—¡Ya lo creo! Dicen que es mayor que el hipogrifo. ¿Crees que podremos?
Piphan no contestó, pero fue a buscar de nuevo la bolsa de tela de Mider, sacó de ella su cinta de Elatha y se la puso en la frente. A partir de entonces, en vez de pensar él en una situación determinada, una idea tomó forma en su mente y lo guio, de tal manera que se vio de nuevo en el bosque de Avalon y rememoró las palabras de Albucesto:
«Cuando quieras verlo otra vez, te bastará con quemarla y él te visitará, estés donde estés. Por supuesto, comprenderás que te hará falta un buen motivo para invocarlo».
Si lo de hoy no era un buen motivo, no habría otro mejor.
Regresaron, pues, al parque, y Piphan se arrodilló, dispuesto a realizar un gesto nuevo, aunque al mismo tiempo lo sabía de memoria: encender la pluma. Pero se había olvidado de coger su bastón y, además, todavía ignoraba la fórmula del fuego. Salomon, por su parte, ni siquiera necesitaba una fórmula, de modo que acercó una mano a la pluma y se limitó a invocar un pensamiento, para que ésta se encendiera al instante. Cuando no quedó más que un trocito entre los dedos de Piphan, se oyó una deflagración seguida de una compresión del aire, y el pájaro gigante apareció ante ellos.
—¡Me has llamado y aquí estoy, amigo mío! ¿En qué puedo ayudarte? —dijo el simorgh con una cálida voz similar a la de Albucesto, aunque quizá más distante.
—¿En qué puedes ayudarme? No lo sé… pensé que me lo dirías tú.
—¡Ya veo, ya veo! —respondió el ave, y bajó la cabeza a ras del suelo—. ¡Vamos, arriba! ¡Y agárrate, que esto se menea mucho!
—Necesito un poco de soledad para encontrarme a mí mismo —le explicó Piphan a Salomon mientras trepaba al cuello del simorgh—. ¡Y tú, no tardes en ir a ver a los zindris! Creo que para solucionar los problemas del alma, son realmente los mejores.
Pasmado por la envergadura del pájaro y hechizado por la belleza de su plumaje, Salomon asintió con la cabeza. A pesar de todo, no tuvo tiempo de deleitarse de veras, pues el simorgh erguía ya la cabeza y desplegaba las alas. Después de tres aleteos, su amigo y el ave desaparecieron hacia la cima del árbol-madre.
A unas cuantas ramas de ahí, dos hombres habían asistido a la escena desde una ventana.
—¿Tú sabías que era amigo de un simorgh? —preguntó Mori-Ghenos.
—¡Qué va! —respondió Mercurio—. Seguro que, hace una semana, él mismo ignoraba la existencia de esas aves. ¡Decididamente, este chico no deja de sorprendernos! Con tal de que su gemelo no nos sorprenda también a su manera… En fin, esperemos que a Epiphane no se le ocurra utilizar a su protector para presentarse él solo en los Cárpatos.
—No temas. Conozco a ese simorgh; es el de Tsaratanan. Se llama AEnas, ¡y puedo decirte que tu ahijado está en buenas alas! Aunque temo que no lo veamos en varios días, porque la situación podría ponerse delicada…
—¿Y lo de Kimyan? ¿Cómo va?
—Arthur M se ha vuelto a marchar a la Nueva Europa, puesto que en los Cárpatos cuenta con excelentes apoyos. ¡Qué digo, pero si tú ya lo sabes! Cuando dirigía Dragondor, se hermanó con el castillo de Frundschloss… El auténtico problema sigue siendo mantener ocupado a Sarpedón en otra parte, pues conviene que no se le ocurra adelantar su llegada a Yggdrasil.
—¿Y el traidor de Elatha?
—Ahí estamos ganando terreno, ya que el cerco se estrecha en torno a las salas de alquimia. No creo que tardemos en de-senmascararlo; con todas las trampas que le hemos tendido, pronto cometerá algún error.
—¿Y si no es así?
—Enfrentarse a Elatha ya fue un primer error. A la fuerza le seguirá otro —concluyó Mori-Ghenos con calma.