Capítulo 17

La proposición de Nicandre

Una mañana Kimyan entreabrió la puerta del dormitorio, procurando no despertar a nadie. Sin dejar de pensar en lo que iba a hacer, no había pegado ojo en toda la noche porque, al contrario que Piphan, no estaba acostumbrado a desobedecer.

El se preocupaba de mil pequeños detalles con tal de que la madre Pélagie no pudiera reprocharle nunca que constituía una carga para el orfanato. Iba a cumplir quince años y era consciente de que se acercaba la fecha en que le pedirían que ahuecara el ala.

Pero ¿adonde iría? ¿Y para hacer qué? Nunca le había gustado el colegio, ni la lectura, ni tampoco escribir. Y las mates ya no digamos. Si de él dependiera, se pasaría el día en la laguna o en el bosque, y observaría los insectos, las flores, los peces, el cielo, el horizonte… O bien iría a visitar a éste y al otro, por el simple placer de charlar o de hacer algún favor, como llevar un cubo demasiado pesado, cortar una madera excesivamente dura… Le interesaban sobremanera las relaciones humanas. Hablaba con todo el mundo, todo el mundo le caía bien y él caía bien a todo el mundo.

Si no consiguió dormir esa noche fue porque se le ocurrió llevarse prestada la piragua del orfanato sin permiso. Pero no pudo evitarlo, pues desde que se marchó Piphan, se había ido encontrando un poco más desorientado cada día; daba vueltas como un animal enjaulado y descubrió un sentimiento que hasta entonces le era ajeno: la cólera.

No sabía el porqué, pero todo lo exasperaba. Echaba tanto de menos a su hermano del alma, que todo lo demás le resultaba insignificante. Ni Vouki, ni Bertille, ni ningún otro de sus hermanos y hermanas conseguían despertar su interés.

Se acordaba de aquella noche, hacía una semana, en que estuvo sentado con Piphan en las rocas de la punta de Rodin, la noche de la partida de su amigo. Kimyan estaba furioso consigo mismo: ¿por qué puñetas no se fue con él cuando se lo propuso de todo corazón? ¿Por qué, por qué, por qué?

Habían pasado ya ocho días, una eternidad. Nunca hubiera creído que el tiempo pasaría tan despacio, ni nunca hubiera pensado que la ausencia sería más terrible que el abandono. ¡Pero era natural, porque nunca se habían separado! ¿Dónde estaba ahora Piphan? ¿Se hallaría aún en Albaran? Mercurio, en su última visita, le contó que se había ido a una nueva escuela, pero no precisó cuál; le dijo, además, que él también iría, aunque no enseguida. Habló de «puesta en marcha», de «pronaos» y de «Naos»… No lo entendió muy bien. A decir verdad, al ver que hablaba de escuelas, no se esforzó en prestar atención.

Pero todo había cambiado hacía cuatro días. Caída la noche, salió a hurtadillas del orfanato como un alma en pena, fue a sentarse en las rocas de la punta de Rodin, solo, frente a la laguna y la barrera de coral, frente al océano Infinito.

A medida que transcurría la noche, su mirada se vio atrapada de repente por una estrella roja, particularmente brillante, situada muy baja en el horizonte. Como nunca había visto una estrella tan colorada, se quedó contemplándola. Y poco a poco oyó crecer un rugido, como un zumbido continuado. Cuanto más se concentraba, más clara era la impresión de que procedía de la estrella; parecían voces, miles de voces superpuestas, pero demasiado lejanas para distinguir una en particular.

Fue Anicet, el trumba de la isla, quien lo sacó de su ensimismamiento. No lo había oído llegar.

—Es hermosa, ¿verdad?

—¿El qué? ¿La estrella roja?

—Sí… Aunque no es una estrella, ¿sabes? Se trata del planeta Marte. Es muy raro que podamos observarlo tan de cerca a simple vista. Por desgracia, no es una buena señal. No, señor, es un mal presagio…

—¿Y eso?

—Seguro que en la escuela te han enseñado los planetas, ¿no? ¿Te acuerdas del origen de sus nombres?

Kimyan sabía lo básico, pero era consciente de que no debía ese conocimiento a la escuela sino más bien a su relación con Piphan, de la época en que se apasionaron por la mitología: Júpiter, Plutón, Saturno, Mercurio…

Mercurio, Mercurio…

«¡Vaya —pensó—, nunca había caído en que ése se llama como un dios!»

Hizo un esfuerzo de memoria para recordar las características de las que hablaba Anicet. Venus era la más fácil: representaba el Amor. Y Mercurio, el mensajero. Y Marte…

—¿La guerra?

—¡Bingo! —dijo el trumba—. Has dado en el blanco.

—¿Significa eso que va a haber guerra en el islote de Nat?

—No lo creo. De hecho, no sé nada. Pero ya te habrán explicado que siempre hay una guerra en algún lado. Y esta cercanía de Marte no me dice nada bueno. En cualquier caso, su posición anuncia que se avecinan cambios.

La expresión contrariada del trumba no tenía nada de tranquilizador. Pero para un vawak de quince años que siempre había vivido en las islas Protegidas, la guerra era una absoluta abstracción. ¿Se avecinaban cambios? Para Kimyan, ya habían tenido lugar. La marcha de Piphan lo había trastocado todo. ¿Qué podía suceder peor que eso? Prefirió volver a sus consideraciones planetarias: Venus, el amor; Mercurio, el mensajero; Marte, la guerra…

Pero, cuando Anicet retomaba ya su camino, Kimyan no pudo evitar una última pregunta:

—¿Y la Tierra? ¿Por qué se llama así?

—¡Ignoro quién tuvo una idea tan estúpida! Sin duda fue un error por parte de los que confundían esencia con materia. Bueno, error o villanía. Tendría que haber seguido llamándose Gaya.

—¿Has dicho Gaya? ¿Era una diosa?

—¡Y vaya diosa! ¡La Madre nutricia! Con ella comenzó todo; a ella se lo debemos todo y, en cambio, ¡cuánto la maltratamos!

—¡Ah, sí, es verdad! —exclamó Kimyan, que iba recordando—. Gaya y Urano, la Tierra y el Cielo originales…

—Es una forma de verlo. Por mi parte, prefiero pensar que Gaya no necesitó a nadie para engendrar todo lo demás, ni siquiera a Urano. Ella surgió del vacío por su propia voluntad… y por necesidad. Antes de ella, tan sólo existían dos cosas: Erebo y Eros. El primero era el representante de las tinieblas, así que Gaya eligió a Eros como apoyo. Nació, pues, de sí misma ante la mirada benévola del Amor. Pero dime, ¿desde cuándo te interesan los mitos?

—Bueno, no sé…

Dudó en decir que le interesaban mucho, lo que era cierto. Pero todo lo relacionado con la mitología le recordaba esos instantes de felicidad compartidos con Piphan. Y el recuerdo se había vuelto tan doloroso, que solamente tenía un deseo: que el viejo Anicet se marchara y lo dejara a solas. Y puesto que Anicet, aunque por otros motivos, también prefería la soledad, la conversación se quedó ahí y el trumba se alejó, pensativo e inquieto.

Una vez solo, Kimyan dio vueltas al asunto. Aquel encuentro nocturno acababa de traerle a la memoria la expulsión de Equidna. Piphan le contó en su día el episodio con esa bruja, y el de la lubina gigante. ¡Un pez parlante! Al principio no supo si creerle. Pero en quince años, Piphan nunca se había inventado una historia semejante. Si en algo se parecían ambos chicos era en su honestidad y franqueza, aunque ese comportamiento los hubiera perjudicado más de una vez. Así que, o Piphan se había vuelto loco por leer tantos relatos fantásticos, o bien decía la verdad. Kimyan enfocó la duda desde todos los puntos de vista, y concluyó que la única manera de estar seguro era ir a comprobarlo por sí mismo. Sabía, como Piphan, que las lubinas son relativamente sedentarias; por consiguiente, si ésa se encontraba ahí hacía una semana, aún debía de estar. Entonces se acostó, con la firme intención de levantarse al alba e ir a su encuentro.

Y

Y ahora regresaba tambaleante al orfanato. Al verlo llegar, Bertille alzó los brazos al cielo, porque Kimyan tenía las manos, las rodillas y los pies cubiertos de sangre a causa del roce de los corales de la barrera. Además, había reventado la piragua del orfanato y, evidentemente, temía la peor bronca recibida jamás de la madre Pélagie. El, que siempre tenía la sensación de que estaban esperando un error por su parte, lo acababa de cometer. Porque le fue imposible recuperar la piragua, que se vio obligado a abandonar en plena barrera de coral, y dada la marea creciente que había, ya no debía de quedar gran cosa de ella. ¡Y qué! La cuestión es que no pudo resistir la tentación e hizo bien, porque logró ver a la gran lubina.

Al menos sabía que Piphan no estaba loco ni le había mentido. ¡Los peces parlantes existen, aunque digan cosas más bien intrigantes…! Por otra parte, tampoco Piphan entendió muy bien el mensaje, pero eso no le impidió partir.

La gran lubina no le dijo nada distinto a Kimyan, y salvo en alguno que otro detalle, todo había sucedido de la misma forma: se encontró dentro de una gran burbuja irisada que se inmovilizó a la altura del naufragio del Malabarista, y las primeras frases del pez fueron: «Cuando se ve a uno, es que el otro no anda lejos. Pues sí que has tardado, Kimyan». Y le explicó que debía aprender a leer las señales, que las coincidencias van vestidas de luz, que debía seguir el camino que le marcara su corazón… En resumen, los enigmas habituales de las lubinas. Lo de los vestidos de luz no lo había entendido, pero lo de seguir el camino de su corazón era más fácil porque éste le decía una cosa: «¡Vete a buscar a Epiphane!». Al remontar a la superficie, rompió la burbuja y recuperó la piragua. Fue a partir de entonces cuando todo se torció.

No había puesto ni un pie a bordo cuando apareció un enorme tiburón azul, que rozó la embarcación; no lo pilló de un pelo. Vio la poderosa mandíbula tan cerca, que habría podido contarle los dientes. El miedo le dio alas y, sin saber cómo, acabó subiendo a bordo y se puso a remar como un loco, dando bandazos; lo único que quería era llegar cuanto antes al paso del Arbol Muerto. Buscó con la mirada en todas direcciones, por delante y por detrás, por si regresaba el devorador de hombres, pero el tiburón no se dejó ver de nuevo. En su lugar, le sorprendió una gran ola que lo proyectó contra la barrera de coral, y entró tantísima agua en la piragua que fue incapaz de maniobrarla. La segunda ola resultó fatal: debido al impacto, el casco se agrietó a estribor y creó una vía de agua. El chico se tiró al mar y, allí, una tercera ola lo arrojó en medio de los corales que afloraban.

Por eso ahora se hallaba ante una Bertille espantada, que reunía alcohol y mercromina y buscaba sin éxito unos esparadrapos que la madre Pélagie ya había revendido en la isla de enfrente.

No eran las heridas las que lo hacían temblar porque, como buen vawak crecido en la laguna, había visto otras. En cambio, esos dientes del mar… a punto estuvieron de ser los de la muerte. Acababa de verla tan próxima, que nunca más olvidaría que siempre tiene un rostro y un olor.

Si había entendido bien las palabras de la lubina, si a partir de ahora debía estar atento a las señales, ¿cómo interpretar ésta entonces? ¡El mismo día en que decidía creer en la magia, la muerte casi se lo lleva! ¡Eso sí que era una señal de campeonato! Como mínimo, parecía una advertencia.

De momento, faltaba enfrentarse a ese otro tiburón que era la madre Pélagie, y Kimyan pensaba que ahí sí habría una seria advertencia.

—¡Venga, no la hagas esperar! —lo urgió Bertille—. Y no te preocupes, que no se ha muerto nadie. Una piragua no es nada grave. ¡Vamos!

Pese a las palabras tranquilizadoras de su adorada Bertille, entró en el despacho de la directora como un reo se presenta ante un tribunal. La madre Pélagie no estaba sola. Delante del escritorio había un desconocido. Ella le señaló a Kimyan una silla vacía al lado del hombre, y ordenó con voz firme pero, curiosamente, mesurada:

—¡Siéntate, muchacho! La hermana Bertille me ha contado lo de la piragua. Podrías haber pedido permiso… Y sobre todo decir adonde ibas. Nunca te hemos negado nada, que yo sepa. ¡En fin! Ya veremos si hay algún modo de repararla, y si no, pensaremos en comprar una nueva. Al fin y al cabo, los objetos tienen una vida determinada, y no vamos a estropear un día tan hermoso por tan poca cosa. Quiero presentarte a Ni-candre…

¡Eso era toda una novedad! Normalmente, tenían que repartirse un hueso de pollo a la hora de comer, y de pronto la madre Pélagie no rechistaba por tener que invertir en una piragua. Ella hizo una seña en dirección al desconocido, y éste se volvió hacia Kimyan para saludarlo con una inclinación de cabeza, pero no dijo ni palabra. El cabello de aquel hombre alternaba el negro azabache con un rojo granatoso; lo llevaba muy largo pero cuidadosamente echado hacia atrás, dejando al descubierto la amplia frente, casi sin arrugas, y unos ojos saltones, de un azul tan claro que rozaba la transparencia. La piel rojiza, la nariz aguileña, manos peludas y unas uñas muy largas remataban su aspecto de ave de presa. La primera impresión de Kimyan no fue buena. Aquel tío no le inspiraba ninguna confianza, sino más bien cierta repulsión. La madre Pélagie continuó, con voz melosa:

—Nicandre es un amigo del orfanato y un amigo personal desde hace mucho. Viene de los Países Exteriores y ha hecho este largo viaje especialmente por ti, pues pretende ser tu padrino todo el tiempo que lo necesites…

La noticia impactó profundamente a Kimyan. ¿Un padrino a estas alturas?

No pudo reflexionar más, sin embargo, porque Nicandre había interrumpido a la madre Pélagie y le hablaba a él:

—Entendámonos, Kimyan. Sé que pronto cumplirás los quince años y, en cierta forma, es algo tarde para un padrinazgo, digamos… en el sentido habitual. Pero cuando la madre Pélagie me ha explicado que eres el único del orfanato que sigue sin tener padrino ni madrina, me ha parecido injusto. Y me he dicho que nunca es demasiado tarde para hacer el bien. Mi intención es proporcionarte toda la ayuda que puedas necesitar. A falta de padrino, podrás considerarme como… un tutor.

Kimyan se quedó sin habla. El hombre tenía una voz suave que desentonaba con su aspecto. Pese a lo negativa que había sido su primera impresión, a causa de aquel rostro poco agraciado, la calidez de la voz y el contenido de sus palabras lo descolocaron. Aunque sabía de qué le hablaban, se hizo el tonto:

—¿Qué es un tutor?

—Una especie de guía —explicó Nicandre—. Alguien que puede darte apoyo en tus proyectos, o en el inicio de una vida… más activa. Como no quiero ocultarte nada, te diré que la madre Pélagie me ha contado que nunca te ha gustado mucho el colegio; ¿es así?

—Pues sí… ¡Es que es un rollo!

—¿El qué es un rollo? Seguro que hay asignaturas que te gustan, ¿no?

—Buf…

—¿Sabes, Kimyan? Un día u otro necesitarás tener una ocupación. Y en eso puedo ayudarte.

—¡Bah! —soltó Kimyan, desengañado—. Seré pescador o piragüero. Sin formación, es la única opción que tengo.

—¡No digas eso! Siempre hay alguna opción. No todas las escuelas son iguales, sino que existen algunas especiales para todas las edades y todos los gustos. Es más bien una cuestión de voluntad. ¿Qué te parecería cambiar de colegio?

La madre Pélagie creyó conveniente detener la conversación, y se dirigió a Kimyan con una voz suave, calcada a la de Nicandre:

—No te pedimos una respuesta inmediata, ya que Nicandre se quedará unos días con nosotros. Así tendréis tiempo de conoceros mejor, y tú podrás reflexionar sobre su propuesta. Pero créeme: vale la pena. Mientras tanto, ¿por qué no lo llevas a visitar nuestra isla?

Se levantó invitándolos a salir, y Kimyan se encontró de golpe y porrazo yendo de paseo con aquel desconocido que se ofrecía a ser un padrino de lo más tardío.

¡Típico de la madre Pélagie! En quince años no había sido capaz de encontrárselo y, de repente, pescaba a un tío horrible; uno que daba repelús.

Sin embargo, a lo largo de los tres días que Nicandre permaneció en la isla, Kimyan se apaciguó poco a poco. Modificó su primera impresión, y hasta le gustaba pasar el rato con ese desconocido que ya no lo era tanto. Se tuteaban, y aunque no por ello Nicandre era más guapo, Kimyam acabó pensando que la verdadera belleza de aquel hombre era interior, a imagen y semejanza de lo que decía. Como había viajado mucho por todos los países del Mundo Exterior, le contaba cosas fascinantes, de modo que éstas le hacían soñar con la Nueva Europa y le dejaban entrever que podía llegar a ser algo más que pescador o piragüero en la laguna.

La tercera tarde, durante una última vuelta por la isla, se detuvieron en el paso del Gigante para hablar con tranquilidad. Kimyan adivinaba que no tendría más ocasiones de hacer preguntas, puesto que a la mañana siguiente Nicandre se marcharía, con o sin él.

Se sentaron, pues, en la zona con césped del paso, desde donde veían mejor las enormes rocas que lo constituían. Como todos los vawak, Kimyan nunca se entretenía ahí, porque era un lugar sagrado que se visitaba para celebrar rituales, o hacer ofrendas a los antepasados. Lo llamaban así porque la disposición de las rocas recordaba la forma de una huella enorme, como de gigante. Según la leyenda, dicho gigante, cuyo nombre era Daraf, surgió en ese mismo sitio de las entrañas de la Tierra. Así pues, la huella que se veía todavía era la de un gigante bebé. Nada más dar su primer paso, Daraf empezó a crecer, y la huella de su segundo pie dio origen a una isla de mil quinientos kilómetros de longitud, desaparecida en la actualidad. Al término del segundo paso, se encontró en las montañas de Hiperbórea, y no regresó jamás.

Nicandre escuchó con atención la versión vawak del paso del Gigante. En esos tres días no había perdido el tiempo y ya sabía identificar los centros de interés del chico.

—Ya que te gusta la mitología, debes saber que aquel a quien llamáis Daraf, en mi tierra se llama Briaré. Fue un gigante algo especial, diferente de los demás. Era un hecatón-quiro.

—¿Era hijo de Hécate?

—Pues no. Curiosamente, los hecatónquiros nacieron de Gaya. Se llamaban así porque tenían cien brazos, aunque a menudo se olvida que también poseían cincuenta cabezas y que engendraron a las hidras y a ciertos dragones. Pero Hécate podría estar perfectamente en el origen de semejantes prodigios. La magia le debe mucho, ¿sabes?

—Entonces, ¿la magia existe realmente?

—Pero Kim, ¿cómo puedes dudarlo después de lo que me has contado sobre tu amigo Epiphane? ¿No hablaste tú mismo con una lubina?

Kimyan se iba rindiendo poco a poco a la evidencia. Sí, existía otro mundo, un mundo que él podía descubrir enseguida en vez de aguardar el hipotético retorno de un hermano del alma ausente, como consecuencia lógica de una larga sucesión de abandonos.

—Si acepto —se lanzó—, ¿qué tendré que hacer?

—En primer lugar, liberar las fuerzas de tu interior y aprender a controlarlas. Yo te ayudaré. ¡Mira, ya verás!

Nicandre se levantó y recogió del suelo una nuez de coco; la levantó con una mano y la observó unos segundos, concentrando la mirada en la verde cáscara del fruto. De repente la proyectó en el aire, lo más alto que pudo, y en el instante en que la nuez iba a iniciar su caída, tendió la otra mano hacia ella mientras pronunciaba una fórmula:

—¡Duriel Diemvé!

Las dos palabras, pronunciadas con una voz grave y ronca, consiguieron que la nuez estallara en pedazos.

—¿Se… se puede lograr eso? ¿Sin nada? ¿Sin varita mágica? —balbució Kimyan, estupefacto.

—Se pueden realizar cosas mucho más importantes, muchacho. La magia se basa ante todo en un buen conocimiento de las fuerzas de que disponemos; algunas de éstas se encuentran en nosotros mismos y otras nos rodean, pero todas obedecen a leyes naturales, universales y cósmicas. Conseguir que una nuez de coco estalle es cosa de niños, tal vez un poco más difícil que hacer estallar vidrio o cristal. Ten en cuenta que cualquier materia está coordinada con la frecuencia en la que vibra. Por lo tanto, si hallas esa frecuencia, también hallarás su contrario. Además, la mente es más fuerte que la materia y puede crearla, dominarla o… destruirla. ¿Quieres probar?

—Pero yo…

—¡Calla! No digas una tontería. Mira ese cocotero y contempla las nueces, ahí en lo alto. Concéntrate en una de ellas y piensa en lo que quieres que suceda. Y cuando yo te diga, libera toda la energía que sientas en ti.

—Pero la fórmula…

—Yo he utilizado la fórmula «¡Duriel Diemvé!» porque para mí representa la realización de un objetivo. Pero las fórmulas son como los bastones o los anillos: meros instrumentos auxiliares. Con entrenamiento, descubrirás los atributos más adecuados para lo que desees obtener.

Mientras hablaba, Nicandre se había acercado a la roca más grande de las que constituían el paso del Gigante.

Duriel Diemvé, Duriel Diemvé… Kimyan se repetía esas palabras al tiempo que avanzaba hacia la roca, al pie de la cual lo esperaba su sorprendente e inesperado tutor. Le había indicado que escalara hasta la cima, se tumbara boca abajo y se concentrara para sentir las vibraciones de la piedra. Una vez que llegó arriba del todo, Kimyan dudó un instante.

—Es que está prohibido, Nicandre. No se debe caminar por la roca sagrada…

—Hay varias formas de respetar lo sagrado. ¡Permítele a la roca que te explique por qué ella lo es! ¡Ve, no temas!

Así que Kimyan obedeció. En unos segundos sintió un picor en todo el cuerpo que se acentuó hasta convertirse en una oleada de calor que lo penetró a ráfagas. Algo desconocido resonó dentro de él: un rugido sordo que brotaba de la tierra. Al enderezarse, descubrió que aquella corriente le subía por los pies, y le dio la sensación de que unas manos firmes salían de la roca, le agarraban los tobillos y lo mantenían sujeto a la cima del paso del Gigante. Pero no experimentó el menor temor. Al contrario, le sorprendió la familiaridad del fenómeno, como si no fuese la primera vez que esas manos invisibles se posaban sobre él. La vibración alcanzó al fin su apogeo y se Convirtió en una corriente continua en el interior del muchacho, un aliento vivificante que le hinchaba los pulmones con un aire nuevo. Cerró los ojos y se dejó invadir. Si alguien le hubiera preguntado cómo se sentía, habría contestado: «¡Indestructible!».

Volvió a abrir los ojos, focalizó su mirada en la cima del cocotero y tendió rápidamente una mano, mientras un sonido grave le nacía en la garganta y rebotaba contra el árbol.

No utilizó para nada el «Duriel Diemvé», sino que soltó un «¡Mahar’tra!», palabra que ignoraba antes de pronunciarla y cuyo poder sorprendió a Nicandre, que ni siquiera tuvo tiempo de dar la señal convenida para liberar la energía. Su alumno estaba mucho más dotado de lo que creía. No quedó nada del cocotero ni de las treinta nueces de coco que un segundo antes habían visto en el árbol. ¡Pero nada de nada! Todas las nueces explotaron a la vez, las palmas despedazadas cayeron al suelo como si fueran confeti, y el tronco se rajó cuan largo era. Todo ello había provocado una fuerte deflagración, hasta el punto de que Nicandre habría jurado que el suelo temblaba bajo sus pies.

—Baja, Kimyan, baja… —dijo con impaciencia.

La explosión se había oído, sin duda, y Nicandre no quería arriesgarse a que lo sorprendieran practicando una magia no del todo blanca en un lugar sagrado, y encima enseñándosela a un joven e inocente vawak.

Pero Kimyan aún no se daba cuenta de lo que acababa de hacer, aunque al bajar de la gran roca notó que le temblaban las piernas, tanto como cuando vio al tiburón azul; y ante los escombros que cubrían el suelo alrededor del cocotero partido y diezmado, retrocedió.

—Esto… esto no lo habré hecho yo…

—Quizá no lo hayas hecho tú solo, pero te aseguro que yo no tengo nada que ver. Tendremos que hablar muy seriamente, Kimyan. Juntos podríamos hacer grandes cosas… muy grandes…

Durante un buen rato no se hablaron. Al fin retomaron el camino hacia el orfanato y andaron en silencio. Kimyan estaba abrumado por su descubrimiento de la magia. Si hubiera sabido hacer eso antes, aquel tiburón se habría visto en un aprieto. No obstante, a medida que se iba recuperando, ese poder le daba un poco de miedo, y se preguntaba para qué más le serviría aparte de lograr que las nueces de coco explotaran.

Notaba que Nicandre lo miraba, aunque estuviera encerrado en sus propios pensamientos. El maestro no se esperaba que estallara un cocotero entero al primer intento de un iniciado, y suponía que las fuerzas crónicas del paso del Gigante no eran ajenas a la escena que acababa de presenciar. Pero de ahí a adivinar qué entidad había intervenido para guiar al chico… También le había sorprendido el grito de Kim, esa fórmula desconocida, pronunciada con un dominio que no podía ser suyo. No, todavía no.

Nicandre estaba curado de espantos, y sobre todo sabía perfectamente qué había ido a buscar a esa isla, o más bien, a quién. Aunque había subestimado el poder de aquel niño que ya no era tal. Ahora bien, ese error no sólo lo había cometido él, sino que lo compartía con todos aquellos que lo enviaron a buscar a ese joven antes de que otros le echaran mano.

Sí, realmente, Pélagie Corbett había hecho un buen trabajo. Aquel chico era puro y virgen como no se habría atrevido a imaginar ni el mismo maestro; su mente sin recovecos era una auténtica maravilla. En buenas manos, esa flor se abriría para que brotara su fruto, y el fruto tan esperado sería tan sabroso como una deliciosa venganza…

Experimentando una gran alegría, Nicandre no necesitó hostigar más a Kimyan. El chico venía solo.

—Entonces, si acepto, ¿aprenderé magia?

—¿Crees que te mentiría después de lo que acabas de lograr? Pero, como te he dicho, la magia no consiste en lanzar sortilegios más o menos divertidos, pues hacer estallar una nuez de coco, o hasta un cocotero entero, no conduce a gran cosa. Por otra parte, no hay cocoteros en nuestra tierra.

—¿Dónde se encuentra exactamente esa escuela?

—En la Nueva Europa, en un lugar de los Cárpatos. Su ubicación exacta es un secreto que, de momento, no puedo revelarte. Depende de ti…

—Dicen que va a haber guerra en Europa. ¿Es peligrosa la guerra?

—Por supuesto. Todas las guerras lo son. Según para quién…

—¿Y a ti no te da miedo morir?

—¿Si me da miedo morir? Sí claro, como a todo el mundo. Pero ¿sabes?, allí donde la vida ya no tiene valor, a veces lo adquiere la muerte.

Kimyan se esforzaba en reflexionar rápido, aunque multitud de consideraciones materiales le impedían decidirse. En Europa debía de hacer un montón de frío para un vawak. Además, ¿quién le iba a pagar los estudios? Seguro que la madre Pélagie diría que no le quedaba ni un cauri. ¿Y el viaje? ¿Y si quería volver al islote de Nat?

Pero la voz dulce y tranquilizadora de Nicandre tenía respuesta para todo. El frío, el dinero, el viaje, el retorno… Todo eso no era nada que no pudiera resolverse chasqueando los dedos.

—¿Dispondría de una habitación para mí solo? —quiso saber Kimyan, creyéndose práctico.

—¡Y mucho más! —se rio Nicandre—. Una habitación, un despacho y unas dependencias. Y, sobre todo, amigos, una vida de verdad, lagos, bosques y montañas. ¡Di una palabra, y el mundo será tuyo!

Kimyan todavía dudó un poco. En realidad ya había tomado la decisión, pero no quería pronunciarse demasiado rápido. Suponía que obtendría otras respuestas y que Nicandre le daría más información si le daba a entender que estaba dispuesto a seguirlo.

—¿Y el colegio? ¿Es un castillo como en los libros?

—En primer lugar, te diré que esa escuela no es un simple colegio: es todo un hogar. En cuanto a si es un castillo, sí y no. ¿Te imaginas un árbol enorme y hecho de piedra?

—Pues no…

—Con lo que te apasiona la mitología, es posible que hayas oído hablar de los árboles cosmogónicos. El que te propongo como residencia se llama Yggdrasil.

—¿Y eso qué es?

Nicandre le explicó que, mucho tiempo atrás, Yggdrasil fue un fresno que crecía en algún lugar de la Antigua Escandinavia. Por razones de fuerza mayor, un día hubo que desplazar el árbol y trasplantarlo a su actual ubicación secreta. Entonces empezó a fosilizarse. Al principio, los magos que lo cuidaban se llevaron una desagradable sorpresa. Pero, rápidamente, entendieron que el árbol les estaba enseñando todos los secretos del reino mineral.

—¡La piedra! En ella se esconden los mayores secretos, y nosotros, en Yggdrasil, vivimos en su núcleo. Y yo diría que acabas de darte cuenta del poder que tiene la piedra, ¿no? A propósito, ¿qué has pensado cuando estabas en lo alto de tu roca? Brutal, ¿eh?

Nicandre se echó a reír y le contagió la risa a Kimyan, a quien le venían a la memoria como retazos de aquel momento: esas manos salidas de la piedra que lo sujetaban con fuerza por los tobillos, ese aliento cálido que le recorría el cuerpo y ese aire vivo en el pecho… Después había percibido un pozo, un vacío abismal, un algo que a su conciencia se le escapaba. Y en el retazo siguiente veía decenas de nueces de coco explotando a la vez y cayendo en trocitos sobre el césped.

—¡Está bien, acepto! —soltó súbitamente.

—No lo lamentarás.

Un instante después estaban de vuelta en el orfanato.

Vouki, como si hubiera presentido algo, interceptó a su amigo y al desconocido. Nicandre prefirió dejarlos solos. El chico había dicho «sí» por propia iniciativa; la condición sine qua non se había cumplido, así que podía olvidar las formalidades con la madre Pélagie.

—Hace tres días que no te vemos —dijo Vouki con expresión de disgusto.

—Estaba con mi padrino.

—¿Quién? ¿Ese tío? ¿Es tu padrino?

Kimyan asintió y eligió sus palabras:

—Vale, sé que no es la misma relación que tienes tú con Anne-Sophie o Piphan con Mercurio. No es realmente un padrino; es mi tutor. Un padrino ya no me serviría de nada…

—¿Y de qué sirve un tutor?

—Es como un guía, un profesor. ¿Sabes que me voy a otro colegio, Vouki?

—¿Tú también? ¿Irás a Albaran?

—No, un poco más lejos: a Europa.

—¿Cómo? —exclamó Vouki, desconcertado—. Pero si en Europa hay guerra.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Me lo ha contado Anicet. Y también Bertille. Está preocupada, ¿sabes? Primero se va Piphan, y ahora tú… No le cae bien ese tío. La verdad es que da mal rollo, ¿no te parece?

—¡Bah, Bertille siempre se preocupa! Te aseguro que Nicandre es muy guay; igual no es muy guapo, pero es amable. ¡Además, no sé qué pretende Bertille! ¿Qué voy a hacer si me quedo aquí toda la vida? ¿Ser pescador como Marusse? ¿O piragüero?

—¡Pues sí! —asintió Auki, como si ese destino fuese una evidencia.

Kimyan no tenía ganas de entrar en detalles. Quería mucho a Vouki, pero no le apetecía contarle la verdad, y menos aún hablar de magia, así que desvió la conversación.

—¿Y Bertille dónde está?

—¡Ni idea! A esta hora debe de estar en la cocina.

Vouki había acertado. Cuando entraron en la cocina, Bertille estaba pelando cebollas. Fue lo único que se le ocurrió hacer para disimular sus lágrimas, pero al ver a Kimyan, estalló claramente en sollozos. Vouki se precipitó en sus brazos para consolarla. Las únicas veces que la había visto llorar, era de alegría. Por ello, jamás se hubiera imaginado que podía llorar por otra cosa, y lo que hería a su adorada Bertille le hacía daño a él también.

Ella lo había adivinado todo. A su Piphan y a su Kim los conocía como si los hubiera parido, y siempre los veló lo mejor que pudo pese a las dificultades y los obstáculos. Por lo tanto, sabía que su papel terminaba ahí, esa noche o a la mañana siguiente, cuando Kim saliera por la puerta del orfanato para irse con aquel individuo tan turbio.

Pero ¿qué ocurría? ¿Por qué el Consejo de Elatha tardaba tanto? ¿Por qué don Mercurio se marchó sin Kimyan? Si habían podido salvar a uno, ¿por qué no al otro? ¡Hacía quince años que ella los vigilaba, aunque no se limitó a una simple vigilancia! Al guiar sus pensamientos hacia el amor, impidió que encontraran a los muchachos y frenó a esa falsa religiosa que era Pélagie Corbett. Entonces, ¿por qué don Mercurio se marchó solo? ¿Acaso se separan las perlas filipinas? ¡Y con un par de días de diferencia! ¡Las cosas tenían que ir muy mal para que a esos monstruos de los dahals les fuera posible abordar las islas Protegidas con total impunidad!

Porque eso es lo que no podía contarle a su querido Kim: que Nicandre era un dahal y su amo se llamaba Sarpedón. Era demasiado tarde. Kimyan no había oído hablar nunca ni de éste ni de aquéllos. De eso sí estaban protegidas las islas; en ellas, lo único que había eran las aguas claras de una laguna perdida en un océano de paz. Ahí crecieron absolutamente puros. Además, no le tocaba a ella explicárselo. Estaba obligada a guardar silencio; en su momento prestó juramento y debía respetarlo. ¿Qué podía hacer si no? No era maga, y, precisamente por eso, Elatha aceptó que ella velara por los chicos. Al menos no había peligro de que contrariase la profecía. No, Bertille simplemente estaba del lado de los justos, de la belleza del mundo y del amor infinito. Era una mujer de sencillez asimismo infinita.

Pero ahora, la protección de esas islas se volvía contra ellas mismas. Porque no había ni un teléfono, ni una radio, ni una onda tenía capacidad de escapar del islote de Nat. Hasta entonces, aquella protección más bien le parecía algo bueno, mas ahora… Se sentía aislada, sola, abandonada también; ¡ella, que había dedicado su vida a los huérfanos! Así que el día anterior, al descubrir que no debía subestimar a Nicandre, envió de inmediato a un loro con un mensaje para Elatha. Sabía que el tiempo jugaba contra ella y contra Kimyan.

Pero algo había ocurrido hacía un instante, antes de ir a pelar cebollas, que la acabó de destrozar: escuchando a escondidas tras la puerta del despacho de Pélagie, había oído decir a Nicandre que no cabía duda, que seguro que ése era el chico y su poder, temible. Y eso fue más de lo que Bertille podía soportar. No le cabía duda de que Nicandre había venido a cautivar a Kimyan, en todos los sentidos de la palabra; lo había identificado y tenía intención de llevarlo junto a su amo. También sabía que cualquier resistencia estaba abocada al fracaso. Si Nicandre o Pélagie descubrían que ella era un agente encubierto de Elatha, sería el fin, pues la harían desaparecer sin la menor vacilación. Así que, con el corazón roto, se resignó.

Se separó de Vouki para acercarse a Kimyan, y se sacó del bolsillo un objeto que tenía preparado desde hacía mucho. Al clavar los ojos en los del chico, como hacía tantas veces, se dio cuenta de que ya le había cambiado la mirada. ¡Y qué! Ya no era momento de grandes discursos. El objeto en cuestión era un fragmento de metal, bastante pesado y un poco abollado por un lado. Nunca supo realmente qué representaba, pero accedió a guardarlo hasta que hubiera que entregarlo a su destinatario. Hoy ya no dudaba de que ese día había llegado.

—No hagas caso de mis lágrimas —sollozó ella otra vez—. Esto pertenecía a… tu madre. Es un talismán; te protegerá. Guárdalo y no se lo enseñes a nadie. Creo que tu madre se alegraría si supiera que piensas en ella. Bendito seas, mi querido Kim, y ten presente que mi corazón seguirá abierto… Yo siempre seré tu Bertille.

Dio un gran suspiro a pleno pulmón y se esforzó por esbozar una sonrisa. Vouki recuperó también la suya y Kimyan no tardó en imitarlos, formando un extraño trío en el que nadie sonreía por los mismos motivos.

Al cabo de unas horas todo estaría decidido: un dahal habría encontrado por fin la brecha, un loro habría llegado demasiado tarde o tal vez no, lo que estaba atado se desataría y los destinos darían un vuelco.