Capítulo 24

Juego peligroso

En las raíces del árbol-madre

Te enseñaremos la ubicación de las salas subterráneas que te has perdido esta mañana, pero en algunas de ellas no podremos entrar sin profesor ni contraseña —dijo Melys, colocando las manos sobre una consola.

—RP400 cuatrocientos: ¡todos abajo! —soltó enseguida Kaylé.

Dominado por la curiosidad, Piphan iba a descubrir el Sid ante cuya entrada se hallaba con cuatro compañeros. Se trataba de una sala bastante más alta que ancha; de base circular, sus paredes —transparentes a trozos— dejaban a la vista una escalera central de caracol cuyos peldaños eran cada vez más estrechos a medida que desaparecían en las alturas. El conjunto recordaba un reloj de arena gigante.

—La diferencia respecto a un reloj de arena corriente —precisó Nive— es que, en el interior de este de aquí, no corre arena, sino el propio tiempo.

—No me dirás que hace falta una sala entera para medir el tiempo…

—No, no. De hecho, no hay nada que medir, puesto que la escalera sirve para desplazarse fuera del tiempo. Es más: no se puede hablar de desplazamiento propiamente dicho.

—¿Y nosotros la podemos utilizar?

—Según la profesora Carambola, el Sid no es una sala prohibida. Pero son muy pocos los que han conseguido entrar, y menos aún los que han podido salir. Parece ser que Sintonis es el único que sabe de verdad de qué va el Sid.

—¿Eso significa que ha viajado en el tiempo?

—Para nada —lo corrigió Melys—. Además, Nive no ha hablado de viajes en el tiempo, sino fuera del tiempo. Dicho de otro modo: cuando estás en el Sid, es más bien como si te hallaras en un universo paralelo, como Avalon. Tengo entendido que espacio y tiempo son indisociables. Los hermanos Cosmo-crátor y Cronocátor no sólo son gemelos, sino siameses.

—Es un poco como en la sala de los espejos —prosiguió Kaylé—: El tiempo, en el interior del Sid, no transcurre del mismo modo para todos. Por ejemplo, si entrásemos los dos a la vez y nos quedásemos… pongamos una hora, al salir podrían haber pasado varios siglos para ti y varios días para mí. Cabe que un día en el Sid equivalga a varios siglos o a unas horas, o incluso a un minuto nada más.

—Perdonad, pero no entiendo muy bien para qué sirve —objetó Piphan, perplejo.

—Si eso te tranquiliza, yo tampoco he averiguado por qué querría entrar en esta máquina. Los viajes sin retorno más bien dan repelús, ¿no os parece?

—Yo también los considero poco tentadores —convino Tristan—, pero no vale la pena preocuparse. Mientras no tengas un motivo válido, es imposible entrar en el Sid. Y si nuestro director volvió a salir, será que no es tan peligroso.

—Yo creo más bien que nosotros no tenemos su categoría —puntualizó Nive.

—Bueno, mira, eso deja tiempo para la reflexión —concluyó Piphan—. ¿Continuamos la visita? ¿Qué sala hay justo debajo del Sid?

Entre tanto, en las raíces de Yggdrasil…

—¿Justo debajo? Pues están las grutas elementerras —dijo Nicandre—. Ahí, todos los elementos de la tierra se conservan en su más pura forma original; son salas de cristalización, y en ellas se hallan los secretos por descubrir de los que te hablé.

—¡Ah, sí! —se acordó Kimyan—. Me lo dijiste cuando estábamos en el paso del Gigante, y me recordó que Piphan hablaba a veces de una piedra de los filósofos y de un tal Nicolás Flamel… ¿Es eso lo que se busca aquí? ¿Una piedra que te vuelva inmortal?

—¡Ay! —suspiró Nicandre—. Realmente, ya es hora de que empiece tu aprendizaje. Mira, la piedra filosofal es necesaria como etapa. Pero ¿de qué serviría una piedra que únicamente procura la inmortalidad? ¡Piénsalo un segundo! ¿Qué sería la inmortalidad desprovista de poder? ¿Te imaginas tener que soportar la ley de los hombres durante siglos y siglos? Por fortuna, en Yggdrasil buscamos otra cosa.

—¿Algo mejor que la piedra filosofal?

—¡Desde luego! Una piedra total, nacida de una confluencia, un cetro de poder que te vuelve inmortal y también invencible, semejante a los dioses. Y estamos a punto de adquirir los elementos que faltan. Tú puedes unirte a nosotros, mi joven Kim, pues juegas un importante papel en esta adquisición. No creas que te hice falsas promesas al apartarte de tu miserable vida en el islote de Nat, sino que actuaba obedeciendo la voluntad del Maestro: entregarte al destino que te corresponde.

—¿Y por qué no está aquí el Maestro? ¿Lo voy a ver pronto?

—¡Ten paciencia! Es una cuestión de lunas y coordinación. Él estará con nosotros muy pronto. Mientras tanto prepararemos el Gran Ritual y te prepararemos a ti. Aún tienes mucho que aprender, pero iremos ganando tiempo. Vamos, yo te enseñaré cómo.

Subieron a la sala de ordenadores.

Apiñados frente a una pantalla que miraban con unas gafas muy raras de cristales irisados, Syrénia, Corberis y Amundflenn reían.

A Kimyan le caía muy bien Syrénia, ya que fue la primera en guiar sus pasos por Yggdrasil y le mostraba una gran simpatía. Él se daba cuenta de que no era completamente desinteresada, pero le quitaba importancia. De cualquier modo, el chico todavía debía aprenderlo todo, mientras que Syrénia parecía saberlo todo. Aunque tenía la misma edad que él, llevaba tres años en Yggdrasil y se la consideraba la maga negra más prometedora.

—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Nicandre.

—El programa que acabamos de crear gracias a una fórmula de Amundflenn.

—¿Un nuevo virus?

—Si sale bien —replicó Syrénia—, es algo mucho mejor que un virus; es un pesticielo. Le cedo la palabra a su diseñador para que lo explique…

Amundflenn no se quedaba corto como genio. Era el último y único descendiente de los Thornvald, y había visto desaparecer a los suyos a lo largo de su infancia. Los Thornvald representaron el más temible linaje de magos negros conocido en la Antigua Escandinavia, y todos habían sido fieles a Sarpedón, como antes lo fueron a Scorticore, y remontándose mucho tiempo atrás, a Taranis el Fulminante. Pero, lejos de llevar esa ristra de muertes como un peso opresivo, Amundflenn la utilizaba como una fuente inagotable de energía: la de la venganza. Estaba convencido de aquel concepto que aconsejaba «ojo por ojo y diente por diente»; era muy creyente y su única plegaria consistía en rogar que llegase el día en que el último iniciado fuese colgado con las tripas del último mago blanco.

—Sería muy largo entrar en detalles técnicos, pero el principio es muy sencillo. Los virus están pasados de moda, porque los moazis siempre acaban encontrando un antivirus. Por el contrario, con este pesticielo, cada vez que un moazi se conecte a un sitio de magia blanca —religioso o humanitario— será redirigido a nuestro egrégoro. Y ahí el cerebro empezará a reconcomerlo. Al comienzo se actúa sobre la frecuencia de barrido de su pantalla, que brillará de una forma imperceptible pero completamente hipnótica. Y el moazi ya no podrá liberarse.

—A menos que lleve unas gafas que también hemos inventado nosotros —intervino Corberis, un orgulloso Artabán.

—¿Y luego? —preguntó Nicandre—. Una vez hipnotizados…

—Después de la imagen viene el sonido —continuó explicando Amundflenn—. El programa desencadena un ultrasonido, también imperceptible al oído humano, pero hemos descubierto una frecuencia que provoca la afluencia de sangre al cerebro. Empieza picando, luego rasca desde el interior y después provoca la asfixia mental, pero si la persona intenta resistirse puede llegar a explotarle la cabeza.

—¡Muy sutil! —aplaudió Nicandre—. Se nota que es obra de un Thornvald.

Kimyan no sabía nada de informática ni entendía ese ataque contra los moazis ya que, a priori, no podían practicar la magia blanca. Syrénia tuvo que explicarle que bastaba con pensar en las cosas para que fueran una realidad, como demostraba la existencia de egrégoros. Y, en su opinión, todos los moazis soñaban con la magia. Así que combatirlos tal vez no erradicaría la magia blanca del todo, pero al menos la debilitaría al no reforzarla. Por lo menos ya era algo.

—Quizá… —dijo Kimyan, poco convencido—. Lo de la magia lo entiendo. Pero ¿por qué meterse con los que se interesan por la religión o lo humanitario?

—Porque la religión tomó el relevo de la magia blanca cuando los magos decidieron vivir ocultos. Y el humanitarismo es lo que está relevando a la religión, ahora que ésta va de baja. Es todo lo mismo.

—Ya, pero no hacen daño a nadie.

—¿Que no hacen daño? ¡Estás de broma! —replicó Amundflenn con severidad—. ¡Exterminaron a toda mi familia! ¡Tú no puedes comprenderlo porque ni siquiera conociste a tus padres! Pero créeme, si quieres quedarte aquí, te interesa entender la regla de oro de Yggdrasil: para ser un buen dahal, ninguna buena acción debe quedar impune. ¡Es la regla! Si la transgredes, no estás en el bando adecuado.

—¡Calma, calma! —se interpuso Nicandre—. No vale la pena ponerse nervioso. Además, esperad a conocer más a Kimyan, y sobre todo, esperad a que él mismo sepa más cosas. De hecho, cuando terminéis de divertiros con ese pesticielo, quiero que preparéis una matriz de aprendizaje acelerado para nuestro nuevo alumno. ¿Podrías encargarte tú, Syrénia?

—Claro, maestro. ¿Con qué programa empezará?

—Te he preparado una lista: cosmogonías, mitologías, leyes físicas, fórmulas, rituales y técnicas de combate.

—¿Todo eso en la primera carga? ¿No es mucho?

—No te preocupes; vuestro nuevo compañero tiene unas capacidades asombrosas. Además, no disponemos de mucho tiempo, pues tiene que estar preparado para cuando llegue el Maestro. Mientras le preparas la matriz, yo le seguiré enseñando nuestros dominios.

Kimyan y el maestro Nicandre continuaron su ruta por los pasillos luminiscentes de Yggdrasil, hasta llegar a la sala de arquetipos.

Dos dragones de piedra, engulléndose el uno al otro por la cola en un círculo sin fin, trazaban una puerta circular. Uno de ellos estaba esculpido en una piedra blanca perfectamente lisa, y el otro, muy negro y granuloso, daba la impresión de que absorbía la luz de alrededor.

—Nigrum Nigrio Nigrius —pronunció Nicandre.

Emitiendo un rugido cavernoso, el círculo de piedra que formaban los dragones desapareció.

—¿Es una fórmula mágica?

—No; es la contraseña de esta sala. Es latín hermético y significa «Negro, más negro que lo negro». ¡Vamos, entra!

—¡Ahí va! ¡Es gigantesca! —exclamó Piphan.

—Te lo dije: es como tu libro holográfico, pero mucho más grande —dijo Kaylé.

En el centro de la inmensa sala circular, había una especie de tarima rodeada por una pantalla transparente que llegaba hasta el techo, cuya misión protectora resultaba evidente. La tarima parecía estar dotada de vida, pues desde ella, una densa humareda se elevaba y volvía a caer a plomo sin cesar de moverse, ocultando a la vista un abismo del que podía surgir cualquier cosa.

La pantalla funcionaba como las consolas de los mapas: bastaba con poner las manos encima y nombrar el arquetipo que se deseaba visualizar. Pero era necesario saber qué era un arquetipo y qué no. A los alumnos asistentes por la mañana, la profesora Carambola les dijo que se podían invocar entidades, criaturas o personajes mitológicos, y eligió a Pegaso para la demostración. Kaylé, que había disfrutado del espectáculo, quiso compartirlo con Piphan, así que puso las manos sobre la pantalla e invitó a sus compañeros a hacer lo mismo.

—No sé si debemos hacerlo —intervino Nive—. Sin un profesor que nos acompañe, puede que no sea prudente. Lo que me gustaría saber es por qué está abierta esta sala si se ha de acceder a ella con autorización…

—¡Precisamente por eso! Si hemos podido entrar, es que el árbol no nos lo ha prohibido. La verdad, no sé qué te preocupa.

Y ya has visto la demo de esta mañana: lo único que sale de la tarima son imágenes, representaciones, nada más.

—Kaylé tiene razón —opinó Melys—. Y molaría un montón volver a ver a Pegaso: ¡era brutal!

Nive cedió al consenso de los chicos y se colocó igual que ellos ante la pantalla; comenzaba el espectáculo.

Del centro de la tarima se elevó una columna de humo que se retorció como un torbellino, y después se solidificó en forma de espada de oro, cuya empuñadura estaba reemplazada por dos alas de un color azul metalizado. Y, de pronto, la espada se transformó en un caballo luminoso.

—¡Pero si es minúsculo! —se sorprendió Piphan—. ¡Apenas mide sesenta centímetros!

—Es lo mismo que he dicho yo esta mañana —comentó Melys—. Pero es que Pegaso era muy pequeño. Según la profesora Carambola, no estaba destinado a que lo montara un jinete; además, es un simple símbolo. Ya verás, sigue mirando.

Entonces el caballo se desintegró, aspirado por una voluta que se agitó en todas direcciones antes de convertirse en serpiente. Ésta terminaba de tragarse al minicaballo cuando una veintena de serpientes idénticas brotaron del humo, agitándose con furia, erguidas, aunque no se les veían las colas. Rápidamente, el humo de la tarima cambió de color, y el azul metalizado dio paso a un verde oscuro y glacial. Segundos después emergió una cabeza monstruosa, y los chicos descubrieron que las serpientes le servían de cabellos.

—Es Medusa… —dijo Piphan en voz baja.

La reconoció sin dificultad pese al hecho de que sus proporciones eran muy distintas a las que mostraba su libro, pues la cabeza en sí ya tenía el tamaño de un hombre. Observó en silencio el rostro cubierto de pelos, los dientes desmesurados que le arremangaban los labios y los ojos vidriosos y relucientes a la vez.

Piphan no era el único que estaba impresionado, pues nadie abría la boca. Por más que se tratara de una representación virtual, Medusa resultaba pasmosa. Todo en ella era repulsivo y, sin embargo, fascinaba; onduló un buen rato por la superficie de la tarima, como si buscase algo desesperadamente, y de pronto se quedó mirando a Piphan. De un salto se puso ante él, abrió sus velludos brazos rematados por unas manos de bronce y asestó un fuerte golpe contra la pantalla protectora.

Veloz como el rayo, Piphan se agachó para esquivar el ataque. Cuando se enderezó, vio que un tridente de plata se abatía sobre Medusa y la reducía a agua. La oleada fue a chocar contra la pantalla, y reapareció la espesa y viscosa humareda como al principio. Acto seguido, una suave luz azulada envolvió el conjunto que recuperó su relativa calma inicial.

—Menos mal que hay esta protección —suspiró Piphan—. ¿Habéis visto cómo iba a por mí?

—Simple casualidad —lo tranquilizó Tristan—. Esos monstruos no nos ven, porque no estamos en el mismo plano de realidad espaciotemporal. Con el profesor Seraphín Lange invocamos a Adranos, pero no sabíamos que era un demonio de fuego. Al principio veíamos a un personaje normal, un tío bastante guapetón, de hecho, pero de repente se encendió, y algunas llamas se convirtieron en lenguas de fuego que golpearon la pantalla. ¡Te juro que creí que me asaba! Pero era una ilusión óptica.

—Pues son muy realistas —señaló Piphan, impresionado pero muy divertido.

Sin embargo, sus sentimientos no eran fáciles de compartir, pues mientras Medusa se encontraba frente a él, descubrió un sutil parecido entre la mirada de aquel personaje y la de Equidna. Pero, como siempre, esos instantes eran tan breves que no estaba seguro de nada.

—Os aseguro una cosa —señaló Kaylé—: Esta tarde ha sido mejor. Por la mañana no le hemos visto las manos, sino la cabeza que asomaba por el humo. En cambio, ahora, hasta me ha parecido que la parte trasera era de caballo y, por eso, se desplazaba tan deprisa.

—En cualquier caso —constató Tristan— todo se ha transformado en agua; igual que Adranos se volvió fuego. El profesor Lange nos contó que todos los arquetipos acaban convirtiéndose en uno de los tres elementos fundamentales: tierra, agua o fuego.

—¿Y el aire? ¿Acaso no es fundamental? —preguntó Piphan.

—No… Bueno, no estamos seguros. Hay criaturas que viven sin aire, aunque necesitan los minerales para existir y el agua o el calor para vivir. Tal vez el aire sólo exista en la Tierra, ¿sabes?

—¿Y un ángel? ¿Crees que contiene agua, tierra o fuego? No me sorprendería que estuviera constituido de aire —objetó Nive, muy pertinentemente.

—¡Podemos probar si lo ángeles poseen un arquetipo! —propuso Kaylé.

—Tengo otra idea —soltó Piphan, dirigiéndose a todos sus compañeros.

Sin aguardar, volvió a situarse ante la pantalla y, con una voz muy grave, pronunció un nombre que detuvo de golpe toda la cháchara:

—¡Sarpedón!

En una fracción de segundo, la superficie de la tarima enrojeció paulatinamente y adoptó la apariencia de un río de lava borboteante. A continuación, burbujas enormes estallaron con un ruido seco y sordo, mientras largas espinas amarillentas emergían del magma incandescente.

—Vaya, eso… No tendrías que haberlo hecho, Piphan… De verdad que no debías… —murmuró Kaylé con voz angustiada.

—¡La puerta! —exclamó Nive en el mismo tono—. Acaba de cerrarse…

—Seguro que es un mecanismo automático; no hay de qué tener miedo. Todos estamos de acuerdo en que son simples imágenes, ¿no? Mejor que observemos, puede ser instructivo.

Piphan se hacía un poco el chulo, pero tampoco las tenía todas consigo. Como sus amigos, sabía que hay nombres que no deben pronunciarse a la ligera, pero no había podido resistirse a un deseo estúpido de desafío irracional, con el propósito de vacilar. A los quince años, no siempre se es formal…

A las largas espinas les sucedieron otras, más cortas pero mucho más anchas y huesudas, implantadas en un caparazón pardusco que se elevaba lentamente a partir de la lava fundida; simulacros de brazos, piernas, patas, antenas y todo tipo de miembros y excrecencias brotaban y desaparecían casi al instante. La criatura parecía inestable, como si dudara en elegir una forma concreta. A ratos, chorros de algún tipo de materia deflagraban en el espacio sin que se viera si se trataba de gas, líquido o pus. Y de repente un aullido desgarrador hizo vibrar la pantalla protectora.

—¡Aaaarrr!

La vibrante expresión salió de una cabeza que la criatura se acababa de modelar; el caparazón se agrietó en un extremo y mostró dos largas hileras de acerados colmillos.

A partir de ese momento, todo fue muy deprisa: se perfilaron dos ojos sanguinolentos, y después unas orejas llenas de escamas; se formaron unos brazos, de musculatura impresionante, provistos de garras, y la criatura se irguió como un humano, descargando sus pulmones con un rugido sin fin. De unos dos metros y medio de altura, daba la impresión de tener una fuerza tremenda. Como los ojos ya habían tomado forma, los animaba un vivo resplandor, y la mirada que la bestia paseó alrededor de la pantalla no dejaba lugar a dudas: aquella criatura estaba dotada de inteligencia. Por su parte, la boca, el espinazo y la cola erizados de pinchos eran apropiados para desgarrar, dañar y destruir. No se parecía a nada conocido, pero se adivinaba que nada la aplacaría excepto una sangre roja y caliente como la lava de la que había surgido. En cuanto dio el primer paso, los chicos sintieron vibrar el suelo y se echaron a temblar.

—¿Cómo se para esto? —gritó Piphan.

Pero nadie sabía la respuesta. Se suponía que las imágenes arquetípicas se detenían por sí solas en cuanto volvían a su punto de origen.

—Piensa en otra cosa —sugirió Melys, consternado—. Pensemos todos en otra cosa… ¡Rápido!

—E… ¡EROS! —chilló Nive instintivamente.

Ante esta palabra, la bestia respondió con un nuevo rugido, como si la hubiera oído y tuviera para ella un sentido que no le gustaba.

—¡EROS! —ratificó Melys.>

Y ahí se disipó toda duda: la bestia los oía. Enfocó entonces la boca hacia Melys y escupió un líquido verdoso que chorreó en la pantalla.

—¡Tenemos que decirlo todos a la vez! ¡Y sin parar! ¡EROS! ¡EROS!

Se lanzaron a un enloquecido conjuro colectivo, porque creían que era el buen camino, pero sobre todo porque no se les ocurría ninguna otra idea.

—¡EROS, EROS, EROS!

Aunque el conjuro no conseguía que desapareciera la imagen arquetípica de Sarpedón, parecía tener el poder de perturbarla. Al menos, eso creyeron por un instante, pues la criatura, encarándose hacia ellos —uno tras otro—, soltaba breves aullidos roncos cada vez que pronunciaban la palabra. A cada «Eros», se clavaba las garras en su propio pecho, para lastimarse a sí misma. Pero, súbita y bruscamente, centró la mirada de pleno en Piphan, como si fuera el único a quien veía, y dio un paso hacia él. El conjuro ya no era efectivo.

Entonces el chico, sin pensárselo dos veces, se concentró: cerró los ojos y, tendiendo una mano hacia delante, notó un fluido procedente de lo más hondo de sí mismo que no controlaba. El suelo vibró cada vez más fuerte bajo sus pies. La bestia aceleraba el paso…

—¡MAHAR’TRA!

Piphan acababa de lanzar una fórmula de la que no tenía ni idea antes de articularla. Estupefactos, sus amigos cesaron de pronunciar el conjuro «Eros» y se quedaron clavados en su sitio por lo que acababa de ocurrir: Piphan había hecho estallar la pantalla protectora. Justo delante de él se había abierto una brecha, un orificio por el que vio que la criatura se hallaba a unos dos metros de distancia, y que lo sobrepasaba cuan largo era. La bestia bajó poco a poco la cabeza hacia él, con una lentitud mesurada que indicaba que el combate estaba a punto de iniciarse, en medio de un silencio como el que precede a una estocada. La criatura lo escudriñaba para disfrutar por última vez de la visión de aquel a quien iba a destruir; apenas entreabrió la boca, pero una larga lengua negra salió chasqueando como un látigo. Piphan casi no tuvo tiempo de alzar un brazo para protegerse, pero el violento choque lo arrojó al suelo. Se dio un golpe en la cabeza, y ya se le estaba nublando la visión cuando oyó un grito atronador.

—¡SATIS IMAGO!

Al instante la bestia dio media vuelta produciendo un crujido y se quedó inmóvil, envuelta en un torbellino de cientos de lenguas negras surgidas de la tarima. El resplandor rojo se esfumó y todo se volvió de un negro más negro que el negro. Piphan acababa de desmayarse por primera vez en su vida.

Cuando volvió a abrir los ojos, había cinco caras inclinadas sobre él, y la más cercana era la de Mori-Ghenos.

—¿Estás bien?

Se encontraba un poco atontado, pero no se había roto nada. En cambio, el brazo le dolía horriblemente en el punto donde le había alcanzado la lengua.

—Tendremos que curar eso —dijo Mori-Ghenos—. Es una quemadura, nada muy grave. Como suele decirse, habéis estado jugando con fuego. ¿Puedes levantarte?

—Creo que sí —articuló Piphan con esfuerzo—. ¿Qué ha ocurrido? Creía que se trataba de imágenes.

—Nosotros también, y hasta hoy no hemos tenido motivos para pensar lo contrario. La esencia volátil de esas imágenes no permite en principio ninguna materialización, pero… es como si hubieran manipulado la tarima magmàtica.

—Perdone, maestro —intervino Tristan—, pero hay algo que no entiendo: el profesor Lange nos dijo que las entidades que hacemos aparecer no pueden vernos.

—Pues dijo bien. En épocas normales, el cometido de la pantalla protectora es precisamente ése: permitir que nuestro mundo sea invisible a todo lo que pueda salir de esa tarima. Pero alguna mente perversa ha tenido a bien desactivar las protecciones, como la de la puerta de entrada a esta sala. Y temo que no debamos impedírselo. Lo siento por los que estudian los arquetipos, pero no tenemos elección. Están pasando cosas raras, así que cuento con vuestra vigilancia y colaboración; si veis algo que os parezca anormal, no dudéis en avisar de inmediato a un Mayor del Consejo y no lo comentéis con nadie más. En fin, chicos, ahora debo pediros que os marchéis enseguida.

En el pasillo que conducía al Pudridero se encontraron a Merkés y Djagul, a quienes Nicandre se apresuró a presentar a Kimyan.

—Felicidades por tu nuevo recluta —dijo Djagul, lanzándole una mirada al muchacho—. Ahora ya no tendrás que preocuparte por tu promoción…

—Tú tampoco te puedes quejar —replicó Nicandre—. Porque me han dicho que el joven Flamel ha abandonado este mundo. Reconozco que la noticia me impresionó.

—En efecto, no está nada mal. El Maestro me pidió que le trajera la piedra enseguida. Y debo confesar que nunca había visto a nadie tan satisfecho.

—Sí, me lo imagino. ¿Ha dado más detalles sobre su llegada a Yggdrasil?

—El plan sigue como estaba previsto: estará aquí para el Gran Ritual. Creí entender que prefería asegurarse de que todo estuviera perfectamente a punto.

—¿A qué te refieres?

—Oh, pues que más te vale no fallar en la preparación de su pequeño protegido, porque se llevaría un gran disgusto. Sí, ha hecho hincapié en esta palabra: disgusto.

—No hay de qué preocuparse —respondió Nicandre con sequedad—. Sé lo que tengo que hacer.

—No lo dudo, mi querido Nicandre. Lo que decía es que, como el joven Salomon ya no existe, queda otro que podría resultar un incordio. No hace falta que te recuerde el peligro que representa; por eso he mencionado la preparación de su doble. ¿Sabe la verdad, al menos?

—Sabrá lo que deba saber cuando corresponda. Cada cual a su misión. Y tú, Merkés, ¿cómo llevas lo de Elatha?

—Va avanzando, va avanzando… Sé que nuestro amigo Morien ha recibido lo que esperaba, así que es cuestión de días. Estaremos en posesión de la fórmula rectificadora mucho antes de la llegada del Maestro.

—En fin, eso deseamos todos. Hasta la vista, señores.

Kimyan notó que su tutor estaba pensativo y que los comentarios de Djagul tenían mucho que ver en ello. Era la primera vez que veía a ese dahal, del que todo Yggdrasil llevaba días hablando y comentando que se convertiría en el brazo derecho de Sarpedón, pues había triunfado donde el propio Maestro fracasaba desde hacía años. Pero a Kimyan no le parecía una hazaña tan increíble. Si no había entendido mal, ese Flamel era un iniciado de la misma edad que él. Y enviar a tres adultos contra dos chavales de catorce o quince años… La proeza de Djagul le parecía poca cosa, y los honores que le dispensaban, bastante desproporcionados.

Prestó más oídos, no obstante, cuando el dahal dio a entender que otro joven brujo representaba un peligro potencial. De hecho, tenía la sensación de estar implicado en un plan que se estaba tramando, pero sobre el que Nicandre le informaba con cuentagotas. Desde su llegada, no le fue posible ignorar que en aquel lugar lo estaban esperando con ganas; la mayoría de los magos conocían ya su nombre, algunos dahals se habían deshecho en reverencias y la amabilidad de Syrénia hacia él no parecía ajena a esa celebridad misteriosa. Solamente una persona lo miraba un poco por encima del hombro: Amundflenn. Sin embargo, no se lo tenía en cuenta, y en lugar de considerarlo un tema de celos, se decía que ese chico había sufrido mucho al ver desaparecer a todos sus parientes, uno tras otro. A menudo pensaba que, aunque ser huérfano siempre resultaba doloroso, era mejor serlo desde la más tierna infancia, porque al hacernos mayores uno se da más cuenta de las desgracias y todavía nos hacen más daño. En todo caso, él no sufrió; en cierto modo, tuvo suerte en medio de la desgracia.

Pese a ese mal inicio de su vida, nunca dejó de pensar en dicha suerte, y su optimismo natural lo llevaba a concluir que ésta no tenía por qué truncarse. Por supuesto, nunca tendría tanta fortuna como Piphan… Kim pensaba en la alegría de su hermano del alma cuando encontrase a su padre; sin duda comenzaría una nueva vida. ¿Seguirían entonces siendo amigos? Porque por ahora tenía la sensación de que estaba muy lejos… ¿Estaría contento, al menos? ¿Qué magia estaría aprendiendo en su nuevo colegio?

Sobre este tema, Nicandre le repetía que no hay que comparar cosas incomparables, y le decía:

—Las escuelas de magia blanca son hormigueros de viejos soñadores. Éstos creen en la naturaleza humana y nunca han admitido que no se puede esperar nada de ella. ¿Y sabes por qué? Pues porque no existe, simplemente; no hay una naturaleza humana. El hombre está de paso y es un envoltorio transitorio. Piensa, mi querido Kimyan, que desde el momento en que los hombres descubrieron a los dioses y a los semidioses, ya no quisieron ser simples hombres, y los más astutos comprendieron muy pronto que había cosas mucho mejores…

—Pero si los magos blancos son tan desastre, ¿por qué sigue habiendo guerra? Si continúan resistiendo, es porque son igual de fuertes, ¿no? —opinó Kimyan, a quien esta conclusión le parecía evidente.

—El simple hecho, como tú señalas, de que esta guerra sea interminable es una prueba de lo que digo. Ellos nunca han sabido cómo ponerle fin. Por lo que supongo que están muy lejos de construir ese mundo pacífico con que sueñan. Desde hace una eternidad, somos nosotros quienes llevamos ventaja, y pronto seremos los que pongamos término a la guerra.

Siguieron recorriendo el subsuelo de Yggdrasil. A Kim le gustaba que su guía fuese Nicandre, pues daba la impresión de saberlo todo aunque no estuviera satisfecho con nada. Pero Kimyan intuía que esta actitud se debía más a la propia exigencia de su tutor que al pesimismo. Nicandre era uno de esos hombres que no tienen ningún ideal porque les basta un objetivo. Y cuando lo alcanzan, se fijan otro, aunque el camino sea diferente y haya que redoblar esfuerzos. En resumen, un hombre que vivía para una idea y no la abandonaba nunca mientras no se hiciera realidad, costara lo que costara. Además, Nicandre actuaba siempre de una forma muy pausada, como si el tiempo no existiera para él.

Por lo demás, esta manera de comportarse parecía ser una regla que adoptaba la gente en Yggdrasil, donde todo era relativamente apacible y silencioso a pesar de los cientos o miles de personas que transitaban por allí. Teniendo en cuenta que ese árbol era el centro neurálgico de la guerra que se avecinaba, resultaba paradójico.

Kimyan se consideraba parte de una organización muy poderosa, cuyos engranajes iba descubriendo a cada hora, y aunque su propio cometido seguía siendo un misterio absoluto, estaba convencido de que ocupaba un lugar de honor. ¡Por fin ocupaba un lugar en la vida! ¡Por fin era útil!

Pero ¿útil para qué? El era tan distinto a cuantos lo rodeaban… Al escucharlos y observarlos, vislumbraba un mundo bastante bárbaro, sediento de venganza, destrucción y muerte, y esos sentimientos se hallaban lejos, infinitamente lejos de lo que aprendió en su tranquila isla. Pero lo que le explicaban sobre la naturaleza humana y el devenir del mundo le parecía tan claro y tan lógico, y todos eran tan amables con él…

Al salir del Pudridero, le preguntó a su tutor:

—Djagul se estaba refiriendo a mí, ¿verdad? ¿El recluta soy yo?

—Por supuesto que eres tú. Y espero que sepas apreciar el respeto que todo el mundo te muestra.

—¡Precisamente por eso! Si existe un motivo que tanto me afecta, ¿por qué no lo conozco? Djagul ha hablado de la verdad. ¿Qué es lo que debo saber?

—Debes conocer «tu» verdad, pero es un poquito pronto para ello. Venga, vamos a ver si Syrénia ha preparado tu matriz. Te he dicho que lo sabrías todo en su momento, y así será. Mañana, querido Kim, te convertirás en otro hombre, grande entre los grandes. ¡Vamos!

Volvieron a subir a la gran galería. No les quedaba mucho tiempo para visitar otras salas antes de la cena, lo que no impidió que Melys y Tristan quisieran descubrir nuevos sitios sin parar. Tristan acababa de saber que Basty y Zilibero habían encontrado un pasillo lleno de inscripciones que llevaba a una Ram abandonada. ¡Qué tentador!

Por su parte, Piphan ya había tenido bastante por ese día. Además, no tenía hambre y el brazo le dolía, así que prefirió regresar a la zona de los Filus Aquarti.