Capítulo 23

La sala de los espejos

Piphan mantuvo su compromiso y depositó el sobre misterioso en la casilla del profesor Morien. De cualquier modo, en su momento se lo explicaría a su padrino y mentor Mercurio para que le diera su opinión, pero por ahora se apresuró a reunirse con los demás para asistir a la entrega de cintas.

Los Filus Aquarti estaban al completo, pero aún faltaban dos Draco Dormiens y un miembro de Dor-Aike. Olivia Reojo, la profesora de oráculos y videncia, y el maestro Ashanashanti se ocuparían de la tarea.

Tal como les había informado Aelys durante la comida, el maestro Ashanashanti impartía control de fluidos y energías. Quienes ya lo conocían se sorprendían de que llevara más de cuarenta años enseñando en Elatha. Calvo y sin arrugas, parecía un bebé barbudo con la particularidad de que llevaba la barba, rasa y fina, curiosamente cortada: a partir de las prolongaciones del bigote, le zigzagueaba por las mejillas, se le prolongaba por encima de las orejas y le retornaba por debajo del mentón hasta llegarle al labio inferior. Como ocurría con Alban Sintonis, costaba ponerle edad, aunque no aparentaba más de treinta años. Era como si el árbol-madre escondiera la fuente de la juventud.

Mientras esperaban a los ausentes, Piphan se alegró de encontrarse de nuevo con Melys, a quien había visto de lejos en el refectorio. Lo acompañaba su ya inseparable Tristan.

—¿Qué, cómo fue vuestro paseo nocturno?

—¡Agotador! Casi recorrimos todos los sitios que no requerían contraseña, y aunque no nos metimos demasiado por las raíces, fuimos hasta lo más alto que pudimos.

—¿Subisteis a la corona?

—¡Y aún más arriba! Más arriba de la puerta de los Aparecidos; vaya, prácticamente llegamos a la cima. Si mis cálculos son buenos, el árbol-madre mide dos mil doscientos veintidós metros de altura.

—¿Y qué hay ahí?

—¡Absolutamente secreto! ¡Tienes que ir a verlo! Bueno, es broma; mira, encima de la puerta de los Aparecidos hay una especie de torrecilla plana, como una especie de semáforo. No logramos acercarnos, pero alrededor hay un camino de ronda desde el que se ve el cristal.

—¿Qué cristal?

—¡Sí, hombre, un enorme bloque de cristal verde, super-bien tallado! Como no nos era posible ver algunas caras, no estamos completamente seguros, pero creemos que es un dodecaedro, un volumen de doce caras; o sea, doce pentágonos.

—A mí la geometría… ¿Oye, y para qué sirve tu dodecaedro?

—Lo primero que se me ocurrió es que está instalado ahí para captar energía, o para emitirla. En cualquier caso, es soberbio. Por la luz que lo atraviesa, podría ser un bloque de esmeralda. Pero bueno, era de noche, y con un bloque de ese tamaño… nada es seguro.

—¡Excelente intuición! —intervino el maestro Ashanas-hanti—. Disculpad si me inmiscuyo en la conversación pero, ya que vuestra curiosidad temeraria os condujo hasta Dodeca-drán, pues así lo llamamos, es mi deber aconsejaros prudencia si tenéis intención de ir a verlo de nuevo.

—¿Por qué, maestro? —quiso saber Tristan—. ¿Está prohibido?

—Si lo estuviera, no habríais tenido ni la posibilidad de acercaros. Pero si el camino de ronda os mantuvo a una distancia considerable del Dodecadrán, no es porque sí. Ni se os ocurra aproximaros más, y menos aún tocar el cristal porque os arriegarías a ser destruidos al instante, y os garantizo que ninguna magia podría salvaros.

Al captar la gravedad de las palabras del maestro, la mayoría de los alumnos presentes se agruparon a su alrededor.

Dado el peligro potencial del Dodecadrán, era evidente que todos los alumnos debían estar informados de ello desde su llegada a Elatha. El cristal, en efecto, hacía de emisor-receptor, y las energías susceptibles de atravesarlo poseían tal potencia que no eran equivalentes a ninguna otra, pues, buscando una comparación, se podría decir que el láser más potente de los moazis sería como una cerilla. En esos momentos el cristal se hallaba en acción latente, y, por ello, las visitas se habían aplazado para más tarde.

Como adivinaron Tristan y Melys, se trataba de una esmeralda de doce caras. El cristal estaba en relación directa con otros elementos —también de esmeralda—, uno de los cuales se hallaba en el punto más remoto del árbol-madre, al que los maestros llamaban Tabula Smaragdina.

—Pero cada cosa en su momento —dijo el maestro Asha-nashanti—. Y por ahora, ya que parece que todo el mundo está aquí, procederemos a la entrega de vuestras cintas personales. Mi colega Olivia os explicará las pautas.

Los tres pronaos reunidos formaron un amplio círculo.

—Aunque seáis nuevos, creo que todos sabéis que las cintas forman parte de los atributos de Elatha. A estas alturas ya habéis conocido a suficientes Antiguos, maestros o profesores, que la lucían en el frente.

Mientras hablaba, la profesora Reojo se paseaba entre ellos y les entregaba una cinta a cada uno.

—Sí, sí, adelante, os las podéis poner. Por ahora, estas cintas son simples trozos de tela con el nombre de Elatha grabado. Digamos que aún no están cargadas. Pero si os las colocáis en la frente como es debido, es decir, de forma que el nombre quede en vuestra nuca… Vamos, ponéoslas correctamente.

A Piphan le dio cierta aprensión sujetársela. No creía que corriera peligro, pero no lo podía evitar; la primera prueba de una cinta como aquélla era más que un recuerdo…

—Ahora —continuó la profesora Reojo—, si pasáis el dedo por el centro de la cinta, que por lo tanto también es el centro de vuestra frente, notaréis una parte más dura; es un pequeño cristal metido en la trama de la tela. De momento se trata de un simple cristal de roca, aunque no está pensado para que lo siga siendo, pero eso lo veremos enseguida.

Hizo una pausa para señalarles la puerta de la sala de los espejos, y prosiguió:

—Esta sala tiene la particularidad de que, en ella, se ha de estar solo. Y no os preocupéis, porque si hay alguien en el interior, la perla de entrada se negará a abrirse aunque seáis el mayor mago de Elatha. Así pues, entraréis en la sala uno por uno. Puede que su oscuridad os sorprenda al principio, pero vuestra visión se adaptará enseguida. Ya en la entrada os encontraréis frente a un gran espejo, más o menos del doble de vuestro tamaño. Colocaos correctamente delante de él, concentraos un poco y aguardad. Entonces un rayo de luz se reflejará con mucha rapidez entre el espejo y el cristal de vuestra cinta; a lo mejor sentís un poco de calor o un ligero picor, pero no pasa nada. Mantened vuestra posición hasta que el rayo desaparezca; es cuestión de segundos. A continuación salid de la sala… Y fin de la primera etapa. ¿Quién quiere empezar?

Curiosamente, aunque eran muchos los que anhelaban tener la cinta, no se atropellaron para aproximarse a la puerta. Las explicaciones de la profesora Reojo eran claras, y todo parecía muy simple, pero la idea del rayo, del calor y del picor…

El primero en superar sus temores fue Viggo Moss, de los Dor-Aíke, así que tuvo la primicia del descubrimiento. A partir de ahí el círculo se disgregó, y se colocaron en fila india; Nive se situó en segundo lugar, seguida de Julia Farr, y a continuación los otros veintiún miembros de los tres pronaos de iniciados.

Como era evidente, a Viggo Moss lo acribillaron a preguntas en cuanto salió de la sala.

—No, no, no —intervino al instante la profesora Reojo—. Ya tendréis tiempo de compartir vuestras experiencias más tarde. Viggo, preséntate al maestro Ashanashanti. Venga, el siguiente. Nive Lancroy, ¿verdad?

Mientras Nive desaparecía a su vez en la sala de los espejos, el maestro Ashanashanti examinaba el cristal de la cinta de Viggo Moss.

—Ojo de tigre. Tu piedra inicial es un ojo de tigre; amarilla y roja. Muy bien, señor Moss. Esa piedra significa impulso emprendedor y una gran visión interior. Habrá que trabajar tu plexo solar.

A medida que salían de la sala, el maestro iba apuntando en un pergamino lo que él denominaba «piedras iniciales». La exposición ante el espejo transformaba el cristal de roca en una piedra única y diferente para cada cual. Y, a pesar de que quedaba disimulada por el tejido, el maestro Ashanashanti adivinaba de inmediato su naturaleza. De ahí podía deducir el trabajo que el alumno debía realizar para que sus energías interiores armonizaran con las exteriores.

—Debéis comprender —explicó Ashanashanti— que este punto central de la frente es una puerta de entrada para las energías exteriores. De momento, conformaos con recordar que está en correspondencia con la glándula pineal. Siempre que se la estimule de forma adecuada, dicha glándula es el emisor-receptor más poderoso de nuestro organismo. Si os parece interesante, os invito a asistir a mis clases.

Antaño, mucho tiempo atrás, los primeros magos no necesitaron cintas para estimular esa glándula, también llamada epífisis, pues tenían una percepción directa del universo. Por motivos que el maestro les invitaba a averiguar en historia de la magia, los humanos ya no disponían de capacidad para esa percepción sin recurrir a las piedras.

—Por favor, maestro —intervino Jaufrette—, díganos por qué a cada uno le toca una piedra distinta.

—Señorita Dallan, ¿crees que alguno de tus compañeros se parece a los demás?

La respuesta era tan evidente como abrumadora. Pero Jaufrette se preguntaba por qué el espejo había transformado su cristal en una cornalina naranja, pues ella hubiera preferido una piedra lunar, como la de Nive, o una aguamarina como la de Angelette.

—No te desilusiones, señorita Dallan. Aunque tu piedra fuese un diamante azul, piensa que no estamos entre moazis. Estas piedras tienen el valor que tú les otorgues. El único cometido del espejo es reflejar el valor energético que, en la actualidad, guardas en tu interior; por ello, hablamos de piedras iniciales. Pero eso significa que cambiarán con el transcurso de vuestra evolución, y que se verán exentos de ellas quienes se conviertan en magos sin par, o en dioses, diosas o estrellas…

Mientras duraron estas explicaciones y el debate que generaron, fueron pasando todos ante el gran espejo. Kaylé supo, pues, que un ópalo de fuego adornaba su frente; Salomon estaba contento con el zafiro azul que debía unificarle el espíritu, y Piphan debería ir tirando con la aventurina que, según se suponía, equilibraría sus miedos y le abriría la conciencia a las leyes del universo.

Pero, tal como les había advertido la profesora Reojo, el ritual del espejo constituía la primera etapa, y como cada uno contaba ya con su piedra inicial, podían pasar a la siguiente etapa.

—A pesar de esta primera transmutación de vuestro cristal, debéis saber que aún está vacío y no os otorga ningún poder. Pero si ya está a punto para recibir las energías exteriores, es porque la naturaleza se basta a sí misma para proporcionárselas, sin necesitar nuestra colaboración. A partir de ahí surge la segunda etapa, que consistirá en cargar vuestras piedras y hacer que concuerden con las energías que hay en vosotros. Así pues, reclamo toda vuestra atención: entraréis de nuevo en la sala de los espejos y os situaréis como ya habéis hecho antes. Pero esta vez, en cuanto el rayo de luz aparezca, os acercaréis al espejo y lo atravesaréis.

—¿Como hicimos con las alfombras-umbral de los Mostradores del Gremio? —preguntó Basty Labrador.

—Más o menos. Pero al otro lado no encontraréis el zoco de los mercaderes del Gremio, sino más espejos; muchos espejos. Cuatro mil noventa y seis, para ser exactos. ¡Mas no creáis que los veréis todos! Hoy comprobaréis que están dispuestos uno junto al otro, y siguen un camino en espiral que quizás algún día os conduzca al centro de la sala. Para cargar vuestras piedras, necesitaréis los diez primeros. De modo que os colocáis delante del primero…

—¿A la derecha o a la izquierda? —interrumpió Viggo, muy pragmático.

—No tendréis más remedio que poneros a la derecha, puesto que la espiral que describe la alineación de los espejos gira de derecha a izquierda. Es un camino que retrocede en el tiempo. Pero no cualquier tiempo, sino el vuestro, el de cada uno de vosotros. Por esta razón, las cintas se cargarán de una manera única y personal. Cada espejo, ante el que os detendréis el tiempo que queráis, reflejará una serie de imágenes, imágenes de vosotros mismos, en un momento y un lugar determinados, que únicamente os pertenecen a vosotros. Los primeros espejos os mostrarán imágenes recientes, pero cuanto más avancéis por la espiral, tendréis recuerdos más lejanos. Incluso podríais remontaros hasta vuestro nacimiento. En ese caso os encontraríais ante el último espejo, pero os repito que hoy nos dedicaremos a los diez primeros. Es posible, no obstante, que algunos no os envíen ninguna imagen. En ese caso, concentraos más si cabe. Y si no ocurre nada, pasad al espejo siguiente. Esto es y será todo por hoy. Viggo, conservas la opción de entrar el primero.

Viggo Moss desapareció por segunda vez en la sala de los espejos. Mientras tanto, la profesora Reojo y el maestro Ashanashanti eran acribillados a preguntas. De nuevo todo era muy simple, pero los miedos no cesaban, ya que ningún alumno se había enfrentado nunca a un espejo que no reflejara el presente. Perline temía equivocarse al contarlos y recorrer nueve espejos, o pasar de largo hasta el undécimo…

Pero no había nada que temer y, a decir de la profesora Reojo, era mejor descontarse que pasarse. Llegar hasta el duodécimo, o incluso al decimosexto o al decimoséptimo espejo, siempre dependería de ellos. La primera carga de las piedras se limitaba a una decena de etapas, porque era agotador concentrarse diez veces seguidas si no se estaba acostumbrado. Y había cuatro mil noventa y seis espejos por remontar…

—Pero entonces —se inquietó Basty—, si hoy solamente nos detenemos delante de diez espejos… ¿Tendremos que volver más de cuatrocientas veces a esta sala?

—Sí, ¿y qué? No se trata de ninguna carrera. Si algún picarón echara a correr por la espiral para ver los últimos espejos a toda costa, su absurdo esfuerzo sería en vano. Por un lado, las imágenes reflejadas en los espejos son necesarias para cargar vuestra cinta y forman parte de vuestro aprendizaje, y por otro lado, las que no veréis son por fuerza las más importantes. Ya os he dicho que es posible que algunos espejos no reflejen nada. Bien, no es grave, y eso no os quita la posibilidad de pasar al espejo siguiente. Pero tendréis que regresar a la sala mientras queden imágenes vacías, es decir, espejos que no hayan reflejado nada. Y sí, señor Labrador, eso puede llevar varios años. Ahora bien, si alguien sale de esta sala sin haber visto nada en ningún espejo, tendrá que visitar la enfermería para que le curen la amnesia. O tal vez sea un fantasma y ya no necesite ninguna cinta.

Aunque la profesora Reojo terminó su rollo con una nota de humor, todos comprendieron que más valía ceñirse a sus consejos.

Viggo Moss salió de la sala como había entrado: ni su rostro ni su comportamiento revelaban ningún cambio visible, hasta el punto de que el temor general se disipó. Sin embargo, no iba a ser igual con todos.

Los espejos sólo enseñaban los recuerdos destacables. La señorita Reojo explicó que se llamaban huellas mnemónicas o, simplemente, imágenes clave, es decir, las de nuestras emociones. Y si bien un espejo permitía revivir un momento de gran felicidad, otro remitía forzosamente a los miedos y angustias más profundas.

De modo que Kaylé salió jadeante y blanco como el papel, aunque no había logrado superar el cuarto espejo. Al remontarse al pasado, el primer recuerdo, todavía fresco, era su encuentro con Salomon; nunca hubiera imaginado que lo habría marcado hasta ese punto, pero así era. Volvió a verlo de pie en la perla de entrada de su habitación y sintió otra vez la emoción contenida que había experimentado en ese momento. Aunque tenga tu misma edad, no se conoce a un Flamel todos los días…

El segundo espejo le mostró una imagen que sin duda no iba a ser el único en ver: la salida del soanambo del bosque de los zindris cuando Uculunculú los condujo hasta Elatha. Descubrir ese gigantesco árbol-madre había dejado una huella radiante en su espíritu, un momento de pura felicidad.

El espejo siguiente no retrocedía mucho más en el tiempo, pues se remontaba a un momento antes de emprender el camino por ese mismo pasillo-umbral. Igual que los demás Filus, al darse la vuelta vio cómo todos los zindris se habían erigido en sus araucarias para desearles buena suerte y agradecerles que hubieran descubierto Avalon. Era una imagen de alto contenido emocional.

Fue en el cuarto espejo donde la cosa se echó a perder. Al principio no reflejaba nada, y aunque Kaylé se concentró mucho, el espejo parecía un agujero negro. Se acordó de que en tal caso se podía pasar al espejo siguiente, y volver al anterior otro día. Pero él no era de los que abandonan fácilmente, así que decidió concentrarse una vez más, y ahí todo se torció. El espejo empezó a atraerlo sin que él consiguiera resistirse, y aunque seguía sin formarse ninguna imagen, la fuerza de atracción iba aumentando sin parar. Tuvo la sensación de quedarse ciego, de caer dentro del espejo, absorbido por el vacío, en un descenso inacabable por un abismo sin fondo; notó presión en la cabeza y unas garras que lo penetraban, hasta que, de repente, tuvo otra impresión: una especie de tenaza gigante acababa de agarrarlo por la cintura como si fuera a partirlo en dos, mientras oía unos gritos que no parecían humanos. El mismo chillaba con todas sus fuerzas, convencido de que nadie podía oírlo y de que su fin se acercaba. De pronto notó algo blando bajo los pies, y la caída aminoró. Le dio la sensación de que lo oprimían, pero las piernas ya no le respondían y se dejó caer al suelo.

Al abrir los ojos, descubrió que seguía frente a un espejo desesperadamente negro; las piernas le flaqueaban y la respiración se le entrecortaba. Decidió que, de momento, dejaría de cargar su cinta, por mucho que dijeran la profesora Reojo y el maestro Ashanashanti. La sala de los espejos no era en absoluto tranquila para todo el mundo.

Por supuesto, nadie lo regañó. Al contrario, como enseguida adivinaron el impacto emocional que había experimentado, el maestro Ashanashanti le puso una mano en el cuello y otra en el plexo solar, y Kaylé recobró la calma en cuestión de segundos.

—Has sufrido una caída —dijo el maestro—. Y vertiginosa, además. Lo curioso es que el cuarto espejo no puede ir lejos en el tiempo. ¿Cómo es posible que no te acuerdes de un acontecimiento tan reciente?

Ante esta reflexión, Piphan comprendió de qué se trataba, y, aparte de él, Albucesto era el único que lo habría entendido: Kaylé acababa de revivir el ataque de los voluptérix y su salvación gracias al simorgh. La pluma mágica bastó para curarle las heridas físicas, pero no le borró el trauma causado. Kaylé escapó de la muerte, y eso formaba parte de su historia personal. Pero ni siquiera un simorgh podía incidir más en la vida de alguien que no fuera su protegido.

El aspecto de Kaylé enfrió un poco los ánimos de los que creían que la carga de las cintas era una mera formalidad. Sin embargo, la mayoría de alumnos salieron bastante rápido. Se miraban en el segundo espejo sin dificultades y ponían cara de contentos por haber revivido sus últimos buenos momentos. Perline no se equivocó en la cuenta y Mini Floriot superó ampliamente el cupo, ya que llegó al espejo decimoctavo, y salió con una sonrisa de oreja a oreja que daba gusto ver; todos los momentos que se le habían reflejado eran de alegría, como si su vida no contuviera otros.

Si se hubiera concedido un premio a las visiones tenebrosas, se lo habrían llevado los Filus Aquarti. Salomon, por ejemplo, no consiguió pasar del segundo espejo. En el primero, se vio en compañía de Arthur M a su llegada a Abracadagascar; ambos realizaron la última parte del viaje a lomos de ballenas jorobadas, hasta la bahía de Toliara, y desde allí utilizaron un hipogrifo nocturno para aterrizar en Elatha. Todo muy agradable. Pero el segundo espejo lo dejó paralizado al reflejarle su último gran susto.

Ocurrió antes de su partida de Sión cuando todavía estaba en Europa, en el sombrío barrio de la empinada ciudad de Montispilliarus. Arthur M y su amigo Guilhem organizaron una trampa contra un dahal llamado Djagul. La información de buena tinta que le hicieron llegar a este individuo daba a entender que el joven Flamel asistiría al Gran Athanor en compañía de su amigo Rohan. Los dos chicos estarían solos, y a esa hora tan avanzada, la calle se encontraría casi desierta. Una auténtica ganga para un dahal con ganas de promocionarse.

En realidad quien iría con Flamel sería Guilhem, el amigo de Arthur M, que adoptó la apariencia de Rohan. Por su parte, Arthur M prefirió disfrazarse de vagabundo borracho y mantenerse a cierta distancia, preparado para intervenir si algo no marchaba según lo previsto. Pero todo estuvo a punto de irse al garete, pues Djagul no acudió solo a la cita, sino con otros dos dahals. De modo que, en cuanto se entabló el combate, Arthur no tuvo otro remedio que lanzar un sortilegio de parálisis fulminante que dejó a los dos espontáneos fuera de combate. En tiempos normales, el maestro nunca se habría permitido atacar a unos hombres por la retaguardia, pero esta vez había demasiado en juego: Salomon debía morir, y Sarpedón, convencerse de ello.

Por desgracia, a Guilhem se le ocurrió lo mismo que a Arthur y, precisamente, en el mismo momento: desembarazarse en primer lugar de los dos acólitos. Siguiendo un razonamiento semejante, Djagul apuntó a Guilhem para dejarlo fuera de juego, tomándolo por Rohan y pensando que era el más débil; lanzó, pues, un sortilegio de impedimento total de tal potencia, que a Guilhem, demasiado ocupado en eliminar a los otros dos dahals, no le fue posible esquivar el rayo. Así que fue proyectado hacia atrás y acabó tieso en el suelo, con los ojos desorbitados y obligado a asistir impotente al resto del combate.

Salomon, que creía que le bastaría con realizar un simulacro de lucha, se vio envuelto en un combate de verdad aunque apenas sabía utilizar su bastón. En dos ocasiones efectuó una buena parada, pero se preguntaba a qué esperaba Arthur para intervenir; él no estaba a la altura para resistir mucho tiempo contra un dahal tan agresivo como ese Djagul, aunque le hubieran asegurado que no era muy avispado, ni le estuviera permitido lanzar ningún sortilegio de estallido si no quería destruir lo que había ido a buscar.

A todo esto, de entre las sombras de un porche contiguo, salió otro vagabundo, pero uno de verdad, un moazi que parecía bebido, aunque no hasta el punto de perder del todo la cabeza, y a quien no le gustó lo que veía: un tío que se estaba metiendo con unos crios. De modo que se interpuso de repente y se abalanzó sobre Djagul vociferando vete a saber qué. El dahal no avisó y… Los ojos de la quimera del extremo de su bastón de ébano se encendieron y lanzaron un terrible sortilegio de estallido que hizo papilla al desafortunado borrachín.

Al revivir la escena, Salomon olió de nuevo los amasijos de carne y sangre caliente mezclada con vino que le cayeron encima. Pero aquella ocasión única fue la que aprovechó Arthur antes de que todo se fuera al traste. En el preciso instante en que Djagul abría fuego con su bastón quimérico, Arthur lanzó un magistral sortilegio de jugarreta que envolvió a la vez a Salomon, al dahal y al vagabundo. Salomon quedó paralizado en el suelo, con un boquete en el vientre y las tripas al aire; se trataba de una ilusión óptica debida al genio de Arthur, pero Djagul se lo tragó. Se convenció de que era su propio sortilegio el que había atravesado al vagabundo, lo había hecho estallar y había alcanzado al joven mago en el vientre.

«Casi me cargo la piedra», fue lo único que pensó.

Salomon no podía mover ni una ceja, ni emitir el menor sonido, pero lo veía todo como si sobrevolara la escena. Y aun hoy, contemplando la escena en el espejo, olía todavía el fétido aliento de Djagul al inclinarse sobre él y deslizar la mano bajo su túnica roja hecha trizas. En el instante en que el dahal se apoderó de la piedra roja, Salomon se sintió vacío de su esencia vital, y no le costó mucho hacerse el muerto, pues esta vez pensó que lo estaba de verdad.

A todo esto Arthur recuperó enseguida su aspecto habitual, y simuló llegar al lugar de la catástrofe; desafió a Djagul en singular combate y, al fin, el plan se desarrolló según lo previsto. El dahal huyó por la callejuela más próxima, creyendo que había cumplido su misión: ver al joven Flamel con las tripas al aire y llevarse la piedra mágica, prueba indiscutible de su proeza. El Señor de las Tinieblas estaría contento con él, porque transportaba entre las manos aquel objeto tan codiciado y, además, el último poseedor del secreto ya no existía. En cuanto a ese maldito Arthur M, ¿para qué luchar con él? ¡Ya se encargaría el amo en su momento!

Por supuesto, la piedra de Djagul con que acababa de hacerse el tonto no era la auténtica. Pero era tan perfecta, que ni siquiera Sarpedón se daría cuenta del engaño hasta más tarde. En la siguiente luna llena, los primeros rayos la harían explotar, y entonces no sería conveniente estar al alcance del burlado Señor Negro.

Entretanto se hizo un simulacro de entierro en la agradable ciudad de Montispilliarus, para acreditar ante los medios la desaparición del último Flamel.

Pero, aunque todo fue puro teatro, Salomon vivió muy mal ese episodio y no le apeteció entretenerse en la sala de los espejos. A diferencia de sus nuevos compañeros, había visto a los dahals de cerca y, además, fue un blanco privilegiado para ellos, y se merecía una tregua. Por lo demás, el maestro Ashanashanti lo felicitó por habérsela otorgado.

—No te disgustes, Salomon, porque tendrás todas las oportunidades del mundo de cargar tu cinta, y no es necesario recordarte que deberás prestar especial atención a los fenómenos de resonancias que se puedan derivar. Arthur M ya me advirtió que quizá tuvieras problemas al revivir determinadas escenas, y yo creo que deberías tomarte tu tiempo antes de regresar a la sala de los espejos. Por otro lado, si te apetece asistir a mis clases, puedo asegurarte que te irá muy bien. Reforzarías la mente.

—¡Si usted lo dice! —replicó Salomon—. A propósito, maestro… Me han hablado de la compartimentación mental. ¿No cree que…?

—¡Un complemento excelente! ¿Te gustaría hacer un curso con los zindris?

—Sí, ya lo creo.

—En tal caso, cuanto antes, mejor. Yo me encargo de organizado.

Piphan se alegró al cerciorarse de que su idea de enviar a Salomon con los zindris no era tan mala, pues parecía requerir cierta urgencia. Al verlo salir de la sala con una expresión tan confusa y sabiendo que no había pasado del segundo espejo, temió que le llegara su turno. Primero Kaylé y ahora Salomon…

Pero, en cambio, no le fue tan mal, ya que reunió el coraje y la concentración necesarios para recorrer los quince primeros espejos. Estos, con una regularidad casi perfecta, alternaron recuerdos buenos y malos. A Piphan le divirtió la experiencia, aunque se ruborizó al advertir que el último impacto sufrido por su espíritu correspondía al alba cuando los echaron de la sala del consejo disciplinario.

A continuación percibió imágenes comunes a todos los Filus Aquarti: la primera visión del árbol, el bosque de los zindris, Albucesto, los nautilos gigantes… Muchos momentos de felicidad intercalados con angustias, como el episodio de los voluptérix atacando a Kaylé y del simorgh surgiendo del abismo. Esta vez distinguió un poco mejor al pájaro divino, pero su vuelo rasante pasándole por encima de la cabeza seguía siendo igual de rápido que entonces. Los espejos no disponían de ninguna función a cámara lenta.

El sexto espejo le hizo revivir el ataque de los marlúes, pero se dio cuenta de que no fueron éstos los que más lo impresionaron, sino los hombredusas. Luego contempló aquella otra escena dramática en la que, yendo en taxi, estuvieron a punto de chocar contra el faro de Albaran, y a ésta le siguió el episodio en que su grueso libro sobre los arquetipos volaba por los aires dirigiéndolo según su voluntad; se hallaba entonces con su padrino Mercurio en la trastienda de Anselme Trumeau, y era su primera acción mágica consciente.

En el décimo espejo, se encontró otra vez en el cuarto de baño de casa de los Marbode, en cuyo espejo se contempló a su vez luciendo la cinta verde de una desconocida en la frente… Al principio se apoderó de él el mismo espanto que experimentó entonces. El espejo del cuarto de baño, a través del de la sala, le envió la imagen de aquella mujer-serpiente que parecía a punto de saltarle encima. Y, cómo no, la escena se detenía en cuanto él se quitaba la cinta. Entonces se concentró varias veces delante de ese décimo espejo, para contemplar repetidamente las imágenes. Poco a poco, logró mirar a la mujer-serpiente sin que le diera miedo, y habría apostado a que no iba a saltarle encima. Además, esa cinta no era suya, sino de Aelys.

Y si no hubiera sido por los ojos rasgados de aquel rostro ondulante que emergía de la tersa y reluciente piel, habría dicho que se parecía mucho al de Aelys, precisamente. Era un misterio más, pero al menos el miedo a la mujer-serpiente había desaparecido.

Por ese motivo, continuó remontando un poco más la espiral del tiempo, de modo que contempló su descenso a los ba^ rrios bajos de Tsimis-Voula en los que volvió a ver, angustiado, a aquellos niños flacos y enfermos, que vigilaban con el rabillo del ojo los calderos donde hervían ratas destripadas; vio otra vez a Aelys conduciendo un carro tirado por unicornios, revivió la escena en la que dejó a Kimyan en las rocas de la punta de Rodin, luego a Bertille en la cocina del orfanato y después a la lubina en el Malabarista naufragado. Pero en el decimoquinto espejo se halló de nuevo ante una mujer-serpiente, mucho más vieja y arrugada, como aquella a la que se encaró en la punta de Albaran. Ahora sabía que se llamaba Equidna y que era pariente de… Aelys.

Agotado, se detuvo ahí. Y aunque acababa de comprender y de vencer muchos miedos, también se dio cuenta de que cuatro de los quince primeros espejos tenían que ver con Aelys.