El árbol-madre
En cuanto declinó el día, la gran galería de la planta baja se iluminó con infinidad de perlas semejantes a las que hacían de puertas de las habitaciones, pero más pequeñas e imposibles de atravesar. Emergían de las paredes o de las columnas —en su totalidad o en parte—, en los puntos en que fuera necesaria su luz. Les explicaron que las generaba el propio árbol cuando se ponía el sol, en lugar de que lo controlaran los magos. Este hecho suponía una ventaja, pues de ese modo se evitaba tener que manejar miles de antorchas y velas; además, así se eliminaba el peligro de que se prendiera fuego al árbol. Cuantas más personas hubiera en un sitio, más perlas aparecían, o bien algunas de ellas aumentaban su luminosidad. Pero si un espacio se quedaba vacío, la mayoría de las perlas desaparecían en la madera, y las pocas que quedaban disminuían su luz. ¡Al árbol le horrorizaba el derroche!
Ante la belleza de aquel mecanismo, a Melys le entraron ganas de observar el árbol desde más lejos. Para ello, bastaba con bajar un poco la colina y se asistía a un espectáculo mágico: en la noche naciente, la gran galería emitía una corona luminosa que abarcaba toda la base del árbol; eso significaba que había mucha gente recorriéndola. En cambio, las ramas altas del árbol recordaban más bien a las guirnaldas parpadeantes de los abetos de Navidad.
—¡Lo que yo me figuraba! —exclamó Melys—. Así puedes saber qué lugares están desiertos… y comprobar que Sintonis decía la verdad: ¡el árbol se utiliza hasta arriba de todo!
—¿Creéis que habrá pronaos habitando en la cima? —preguntó Perline con un asomo de angustia en la voz.
—Seguro, porque está iluminado por más arriba que mires. ¿Es que eso te inquieta?
—¡Un poco, sí! Jaufrette y yo nos hemos asomado por los arcos del patio, y te garantizo que desde ahí ya se ve a los de abajo como a hormigas. Y si opinas que nosotros no estamos ni a un tercio del árbol…
—¡Pues ya no sé qué decirte! —rectificó Melys—. Ése ha sido mi primer cálculo, bastante aproximativo. De hecho, ahora pienso que el árbol mide más de mil ochocientos metros.
—¡Uf, pues yo con la rama maestra trece ya tengo bastante! —exclamó Jaufrette, que compartía el vértigo de su amiga—. ¿Te imaginas vivir en las ramas maestras treinta o cuarenta?
—A lo mejor ya no hay aposentos a partir de cierta altura… En todo caso, seguro que hay dependencias hasta arriba —respondió Kaylé.
—¡Y a mí me encantaría ir a verlas! —saltó Melys, que se moría de ganas.
—Tiene que ser impresionante —comentó Nive, soñando despierta—. Puede que hasta se vea el océano desde lo alto.
Detrás de ellos se oyeron unas voces que la interrumpieron. Un grupo de ocho siluetas surgió de las sombras: el pronaos Dor-Aike, procedente de las Américas Orientales. Ellos también eran nuevos, pero la reputación de los antiguos pronaos de ese nombre los precedía. De todos los pronaos, eran los que debían realizar un viaje más largo para llegar a Elatha, y por el camino habían sufrido varias tormentas, hasta el punto de creer que nunca llegarían a ese condenado Naos. El maestro Amiralbar los acompañó a lomos de ballenas jorobadas durante toda la travesía pero, por exigencias de la iniciación, los dejó solos para que continuasen el viaje una vez que hubieron llegado a Abracadagascar. Desde entonces, llevaban una semana larga andando tanto a través de zonas secas y polvorientas como por junglas inextricables; habían pasado por poblaciones deshabitadas, sin toparse con bucentauros ni con zindris, y menos aún tuvieron la suerte de hallar un atajo por Ávalon. Llegaban sucios, desaliñados y exhaustos, con un ardiente deseo: darse una buena ducha y dejarse caer en una cama, una estera o incluso en el suelo, aunque fuese de granito, y dormir.
Así que el pronaos Filus Aquarti tuvo el honor de guiar los primeros pasos de aquellos Dor-Ai’ke hacia la gran escalinata en que los aguardaban Amiralbar y Mori-Ghenos. Al quedar libres, regresaron a la gran galería, donde se sostenían arduas discusiones en torno a los mapas del árbol-madre.
Los platillos de las consolas se calentaban de tantas manos que se posaban en ellos, y los astábulos no cesaban de llevarse a pequeños grupos de alumnos a las profundidades del árbol.
—Los astábulos de las consolas norte y sur sólo suben —comentó Melys—. Y me da la impresión de que todas las bajadas desde las ramas maestras te dejan en ese patio circular.
A través de los arcos, el chico señaló un patio interior en el que acababan de desembarcar una burrada de alumnos, entre ellos dos conocidos. Zilibero Ziliberto no estaba, pero dos caras nuevas acompañaban a Basty Labrador y a Mini Floriot. Hechas las presentaciones, supieron que se trataba de Tristan Hellidge y de Angelette Gubernatis.
—¡Vaya, los Filus! ¿Os venís a comer? —les preguntó Basty.
Realmente, daba la sensación de que llevaba en Elatha desde siempre. Además, se había convertido en cabecilla de los Draco sin pretenderlo, cosa que a todos les pareció bien; lo único que tenían que hacer era seguirlo para ganar tiempo.
De camino al refectorio, las conversaciones surgieron en tromba y se formaron subgrupos. Joa tardó unos pocos minutos en olerse que Angelette era una apasionada del poder de las plantas, y crearon un trío junto con Perline. Nive y Melys compartían intereses con Basty y Tristan, y en cuanto a Piphan, no tuvo que esforzarse para simpatizar con Mini Floriot a quien le comentó:
—Yo también he crecido en un orfanato.
—¡Yo nunca he dicho que haya vivido en uno de esos lugares! —lo desmontó Mini Floriot.
—Pues me ha parecido entender que no conociste a tus padres y que no tienes familia, ni nombre.
—¡Claro que sí! Me llamo Mini Floriot. Y mi familia es el circo. Crecí en un circo, y créeme: ¡es una familia genial!
—¡Lo siento, no lo sabía! Sí, el circo debe de ser una familia muy guay.
Piphan calló un instante, desconcertado. Había oído hablar de los circos, pero nunca llegó ninguno al islote de Nat. Por lo que sabía, eran como los cines itinerantes o las compañías de teatro: daban un espectáculo y después se marchaban. Jamás pensó que pudieran ser como familias. De pronto sus historiales de huérfanos ya no le parecieron tan similares. Pero ese chico lo intrigaba, empezando por el cabello liso y brillante, casi tan blanco como el de un albino. Tras su fachada enclenque y su corta estatura, se percibía una gran fortaleza de carácter; y además, poseía ese atractivo irresistible que lo hacía tan simpático. Era un verdadero imán.
—¿Qué hacías en el circo?
—De todo.
—¿Cómo que de todo?
—Quiero decir que hacía un poco de cada cosa: cuidaba a los animales, era trapecista, equilibrista, un poco malabarista y a veces ayudaba a los payasos o a los magos. Mis especialidades son las acrobacias a caballo y el tiro al arco, o las dos cosas a la vez.
—¿A la vez, qué?
—Bueno, no sé utilizar el arco y hacer acrobacias al mismo tiempo, pero tirar al arco aguantándome de pie encima de un caballo al galope, eso sí soy capaz de hacerlo. ¡Me encanta!
—¿Y cómo ayudabas a los magos?
—Ah, eso no es como aquí. En el circo no hay magos de verdad, sino que se trata de un espectáculo; usan trucos que no pueden contárselos al público.
En realidad lo que no se atrevía a decirle es que el maestro Antón Belobispo se fijó en él, precisamente, durante un número de magia.
Lo normal era que Mini Floriot trabajara como asistente del ilusionista, ocupándose de los accesorios y animando el espectáculo a su manera, pues debido a su baja estatura se permitía unas gracietas que hacían reír al público. Pero un día, mientras improvisaba una escena en la que gesticulaba, como si ridiculizara a su jefe, se concentró en el sombrero del que el mago debía sacar varias palomas y después un conejo. En éstas, pronunció una fórmula mágica que creyó inventarse. Con su voz más seria, dijo: «¡Multiplicando… Abracadaembrollos… Infiniti!».
Entonces una nube de palomas y multitud de conejos salieron del sombrero. Cientos y cientos de palomas echaban a volar en todas direcciones bajo la carpa, al tiempo que hordas de conejos invadían las gradas y sembraban el pánico entre los asistentes.
Por suerte, aquel día Antón Belobispo había ido a la representación y, discretamente, logró lanzar un contrasortilegio que hizo que todo volviera al orden. La actuación de Mini Floriot terminó con una lluvia de aplausos. El público, incrédulo como suelen ser los moazis, aclamó al genio, afirmando que era el número circense más fabuloso que habían visto jamás, y que el truco había salido perfecto. El mérito, cómo no, se lo llevó el prestidigitador, al que felicitaron por tan extraordinario espectáculo. Éste en realidad dirigía a la multitud una sonrisa bastante contrariada, porque no entendía qué había ocurrido, pero se vio obligado a reconocer que él casi no había participado en el número. En el fondo, hasta se sentía un poco humillado por la actuación de su joven asistente.
Lo más difícil para Antón fue negociar con la dirección del circo la marcha de Mini Floriot. Tuvo que garantizar que el niño prodigio podría volver siempre que lo deseara. Pero lo que aceleró el trato fue la promesa de proporcionar una pareja de pegasos que, sin duda, aumentarían la popularidad del circo. He aquí el cómo y el porqué de que Mini Floriot engrosara hoy la lista de los nuevos iniciados de Elatha.
En definitiva, lo que lo acercaba a Piphan era que, quince días atrás, ambos desconocían su potencial, pero contaban con tal capacidad de adaptación que ya nada los distinguía de sus colegas, descendientes de linajes mágicos.
En aquel refectorio podrían haber comido tres mil personas. Pero esa noche, a primera vista, había unas doscientas o trescientas, repartidas en grupos más o menos numerosos en torno a las largas mesas. Basty propuso que se sentaran junto a un grupo de antiguos entre los que se encontraba Fernien Marley, quien guio los primeros pasos de los Draco en el dédalo del árbol-madre.
Desde hacía un rato, las conversaciones se centraban en los días venideros, y los recién llegados vislumbraban ya en qué se diferenciaba Elatha de las escuelas que habían conocido o imaginado hasta entonces.
—Aquí —explicaba un antiguo—, las clases se dividen por materias. Los que estudian runas, jeroglíficos o caligrafía van juntos, tengan la edad que tengan o sean del pronaos que sean. Nosotros, los antiguos, ayudamos a los profesores a ocuparse de los nuevos. Si realmente sabes algo, tienes libertad para enseñárselo a otros. Así que la edad no se tiene en cuenta. Por ejemplo, si en clase de historia necesito aprenderme la referente a los De Lancroy, Nive me la puede enseñar perfectamente. Todo saber se intercambia por otro.
Gracias a ese sistema de clases por núcleos de interés, Angelette, Joa y Perline sabían que se reencontrarían con la señora Carambola para las lecciones de botánica especial y de palingenesia; tanto los antiguos como los nuevos pronaos, interesados en el estudio de los oráculos, irían con Olivia Reojo; los apasionados de las invenciones estrafalarias, con el profesor Flop, etcétera, etcétera.
Una primera consulta a los que estaban en aquella mesa les indicó que las clases de alquimia y de polimatía holística estarían llenas de alumnos; apostaron a que Jaufrette se habría apuntado, y por supuesto, Nive y Melys también.
La polimatía no constituía realmente una materia, sino un conjunto de ellas; sus detractores la describían como la ciencia de los inconstantes, y así pretendían decir que era apropiada para los que no sirven para nada. Por su parte, la holística era el arte supremo para observar cómo todas las cosas están relacionadas entre sí, así como las materias que las enseñan. Lo que, de paso, explicaba que los polimáticos y los holísticos tuvieran tanto que ver. Aquello le recordó a Piphan el discurso de cierta lubina:
«¡No puedes entender las señales porque no las ves! Ni tampoco ves las causas. ¿Alguna vez has pensado en qué enlaza las cosas entre sí?». A lo mejor la lubina era experta en holística.
Sea como fuere, justo después de enterarse de que el que impartía holística era Caspar Schott, tampoco se le escapó el nombre del profesor de alquimia: Auguste Morien. El enigma del vitriolo se le reactivó en la mente, e interrogó a Kaylé a quemarropa.
—Es el nombre antiguo del ácido sulfúrico, ¿no? —le respondió su amigo—. ¿Por qué me preguntas esto ahora? ¿Es que vas a apuntarte a alquimia?
—No, no creo. Pero cuando volvamos al dormitorio quiero enseñarte algo: un papel muy curioso.
Pero Kaylé lo escuchaba a medias, pues desde hacía un rato estaba concentrado en la conversación que mantenían algunos antiguos. De modo que le dio un codazo a Piphan para indicarle que prestara oídos también. Uno de los alumnos iba diciendo:
—… no es como Aelys Crowley, la pobre. Mañana la someterán a un consejo disciplinario.
—¿Crees que la expulsarán? —preguntó otro.
—Espero que no porque ¡es una supermaga! Pero ya conoces el reglamento: perder la cinta es muy grave. ¿Te imaginas que un dahal la encuentra?
—Es verdad que no merece la expulsión —intervino una tercera alumna—, pero hay que reconocer que Aelys se ha pasado un poco. Mira que llevarse unos unicornios sin autorización… Y por si eso fuera poco, dicen que es responsable de la muerte de un nautilo gigante.
Piphan y Kaylé se miraron en silencio. Aunque muchos otros vieron la concha sin vida del nautilo Galibot en la orilla de Maro-Ancestro, ellos dos sabían que Piphan poseía la famosa cinta. Y que al fin podía darle un nombre al maravilloso rostro que desde aquel día no se había quitado de la cabeza. La desconocida que le desbocó el corazón se convertía así en Aelys.
Aelys… Ese nombre sonaba ya a sus oídos como la más dulce romanza, y le recordó una frase que a Bertille le gustaba repetir: «… algunos nombres son tan hermosos, que habría que arrancarle una pluma al amor para escribirlos».
Sin embargo, Piphan tocaba de pies al suelo y se dijo que cabía la posibilidad de que aquella muchacha, a la que deseaba conocer desde el mismo instante en que la vio, no se quedara mucho tiempo entre las ramas del árbol-madre.
Pero expulsarla por perder la cinta, eso ni hablar, pues ésta no se había perdido. Era absolutamente necesario que la chica la encontrara.
—¿Dónde está esa Aelys Crowley? Quiero decir, ¿en qué pronaos?
—Pertenece a la GeDe, igual que esos dos —dijo un chico mientras señalaba a Fernien Marley y a la chica que se sentaba a su lado.
Esta se llamaba Florence Cantor, y parecía ser la que estaba más al corriente de las cosas que se le reprochaban a Aelys. Era la que acababa de mencionar los unicornios y el nautilo.
—¿La GeDe?
—Sí, la Golden Dawn, el mejor pronaos de Elatha —explicó Fernien, bromeando, pero a la vez muy orgulloso.
—¡Sí, seguro! —replicó Florence—. Si expulsan a Aelys, ya no dirán eso de la Golden por los pasillos de Elatha. —Y volviéndose hacia Piphan inquirió—: ¿Por qué, la conoces?
—No. Pero tengo una cosa para ella.
—Si quieres, se la puedo dar.
—Gracias, pero… es personal. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?
—No creo que hoy baje; está preparando sus cosas. Mañana tiene un consejo disciplinario, ¿sabes? Así que supongo que no es un buen momento.
—¿Y no me pueden invitar a la GeDe? —preguntó, lanzándose a saco.
La pregunta pilló desprevenida a Florence Cantor, y mientras buscaba una respuesta, Fernien se le adelantó:
—En otra ocasión, si quieres, pero esta noche no. Además, no tardaremos en regresar a nuestra zona, porque precisamente tenemos una reunión secreta. Como comprenderás, con la marcha de Aelys tendremos algunos asuntos que arreglar. Cosas de la Golden; lo siento. Pero si os interesa, otro día os llevaremos a visitar nuestro parque y nuestros jardines. No es por presumir, pero tienen muy buena fama.
—¡Vale! —exclamó Joa, y Jaufrette, Perline y Tristan corroboraron la respuesta al instante.
La conversación derivó bruscamente hacia las plantas mágicas y los jardines colgantes. Así pues, Piphan esa noche lo tenía crudo. Las plantas le daban bastante igual en la actual situación, y su único interés era encontrar a Aelys antes de que la expulsaran. La ocasión se le presentó cuando los de la Golden Dawn se decidieron a abandonar la mesa. Aprovechando el bullicio de las despedidas, se llevó a Florence a un lado:
—¿Dónde se celebra el consejo disciplinario?
—En el ágora pequeña. Pero no se admite a los iniciados.
—Bueno… no importa. Era por curiosidad. ¿En el ágora, dices?
—Sí, en la pequeña.
Al ver que fruncía el entrecejo y sabiendo que era nuevo, Florence le explicó que en el árbol había dos ágoras. La grande era la mayor sala de reuniones de Elatha; ocupaba el centro del árbol y se usaba para las asambleas que requerían el parecer de todo el mundo. Allí se celebraban los grandes debates sobre la vida del Naos. Mientras que el ágora pequeña se reservaba para los administradores, el Consejo de los Mayores o algunas reuniones entre profesores.
A cambio de su enorme permisividad, Elatha no bromeaba con la disciplina y la responsabilidad de sus miembros; en especial, en un período tan turbulento como el presente. En caso de celebrar un consejo disciplinario, el ágora pequeña adoptaba aspecto de tribunal; las sesiones tenían lugar a puerta cerrada, y no se admitía la presencia de ningún iniciado —salvo la de aquel a quien se juzgaba—, ni la de ningún profesor, excepto si se trataba del mentor o del consiliario del alumno en cuestión.
—Pero ten en cuenta —continuó Florence ante la expresión preocupada de Piphan— que en los últimos diez años sólo han expulsado a un alumno. Y hay que remontarse a treinta años atrás para constatar la expulsión de un profesor y miembro del Consejo, un tal Samildanak.
Todavía le faltaba un dato para pulir su plan, y Florence se lo proporcionó al contarle que los consejos disciplinarios siempre tenían lugar a primera hora, antes del inicio de la jornada. De ese modo, en caso de expulsión, la persona juzgada abandonaba el lugar sin tener que enfrentarse a demasiada gente a la salida del ágora.
No se entretuvieron después de marcharse los Golden y los demás antiguos. Los Draco habían preparado una fiesta en su zona antes de empezar con las cosas serias, contando con el baúl rebosante de petambocas y bebidas compradas en los Mostradores del Gremio, que Basty y Zilibero habían conseguido introducir en Elatha. Cuando Jaufrette se enteró de que ese baúl rebosaba de onirina, puso unos ojos como platos, hasta el punto de que los Draco Dormiens se vieron obligados a invitarla. Perline y Joa decidieron acompañarla; la velada se anunciaba animada.
El único Draco que no tenía ganas de fiesta era Tristan He-llidge, que prefería explorar el árbol, cosa que a Melys le hizo tilín. Así que fueron tres —Kaylé, Nive y Piphan— los que cogieron un astábulo para volver a la RM-13.