Capítulo 21

Misterios en el ágora pequeña

Apenas despuntaba el día cuando Piphan se despertó dando un salto al acosarle un pensamiento aún entre sueños. ¡Casi se olvida de que Aelys Crowley iba a someterse a un consejo disciplinario aquella mañana! Se puso a toda prisa sus pantalones cortos verdes y metió la cinta de la muchacha en la bolsa de tela de Mider… ¡La tela de Mider! ¡Qué idea tan genial se le ocurrió de pronto! Todavía no había probado la invisibilidad y le pareció que ésa era una ocasión excelente; así evitaría encuentros indeseables… No obstante, se le presentaba un cruel dilema: si se volvía invisible, Aelys no sabría quién era él… Finalmente, decidió que lo más importante era que primero ella encontrase su cinta; lo demás ya se vería. De momento, ser invisible significaba poder mirarla a placer sin que ella lo sospechara. Y le pareció que la perspectiva valía la pena.

Así pues, salió corriendo, aunque no llegó demasiado lejos. Y es que apenas hubo franqueado su perla de entrada, se dio de morros contra un obstáculo invisible. El impacto fue proporcional a su impulso, de modo que fue a dar en el suelo y pensó que se había roto la nariz. Al mismo tiempo oyó una queja idéntica a la suya procedente del vacío que había a dos metros delante de él. Cuando alzó un poco la cabeza, vio dos zapatos agitándose en el suelo, sin dueño. Y de repente intuyó que…

—Kaylé, ¿eres tú?

—No, no soy Kaylé —dijo una voz nasal.

Piphan se sobresaltó. Sin siquiera enderezarse, retrocedió a rastras para alejarse de esa presencia invisible. La voz, menos nasal pero tan atemorizada como la de él, continuó diciendo:

—¿Quién eres?

Esta vez, Piphan identificó la voz y soltó un gran suspiro de alivio antes de retirarse la capucha para dejar el rostro al descubierto.

—Oye, tienes una cabeza de plomo… —prosiguió la voz—. Creí que no respiraría de nuevo.

Después de quitarse su propia capa de invisibilidad, Salomon apareció como el dueño de aquel par de zapatos; también se había caído al suelo y se palpaba la cara. Eso sí que era darse de bruces con alguien. A los dos chicos se les había ocurrido hacer de hombre invisible, y se abalanzaron a la vez hacia el mismo camino. Así descubrieron otro inconveniente de la invisibilidad cuando uno no es el único que la emplea.

Como hacía siempre que no conocía un sitio, Salomon se había levantado temprano para explorar el Naos antes de que se despertaran todos, a fin de descubrir algunos puntos de referencia. Cuando Piphan le explicó sus propios motivos, se dio cuenta de que el tiempo volaba y aún le faltaba un buen trecho para llegar al ágora pequeña.

—¿Puedo acompañarte? —le preguntó Salomon.

Piphan dudó unos segundos. Hubiera deseado guardarse para él ese primer encuentro con Aelys. Pero, por otra parte, el «rotatorio» acababa de aterrizar en Elatha y no conocía el lugar, necesitaba ayuda y, sobre todo, ya había enseñado sus cartas. Ahora era el momento de demostrarle que el Pacto de los Monos iba en serio.

Mientras recorrían las ramas en busca de un mapa del árbol-madre, Piphan le explicó sobre la marcha sus motivos para ir al ágora, y le comunicó su intención de asistir al consejo disciplinario. A Salomon no le pareció mal el plan. También a él le hacía cierta gracia saltarse las normas, ya fuera forzado por las circunstancias o por propia voluntad, y sucedía que, desde hacía algún tiempo, se las saltaba por propia voluntad cada vez más a menudo. Debido a su cualidad de rotatorio, teniendo que cambiar de un Naos a otro sin cesar, las normas lo fastidiaban profundamente.

El ágora pequeña se hallaba a unos mil ochocientos metros de altura y no tenía ramas laterales de las que agarrarse, ni tampoco enlaces, pues se subía directamente por un astábulo central.

Desembocaron, por lo tanto, en medio de un pórtico cuyas columnas interiores rodeaban la sala del ágora, mientras que las exteriores se abrían a un panorama vertiginoso. Debía tenerse en cuenta que el árbol se alzaba en una colina a mil metros de altitud, lo que suponía unos tres kilómetros por encima del nivel del mar, del que se percibía el centelleo lejano. Piphan nunca había subido tan alto, y el aire fresco lo aturdió. Tenía unas ganas de reír irresistibles, de lo feliz que se sentía. Salomon también disfrutó de esa gran bocanada de aire euforizante pero, como era más reservado, no se dejó llevar tanto por la sensación. En éstas, unos pasos resonaron bajo el pórtico. Alguien se les aproximaba.

Salomon apenas tuvo tiempo de identificar a dos personas del grupo que se acercaba: Alban Sintonis y Mori-Ghenos. Piphan, por su parte, reconoció además a Menebuch, pero los otros dos personajes, que eran mujeres, le resultaban desconocidos. Aunque se sabían invisibles, estuvieron tentados de retroceder cuando el grupo llegó, y como no se veían el uno al otro, no cesaban de darse empujones y pisotones. Pronto se percataron de que había que ponerse de acuerdo, pero, mientras perfeccionaban una estrategia, la llegada repentina de Aelys dejó a Piphan paralizado; la acompañaba Florence Cantor.

Las dos chicas, que hablaban en voz baja, atravesaron el pórtico y se detuvieron ante una puerta. Aelys se había puesto una larga capa de terciopelo, de un verde esmeralda plomizo, que resaltaba la blancura inmaculada de su blusa. A pesar de las circunstancias, a Piphan le pareció que la chica estaba deslumbrante, más aún que conduciendo el carro de los unicornios. Se sintió tan intimidado, que por un instante se preguntó qué estaba haciendo allí. ¿Qué iba a pensar de él una chica como ésa, semejante a una princesa de cuento, tan exquisita y tan diferente? El tenía menos años que ella, era un vawak y apenas se había iniciado en la magia. ¿Por qué iba a mostrar el menor interés por él? Sin duda no le faltarían admiradores, y alguno de ellos debía de gustarle; quizás hasta estuviera prometida…

Pero no era el momento de preguntarse cosas así. Había ido al ágora con un único objetivo y no debía entretenerse, pues el consejo disciplinario iba a dar comienzo en cualquier momento. Así que se situó ante la muchacha, estrujando con una mano la cinta de Elatha, y aprovechó otro instante para contemplarla más de cerca y admirar sus profundos ojos, su boca de frambuesa con reflejos plateados y su negra cabellera de rizos sedosos… Por fin se decidió a abrir la mano y acariciar ligeramente la de ella con la cinta. Aelys, sorprendida, dejó escapar un leve grito, creyendo que un insecto volador pretendía picarla. Pero, en el lugar en que había sentido que algo la rozaba, vio la cinta —¡su cinta!— flotando en el espacio. Soltó un «¡Oh!» prolongado como un suspiro y extendió poco a poco la mano. La cinta se posó en ella con la ligereza de una pluma.

—¡Pero si es tu cinta! —exclamó Florence, alborozada.

—Sí… —musitó Aelys con la voz ahogada de la emoción—. ¿Te das cuenta? Puede que ahora no me expulsen…

—Pues claro que no; era el motivo más importante de tu comparecencia ante el Consejo. Ya no pueden reprocharte nada que merezca la expulsión. ¡Se puede decir que te has salvado por los pelos!

Con pelos o sin ellos, la puerta de entrada del ágora pequeña se abrió, y una mujer le dijo a Aelys:

—Señorita Crowley… Si está lista, el consejo disciplinario abrirá la sesión.

—¡Ve! Y no tengas miedo —la animó Florence—, que no te van a echar. Te esperaré por aquí.

Piphan vio que las lágrimas ensombrecían la bonita mirada de Aelys, pero la sonrisa revelaba que eran lágrimas de alivio. De un salto se reunió con Salomon, a quien suponía en la entrada, y llamándolo en voz baja comprobó que aún continuaba allí. Y en cuanto Aelys cruzó el umbral, fueron codo con codo tras ella pisándole los talones.

Aunque la llamasen pequeña, el agora era una estancia espaciosa, ovalada y casi al descubierto. En más de un tercio de la sala, grandes arcos permitían ver fragmentos del azul del cielo, y el techo debía de estar a unos treinta metros de altura. Repartidos por el recinto, unos troncos que salían del suelo servían de asientos o tribunas, todos ellos de tamaños y alturas diferentes, sin que se adivinara si se debía a algún motivo determinado aparte del estético. En cuanto entraron, los dos chicos se escondieron instintivamente detrás de la primera columna gruesa que encontraron, luego tomaron asiento en los troncos más alejados del centro, y Piphan, señalándoselo, le indicó a Salomon quien era Menebuch.

—Y el que está justo detrás de él es el maestro Amiralbar. Acompañó al pronaos Dor-Aíke desde las Américas Orientales hasta aquí. ¿Te das cuenta del trayecto que hicieron?

No tuvo tiempo de decir nada más, pues una mano les dio una palmada en el hombro y una voz les rogó que abandonasen la sala. Aún no la conocían, pero se trataba de Elia Grandidier, una eminencia del Consejo y codirectora de estudios junto con Alban Sintonis.

—Señores, esto es un consejo disciplinario y no se admite la entrada a los alumnos a no ser que deban ser juzgados por él, lo que me parece que aún no es vuestro caso. Así que os ruego que salgáis. Teniendo en cuenta que habéis llegado recientemente a Elatha, esta vez pasaré por alto vuestra imprevista visita. Ya me imagino cómo habéis entrado, pero debéis saber que el ágora pequeña está siempre prohibida a los alumnos. Espero no tener que recordároslo nunca más.

No entendieron del todo qué estaba ocurriendo, puesto que Elia Grandidier les hablaba mirándolos a los ojos, como si sus ropas hubieran dejado de hacerles invisibles de golpe. Entonces, dirigiéndose a Piphan, ella añadió:

—Además, en el recinto de Elatha se exige un vestuario adecuado. Que yo sepa, no estamos en el baño. Aunque debo reconocer que tenéis un cuerpo atlético, no es necesario que lo exhibáis de una forma tan… inadecuada. Así que id a vestiros y, por encima de todo, no volváis por aquí.

No les quedó otro remedio que encaminarse hacia la salida.

Y a su paso, notaron de sobra las divertidas sonrisas de los maestros presentes. Pero lo que más molestó a Piphan fue que Aelys también los observara, pues se había vuelto hacia ellos y los siguió con la mirada hasta que hubieron franqueado la puerta.

De regreso al pórtico, Piphan se quitó la capucha refunfuñando. ¡Si alguna vez volvía a los Mostradores del Gremio, vaya si lo iba a oír ese puñetero de Eb’enzera! Les vendió a precio de oro una tela de Mider que no funcionaba con todo el mundo. ¡Qué estafa!

—Tiene que pasar alguna otra cosa —dijo Salomon—. Te aseguro que es la primera vez que alguien me ve llevando la capa de mi padre sobre la cabeza. No entiendo nada.

—¡O sea que era eso! —exclamó una voz detrás de ellos, justo cuando Salomon se retiraba la capa de invisibilidad. La voz pertenecía a Florence Cantor, y esta vez sí que el secreto de los chicos quedó del todo al descubierto—. Erais vosotros los de la cinta que ha vuelto sola, ¿no? ¡Lleváis ropa hecha con tela de Mider!

Mientras se ponía la sudadera con capucha, esta vez por el lado visible, Piphan le contó a Florence con qué intención lo había hecho y cómo los habían expulsado del ágora. Y ella le respondió que habían sido muy ingenuos, porque si el ágora pequeña estaba reservada a los maestros, era obvio que gozaba de la protección más sofisticada. Entre otras cosas, la tela de Mider no tenía allí ningún efecto, pues el ágora convertía en invisibles las prendas que proporcionan la invisibilidad… menos para quienes las llevaban puestas, que seguían viéndolas como tales.

—Ah, claro… —cayó Piphan en la cuenta—. Por eso me ha dicho…

Se interrumpió de golpe ante el pequeño ataque de vergüenza que lo ruborizó. Si la ropa confeccionada con tela de Mider no tenía ningún efecto en el ágora, casi se había quedado desnudo delante de la asamblea. Seguro que sus pantalones cortos de color verde habían resultado de lo más ridículo dadas las circunstancias, y la serie de inconvenientes derivados de la falsa invisibilidad no cesaba de aumentar.

—Menos mal que llevaba pantalones cortos debajo de los vaqueros —remató con un resoplido.

—Ventajas de las prendas invisibles —replicó Salomon—; por lo general, siempre se lleva algo debajo.

Soltando francas carcajadas, se dispusieron a marchar en cuanto Piphan se hubiera puesto también los vaqueros por el lado visible mientras invocaba un tono verde que hiciera juego. Ya había tenido bastante invisibilidad por un día.

—En todo caso —señaló Florence—, os doy las gracias tanto de parte de Aelys como de la mía, porque si la expulsaran, perdería a mi mejor amiga.

—¿Y ahora qué le ocurrirá?

—No lo sé. Hay que esperar el veredicto. Supongo que le pondrán una sanción, porque sólo la pueden culpar de perder la cinta. Pero bueno, tendremos que esperar. A no ser que…

Florence vaciló antes de añadir algo, y se contuvo por muy poco. Pero como ellos insistieron bastante para que terminara la frase, acabó por preguntar:

—¿De verdad os apetece asistir al consejo?

—¿Quieres decir que existe otro modo de entrar? —preguntó Piphan, exultante de nuevo.

—De entrar, no, pero sí de asistir desde lejos. Me tenéis que prometer, sin embargo, que no se lo diréis a nadie: es un secreto de la Golden Dawn. Aunque, con el regalo que nos acabáis de hacer, creo que la Golden os debe una.

Florence los condujo hacia el astábulo más cercano, desde donde se dirigieron a otro punto del árbol que los sorprendería aún más.

—Este sitio se llama la corona —anunció.

Situada a unos cuarenta metros por encima del ágora pequeña, la corona consistía en una especie de estadio al que hubieran reemplazado el terreno central por un lago; se asemejaba a una piscina olímpica para gigantes. A continuación del amplio césped que bordeaba el agua y todo alrededor, las ramas del árbol se habían soldado entre ellas formando un entramado muy denso, que daba lugar a unas gradas. Al ver que se sorprendían de que semejante cantidad de agua estuviera encaramada tan alto, Florence explicó que ese lago era mucho menor y menos profundo que el que se hallaba encima del ágora grande. Precisamente, en ese gran lago se organizaban los juegos acuáticos, como los torneos de competiciones náuticas, mientras que el lago pequeño servía para que se bañaran los maestros, que, por lo demás, lo utilizaban muy poco. De hecho, el árbol-madre había creado esas reservas de agua con el objetivo de satisfacer sus propias necesidades en caso de sequía prolongada.

—Pero el lago no es lo que ahora nos interesa —concluyó Florence al tiempo que los conducía a un lugar concreto de las gradas.

Debajo de un asiento, un pasadizo muy estrecho desaparecía en lo hondo de la madera, un túnel por el que pasabas arrastrándote muy apretujado. Unos metros más lejos y más abajo, el pasadizo desembocaba en una cavidad donde podían estar en cuclillas tres o cuatro personas como máximo.

—Lo cavó la Golden —susurró Florence con orgullo.

Se tumbó de bruces y los invitó a hacer lo mismo y mirar hacia abajo. Unas cuantas ranuras, talladas a modo de aspillera, daban al ágora pequeña, y si bien se veía muy pequeña a la gente, el sonido llegaba casi tan fuerte como si estuvieran en la sala.

La sesión del consejo había dado comienzo. En torno a Aelys, que estaba de pie, una decena de personas se iban levantando cuando les tocaba el turno de tomar la palabra. Enseguida reconocieron a la que los había desalojado de la sala, y Florence les confirmó que Elia Grandidier era codirectora de Elatha, y mucho más. Decían que era la mujer más influyente del Consejo de los Mayores, en especial en los temas referentes a la isla, pues nadie conocía Abracadagascar tan bien como ella.

—Y el que está hablando ahora, ¿quién es? —quiso saber Piphan.

—Silvius Marbode, el profe de fantomàtica y de criaturas ctectónicas. Es supermajo.

—¿Silvius Marbode, dices? ¡Entonces es el padre de Kaylé! Pero yo creía que los profesores no asistían a los consejos…

—Es que, además de ser profe, está aquí como mentor de Aelys. Y el que está a su lado es Arthur M, mi mentor, al que adoro.

—Sí, es simpático —ratificó Salomon—. Vino a buscarme a Sión para acompañarme hasta aquí.

—¿Conoces Sión? —Florence pareció sorprenderse.

—Bueno, sí, el priorato… Es donde estudiaba antes de venir aquí.

—¡En fin! —continuó ella tras un instante de reflexión—. Y al otro lado de Silvius está Yubaba, la del turbante violeta; es miembro del Consejo, pero también enseña metamorfosis. Es una pasada: puede adoptar la forma que le dé la gana. ¡Chisss, chisss! ¡Escuchad! La que acaba de tomar la palabra es Solan-ge Arlig, la administradora. A algunos les cae bien, pero a mí no; creo que incluso es malvada. Además, detesta a Aelys. ¿Qué tendrá que decir?

Y escucharon a Solange Arlig.

—… sepa, pues, señorita Crowley, que no soy de la misma opinión de mis colegas sobre el hecho de que te llevaras sin autorización un carro mágico y seis unicornios. No me reprocharás que confiara en un comportamiento más responsable por parte de una alumna de tercer curso. Has deshonrado a tu pronaos, señorita Crowley. ¡Y a nuestro Naos! En resumen, sobre el tema de los unicornios, tomaremos las medidas que sean necesarias. Lo que no entiendo es por qué razón utilizaste los servicios de un nautilo gigante, sin llevar acompañante y sin habérsete encomendado ninguna misión. ¿Te das cuenta de que tu ligereza le acarreó la muerte? ¿Ignoras lo útiles que nos resultan los nautilos es esta época tan turbulenta?

—No, yo… Ya lo sé, señora Arlig. Reconozco mi error al haber actuado sin autorización, pero, pero… No fue premeditado. Galibot y yo nos conocíamos, ya había hecho la travesía varias veces con él. Cuando supo que yo llegaba tarde, se ofreció a ayudarme a volver. Al separarnos, estaba completamente vivo, se lo aseguro.

—¡Ya lo sabemos! Sabemos que murió acudiendo en auxilio del pronaos Filus Aquarti. La cuestión es que no tendría que haberse encontrado fuera de las zonas de proximidad o de su base de Albaran. ¡Y eso es responsabilidad tuya, señorita Crowley!

—Tal vez Aelys pueda explicarnos los motivos de su precipitado viaje a Albaran —dejó caer Alban Sintonis.

Hubo un silencio absoluto. Quizás a Aelys no le apetecía dar sus motivos, o quizá no podía darlos.

—El silencio no juega a tu favor —sentenció la administradora—. O había una razón para tu absurda escapada, y en tal caso quisiéramos juzgar su validez, o no existía ningún motivo serio y nos estás haciendo perder el tiempo.

—Yo creo —le dijo Silvius Marbode a Aelys— que podrías relatar como mínimo lo que me has contado a mí.

Aelys hubiera preferido que ciertos secretos quedasen entre ella y su mentor, pero sabía que su permanencia en Elatha dependía de la franqueza que mostrara ante el Consejo. Al menos era lo que Silvius acababa de sugerirle. Aunque consideraba que algunas cosas solamente le atañían a ella, también sabía que otras no podían mantenerse en secreto. Lo que ocurría era que todo estaba tan tremendamente enredado…

—Me enteré de que iba a tener lugar una expulsión en el islote de Nat y… tuve miedo de que algo fuese mal.

—¿Qué tenía que ver contigo esa expulsión? —la interrumpió Solange—. Ya habíamos enviado a las personas competentes y, que yo sepa, las expulsiones de brujos —en este caso de una bruja— no son de tu incumbencia.

—Equidna es tía mía —soltó Aelys con una voz completamente cascada.

—¿Equidna, tía tuya?

—Sí —intervino Silvius—. En realidad el parentesco es bastante complejo por parte materna. Equidna, para ser exactos, es tía bisabuela de Aelys. Pero pese a lo lejano de la relación, no hay impedimento para que existan sentimientos familiares…

—Ignoraba esta filiación… lamentable —masculló Solange Arlig con sorpresa.

—Es culpa mía —dijo Alban Sintonis, poniéndose en pie—. Por cuestiones de seguridad que os podéis imaginar, los únicos que estábamos al corriente de la cuestión éramos Silvius, Elia y yo mismo. Y por otros motivos, don Mercurio lo está también. En cuanto a calificar esta filiación de lamentable, Aelys no va a contradecirla, pues podemos imaginar su dolor. Pero debemos tener en cuenta que nadie elige a sus parientes, y creimos preferible que ciertos detalles no figurasen en su expediente. De modo que, al tiempo que os pido disculpas, insisto en que este Consejo guarde la mayor discreción.

Sintonis se acercó entonces a Aelys y le dijo con voz muy suave:

—Siento mucho que tu vida privada haya quedado un poco expuesta, pero te aseguro que no saldrá nada de este recinto. Personalmente, ignoraba que aún tenías relación con tu tía Equidna. Conocerás, pues, las razones de su expulsión. Y por lo tanto sabes que pesa la muerte de un hombre en esta sombría historia de herencias y terrenos.

—Sí, desde luego… Pero no fue por una cuestión de herencia.

—¡Cómo! ¿Es que tu tía tiene otra explicación?

Aelys tenía ahora los ojos anegados en lágrimas y trataba de recuperar el aliento para continuar. No dudaba de la necesidad de explicar a los responsables de Elatha todo lo que sabía. Pero, al mismo tiempo, se sentía afligida, porque eso significaba que había fracasado en la misión que se había propuesto con respecto a su tía.

—Lo intenté, le pedí que renunciara a unirse a las fuerzas oscuras, que todo se arreglaría, que la ayudaríamos. Pero me di cuenta de que ya le había cambiado la cara. ¡Era horrible! Esas fuerzas ya estaban en ella, porque había encontrado la entrada…

—¿Cómo? ¿A qué entrada te refieres?

—Lo del terreno no fue por la herencia, sino porque ocultaba una entrada, que mi primo Yoann descubrió. El quería revelarlo todo, y por eso ella lo envenenó.

—¡Explícate mejor! ¿La entrada a la que te refieres es un pasillo-umbral?

—Sí. Mi tía Equidna me dijo que unía el islote de Nat con la Nueva Europa, y que se marcharía por allí.

Un murmullo de estupor invadió el ágora pequeña. Si realmente había un pasillo-umbral en el islote de Nat, eso explicaba la reciente llegada de los dahals a las islas Protegidas.

—Pero ¿tú has visto ese pasillo? —preguntó Sintonis con apremio.

—No, no. Fui al terreno, que está justo al lado del paso del Gigante cerca de la antigua cabaña de Nagwadés. Busqué por todas partes, pero no encontré nada. Entonces ya no supe si mi tía mentía, pero puede que un sortilegio oculte la entrada, no lo sé…

—¡Asombroso! —interrumpió Solange Arlig en voz alta—. ¡Llevas diez días dudando sobre algo que nos pone a todos en peligro y no dices nada hasta hoy! Permíteme decirte que esto tampoco te ayuda demasiado, señorita Crowley. ¡Tu despreocupación es decididamente abrumadora!

Alban Sintonis le hizo a Solange una seña con la cabeza para pedirle que se calmara un poco. El momento en que Aelys se descubría con toda franqueza no era el más indicado para echarle una bronca, aunque en ciertos aspectos estuviera justificada.

Sí, Aelys debería haber hablado antes. Pero su tía había desaparecido; ella se había llevado los unicornios y había perdido su cinta, y Galibot estaba muerto. Ya no sabía qué hacer, qué decir o qué callar. Se vino abajo, sencillamente. Todo se había ido desencadenando del mismo modo que un tornillo se va enroscando poco a poco, y el tema de la expulsión la tenía del todo descolocada. La mayoría de esos diez días que le recriminaban se los pasó llorando, y la severidad incisiva de alguien como Solange Arlig no la ayudaría a considerar las cosas con claridad.

Los murmullos dejaron paso a los comentarios sobre la urgencia de la situación, mientras que, varios metros más arriba, tres pares de ojos y orejas lo seguían todo al detalle. Florence no descubría gran cosa, pues Aelys ya le había confiado todos sus tormentos, pero el corazón de Piphan latía a cien por hora. Porque era el único de ellos tres capaz de poner un rostro al nombre de Equidna, y no le placía nada; encima, aquella a la que llamó «mujer-serpiente» resultaba ser pariente de la elegida de su corazón; y para colmo de males, se enteraba de que tal vez hubiera una entrada secreta en su islote de Nat, y de que los dahals podrían haberse introducido por ella.

«¡Kimyan!», pensó de repente. Acababa de tener un presentimiento extraño y poco tranquilizador.

La voz clara de Alban Sintonis disipó el jaleo:

—Dadas las circunstancias, propongo que este consejo disciplinario aplace sus deliberaciones para una fecha ulterior, y puesto que la pérdida de la cinta de la señorita Crowley no es un hecho establecido, podemos asegurarle que continuará en Elatha. En cuanto a los otros aspectos de que se la inculpa, me parece conveniente postergar sus sanciones. A la luz de lo que acabamos de saber, es evidente que se imponen las comprobaciones. Antón conoce bien el islote de Nat, y Amiralbar es especialista en estanques. Ya que se proponen marcharse ahora mismo, declaro cerrada la sesión. ¿Algo que objetar?

Solange Arlig estuvo a punto de tomar la palabra de nuevo, pero se contuvo. Desde luego que tenía cosas que objetar, pero eran inconsistentes ante la urgencia. Finalmente, Yubaba decidió unirse a Antón Belobispo y a Amiralbar, alegando que su conocimiento de las metamorfosis podía resultar útil si el pasillo-umbral resultaba ser una realidad.

Así pues, se disponían a abandonar el ágora cuando Linos, el profesor de música esférica, entró precipitadamente y fue directo hacia Sintonis. En sus manos llevaba el pequeño cuerpo inerte de un loro gris, ya en estado de descomposición.

—Un bucentauro acaba de traer esto. He pensado que querríais verlo enseguida.

—¡Uf, cómo apesta!

—Sí, pero lo importante es que está anillado. Creo que el mensaje no huele demasiado…

Alban quitó la anilla de la pata del loro, cogió el pequeño rollo y lo desplegó. A medida que leía el mensaje murmurando, los ojos se le agrandaban de sorpresa. Invitó a Élia Grandidier a leerlo también.

—¡Lo que faltaba! ¡Vaya día! —suspiró ella cuando acabó de leer.

Alban se volvió hacia el grupo de Yubaba, Antón y Amiralbar:

—Yo diría que Aelys tiene razón respecto a la entrada en el islote de Nat. Cuando estéis allí, tratad de sonsacarle lo máximo posible a Pélagie Corbett. Discretamente, claro. Creo que sabe más de lo que querrá admitir, y temo que no haya respetado el contrato de confianza. Si es necesario, también encontraréis allí a un muchacho llamado Vouki; es posible que pueda ayudaros, por si se le ha escapado algún detalle a Bertille… Ahora me resta daros prisa y desearos buena suerte.

Acto seguido le dijo a Mori-Ghenos:

—¿Sabes dónde se encuentra Mercurio en este momento?

—Si no me equivoco, debe de estar en la isla de la División.

—¿Y crees que podríamos comunicarnos con él para pedirle que venga hoy mismo?

—Sí, seguro que es factible. Aunque su llegada está prevista para mañana. ¿Es posible esperar un poco o esto es un zafarrancho de combate? —preguntó Mori-Ghenos con absoluta calma.

—Oh… Si es por una noche, vale. No creía que estuviera tan cerca. Además, en el fondo, mañana es perfecto. Así tenemos tiempo de prepararnos.

—¿Por qué no me explicas un poco de qué va?

—Por supuesto. Vamos a mi despacho y hablaremos. Pero antes, te aconsejo que leas el mensaje del loro. Bueno, de Ber-tille.

—Espero que a ella no le haya ocurrido nada malo.

—No lo creo. Aunque la verdad es que no lo sé. El mensaje es de hace ya cuatro días. ¿Sabes, Morghen?, el inconveniente de las islas Protegidas es, como indica su nombre, que lo están demasiado. Tendríamos que haber sido informados a tiempo.

Desde lo alto de su escondite, los tres espías vieron cómo el ágora pequeña se vaciaba.

—¡Vamos! Ya podemos salir, el espectáculo ha terminado —dijo Florence.

¿Que había terminado? Piphan no tenía esa impresión. Si bien el problema de Aelys se había solucionado temporalmente, no era el caso del misterio que acababa de surgir. Para él, el final del consejo disciplinario había supuesto un aumento progresivo de la tensión. Había oído mencionar los nombres de Pélagie Corbett, Vouki y Bertille, y por último, el de su padrino Mercurio. No cabía duda de que en el orfanato sucedía algo importante. Pero lo más curioso era que no habían pronunciado el nombre de Kimyan, y en cambio, fue el primero en quien él pensó. Así pues, cuando Florence propuso presentarles a Aelys, Piphan ya no tenía la suficiente tranquilidad de espíritu para aceptar. Como ya no iban a expulsarla, habría otra ocasión. De momento, prefería buscar la forma de enterarse de algo más sin revelar que lo había escuchado todo. Decidió irse solo, caminar y reflexionar en las colinas del parque.