El bosque de los zindris
La idea de seguir las huellas de las pezuñas de Albucesto resultó excelente, puesto que al cabo de una hora de nada, abandonaron Avalon. El primero en percatarse fue Melys, gracias a Perline y Joa. Estas, para llevar a la práctica los consejos del bucentauro, se habían rezagado un poco para hacer acopio de mirobólanos. Albucesto les había indicado que debían comer varias veces esos frutos, pues aparte de que no les perjudicarían, por el contrario, les servirían de protección.
En un momento dado, Melys, que seguía yendo en cabeza, se giró para comprobar que el grupo estuviera completo. Al primer vistazo se dio cuenta de que faltaban las dos chicas, y al seguir su mirada, todos vieron a Joa surgir del vacío: como si se quitara de repente una capa de invisibilidad, se materializó en el espacio.
—¿Por qué me miráis así? —quiso saber ella.
—¿Puedes retroceder un poco, por favor?
Joa no entendía por qué, pero obedeció, y los demás la vieron desaparecer de nuevo en la nada. Reapareció unos segundos después con Perline, y así iniciaron un gran juego que los divirtió mucho. Estaba claro que Avalon tenía una frontera precisa. En cuestión de centímetros se pasaba de un mundo a otro, y la conexión entre ambos era de una perfección asombrosa. Melys se aproximó a la frontera para observar más de cerca, y halló un punto de confluencia entre las dos naturalezas. Centró entonces su atención en un gran árbol al borde del sendero, y descubrió que, por la parte de Ávalon, rebosaba de esos frutos sabrosos que no se debían comer pero, por el lado de Abracadagascar, ese mismo árbol era un mango como los habituales que todos ellos conocían. También descubrieron que ocurría lo mismo con cualquier planta o piedrecita que estuviera a caballo de esa barrera invisible.
Pero, aunque todo lo que averiguaban era tan apasionante como divertido, Nive no dejó de llamarlos al orden. Por lo que recordaba de las palabras de Albucesto, Ávalon podía desplazarse en el momento menos pensado, y ella no tenía ningún interés en verse prisionera de una burbuja espaciotemporal, y a los demás, les ocurría lo mismo. Además, les recordó que no debían retrasarse más, pues cada vez que se olvidaran de su objetivo, podía costarles caro. A partir de ese momento, solamente se detendrían para descansar un poco o para pasar la noche.
A la mañana siguiente llegaron al bosque de los zindris. Un letrero de madera indicaba Mourmang; era el primer signo de civilización desde que salieron de Maro-Ancestro. Sin embargo, Mourmang no era un pueblo humano, y en su inicio se alzaba un bosque poco frondoso pero muy luminoso, en el que crecían inmensos árboles desconocidos, carentes de hojas.
En las enormes ramas planas y perfectamente horizontales, descubrieron grandes bolas blancas, repartidas como la decoración de un abeto de Navidad; tenían aspecto de peluches redondos, de pelo fino, sedosos y greñudos, que parecían vivos pese a su inmovilidad. El lugar era tan silencioso que, al principio, todos avanzaron a hurtadillas, por miedo a que algo que no lograran controlar se despertara.
A unos cincuenta metros de donde se hallaban, Piphan distinguió una vivienda encaramada a un árbol distinto a los restantes, a la que se accedía por una escalera de leños.
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí?
La respuesta fue instantánea, pues Jaufrette apareció en la puerta de la cabaña. Estaba radiante, luminiscente. Al verla así, Piphan se dijo que ya nunca la consideraría una boba y lamentó haberlo pensado. Y, aunque no se atrevía a admitirlo, hasta la encontró bonita.
—No os esperábamos hasta dentro de dos días. ¡Qué deprisa habéis caminado!
Sí y no. Cierto que no se habían entretenido, pero tampoco habían corrido. Simplemente, no eran conscientes de lo mucho que la burbuja avaloniense los había acercado a Mourmang, ganando con ello casi tres días.
—¿Ya te has curado? —le preguntó Perline.
—¡Del todo! Cuando me desperté, ya no tenía ningún corte en la pierna. Pero nunca adivinaríais quién lo ha hecho.
—Veamos… ¿Uculunculú tal vez? —probó Joa.
—No, no. Uculunculú se ocupó de mí, pero el que me curó se llama Albucesto. Es un… un…
—Bucentauro —dijeron todos a coro.
Jaufrette esperaba causar un gran efecto, pero no fue así. Durante el coma no se dio cuenta de nada, y Albucesto, dada su gran humildad, no le contó lo ocurrido.
—¿Estás aquí sola? ¿Esto es Mourmang? —quiso saber Melys.
—¿Sola? Pero ¿no veis que están todos ahí? —respondió, y señaló las bolas de peluche en los árboles.
—¿Cómo? —se sorprendió Perline—. ¿Esos peluches redondos… son los zindris?
—¡Oh, son maravillosos! No los vamos a despertar a todos, pero Uculunculú deseaba que fuésemos a verlo en cuanto llegarais.
—¿Quieres decir que están durmiendo?
—No es eso exactamente. Mirad, en realidad no están ahí; lo que vemos en las ramas es su cuerpo físico. A veces se despiertan, pero la mayor parte del tiempo realizan viajes astrales.
Jaufrette los condujo al pie de un árbol más imponente que los demás, cuyas bolas blancas también eran un poco más grandes y lucían una aureola de luz brillante.
—Es el árbol de los Mayores —explicó.
No hizo falta decir más, pues una bola de peluche se fue abriendo lentamente para mostrar a un lemúrido de una blancura inmaculada.
«Bienvenidos a Mourmang», oyeron.
Comprendieron que era el lemúrido el que les daba la bienvenida, pese a que el sonido no tenía una procedencia precisa.
Y es que lo percibían directamente en la mente. Una cosa era segura: ninguna boca había pronunciado esas palabras, pues el zindri, ahora erguido frente a ellos, no disponía de ella. Tampoco tenía ojos, ni nariz ni orejas, y lo que se le adivinaba como rostro lo constituía una bola, muy redondeada y lisa, coronada por unos pelos tan sedosos como los del cuerpo pero más largos, que constituían un tocado esférico.
Jaufrette explicó a toda velocidad que los zindris se comunicaban por telepatía y se alimentaban exclusivamente de aire, del agua que éste contenía y de mucha luz.
—Llegáis antes de hora —confirmó Uculunculú—. Pero es mejor así. De este modo vuestros maestros se quedarán tranquilos, porque les sorprendió mucho el ataque de los marlúes.
Jaufrette tuvo que explicar también que la información había llegado a Elatha y conmocionado a la dirección del Naos. Los marlúes no deberían haber aparecido en la zona de protección. Lo que daba a entender que, a lo mejor, los hombredusas hacían un doble juego y su papel consistió en separar a los aprendices de magos de sus maestros. Era cierto que dio la impresión de qüe luchaban de su lado pero, al fin y al cabo, ellos no arriesgaban gran cosa, pues siempre podían reconstituirse.
—En ese caso —sugirió Kaylé—, ¿por qué no aprovecharon los hombredusas para atacarnos? Lo tenían fácil…
«Porque, de ser así, habrían firmado su condena a muerte —pensó Uculunculú, y ellos lo oyeron mentalmente—. Elatha nunca perdona un ataque a sus miembros. De una cosa podemos estar seguros, y es que ha tenido lugar una grave disfunción en el sistema de protección de Abracadagascar. En cualquier caso, vuestros maestros se alegran de saber que estáis sanos y salvos.»
Mientras hablaba, el Mayor descendió de la rama plana con una agilidad desconcertante. A pesar de sus dos metros de altura, parecía que no pesaba nada. Y así era, porque la esencia casi etérea de los zindris les confería una gran ligereza, característica que los jóvenes apreciaron mejor en los minutos siguientes, pues las demás bolas blancas del árbol de los Mayores se estaban abriendo, revelando a unos cuarenta zindris, todos igual de altos, luminosos y sin rostro.
Una vez que hubieron bajado, el gran árbol crujió. Lentamente, las largas ramas planas se replegaron a lo largo del tronco, formaron unas escamas que se protegían unas a otras y, cuando ya estaban todas en vertical, el árbol ofreció el aspecto de una piña gigantesca caída de un pino. Uculunculú se adelantó a las preguntas de los jóvenes:
«Son araucarias platicaulas. Nos sirven como área de descanso, plataforma de despegue y también como solario. Asimismo podrían servirnos de refugio, aunque nunca hemos necesitado protegernos hasta ese punto».
Los Filus Aquarti aún estaban lejos de calibrar la auténtica naturaleza de los zindris, aunque ya experimentaban una sensación de bienestar en su presencia. Les había desaparecido por completo el estrés y ya no sentían ninguna necesidad de estar alerta. Por lo demás, la serenidad de Jaufrette reforzaba esta impresión, porque pese a la brevedad de su estancia en aquel bosque, le parecía llevar allí una eternidad, y su herida representaba un recuerdo lejano.
—¿A que son preciosos? —le preguntó Nive a Perline.
—Hombre, no sé qué decirte. ¿A ti te lo parecen? Si no tienen cara…
—Es verdad que sin los ojos no se les ve tanto el alma. Pero debemos creer que ésta emana de otro lugar.
¡Y con razón! Y es que los zindris eran almas, almas transmigradoras, para ser exactos; o en su mayoría, reencarnaciones definitivas de magos primigenios. Y a diferencia de los fantasmas errantes que estudiaba el padre de Melys, los zindris eran almas itinerantes, pero no buscaban su camino, pues lo encontraron tiempo atrás. Los aprendices de mago se enteraron de más cosas respecto a estos seres cuando Uculunculú les presentó a su peculiar pueblo.
«Desde hace muchos siglos, hemos logrado reducir nuestra apariencia física a este envoltorio de piel y a estos pelos que nos sirven de sensores, y realizamos los más remotos viajes astrales con el único fin de perfeccionar nuestra sabiduría. Pero antaño, antes de dichos logros, algunos de nosotros fueron los mayores espectros que haya conocido el planeta.
»En esa época, éramos los únicos seres evolucionados de la isla. Aconteció antes de la llegada, por suerte tardía, de los primeros hombres, pues de esa manera tuvimos tiempo de desarrollar nuestro pacifismo. Porque después ya fue más difícil: la llegada de un puñado de hombres trajo los primeros conflictos, y nos vimos obligados a establecernos en este bosque aislado en el centro de la isla; en él nos esperaban las araucarias platicaulas.
»Después, como las alegrías nunca llegan solas, Elatha se instaló en Abracadagascar para poner orden a tanto exceso. A partir de ahí, ya no se volvió a invitar a los humanos, y la isla se volvió más hechicera que nunca. Elatha la convirtió en inabordable e invisible, y el Consejo de los Mayores estableció acuerdos con los hermanos Cronocátor y Cosmocrátor para administrar de forma estable las entradas y salidas. La maquinaria se puso en marcha…
»Por supuesto, hubo que aceptar algunos compromisos, ya que los magos blancos tenían muchos amigos a los que guarecer en lugar seguro a causa de la Gran Inquisición en los Países Exteriores. Los bucentauros, los unicornios, las gazailas… todas las criaturas que tenían que ver con la magia blanca estaban perseguidas y amenazadas de extinción por los sparto’í, unos guerreros incontrolables bajo las órdenes de Taranis, antepasado de Scorticore y de Sarpedón. Para el Consejo de Elatha, completamente desorganizado en una vieja Europa pasada a sangre y fuego, fue una ganga que Abracadagascar fuese una isla casi virgen. En cuanto trasladaron aquí el Naos y volvieron a desplegar su poder, todo regresó al orden y Taranis fue sometido.
»Más adelante, el descendiente de éste, Scorticore, restableció el caos anterior utilizando sus Ejércitos Negros y sus flotas de hidras rojas, unos dragones alados a los que no servía de nada cortarles sus numerosas cabezas, ya que volvían a crecer de inmediato. Pero, al final, Scorticore se rindió también. No obstante, se trataba de una trampa, porque encontró la forma de que lo ayudase una potencia infernal, Hécate, para garantizar que su hijo naciera con poderes sobrehumanos. Y eso era lo único que contaba. No quería arriesgarse a ser destruido antes de ese nacimiento.
»Nadie sabe por qué Hécate accedió a ayudar a Scorticore, quien, aunque reconocido como Señor de las Tinieblas, tenía orígenes humanos. Sin embargo, hasta entonces, la magia respetó la Convención mágico-divina, fuese negra o blanca, y se puso de acuerdo con los hombres cuando los dioses decidieron no intervenir más en los asuntos humanos. En cierta forma era un regalo de despedida. Sin embargo, el cambio de bando de Hécate no se consideró como tal por parte de sus semejantes, y el Panteyón no estimó que el equilibrio de fuerzas estuviera en peligro.
»Es verdad que, al controlar hasta ese punto la alta magia ancestral de los orígenes del poder, los Maestros de Elatha daban la razón a los dioses, porque Taranis se rindió y Lug, que intentó sucederlo, fue derrotado rápidamente. Los dioses se preguntaron, pues, de qué podían quejarse los humanos. La guerra era un arte que ellos habían desarrollado, sí, pero no pedían a los humanos que se les parecieran. La separación de los mundos estaba clara en ese sentido: permitía el libre albedrío.
»Hoy en día, por el contrario, nos tememos lo peor, y percibimos que una energía nueva se une a la de las fuerzas oscuras. Desgraciadamente, debemos admitir que su definición aún se nos escapa en gran parte. El cometido de Lilith sigue siendo un enigma… Hay una profecía que anuncia su posible reencarnación durante un ritual lunar, y prevé grandes desórdenes. Aunque esos rituales son más viejos que el mundo y no tendrían por qué inquietar demasiado a vuestros maestros de no ser por este desajuste del tiempo que acaba de producirse y cuya explicación sigue envuelta en el misterio. En Elatha os contarán más cosas. Así que deberéis perdonarnos este recibimiento tan breve, pero ahora no nos corresponde reteneros más aquí.»
Toda esta historia abracadagascaresca se la acababa de transmitir Uculunculú por telepatía, y la información se les grabó en la mente, como una clase improvisada de historia que incrementaba sus conocimientos sobre Elatha y sus enemigos. A excepción de los fragmentos que le habían explicado Nive y Kaylé, para Piphan prácticamente todo era un descubrimiento, y sin embargo…
Hacía muy poco que había averiguado que sus padres eran magos, pero aún no sospechaba el fantástico linaje del que descendía. Hasta el momento, esperaba una revelación sobre su padre. Pero ahí, en el bosque de los zindris, acababa de ocurrir algo nuevo…
De repente, como un fogonazo, detectó mentalmente un rostro femenino, acompañado de un convencimiento que ya no lo abandonó: ese rostro era el de su madre. Piphan acababa de captar, sin quererlo él y sin quererlo los zindris, los pensamientos que Uculunculú intercambiaba con otros congéneres. Entendió con toda claridad que estaban pensando en su madre, a la que conocieron y cuyo rostro rememoraban como si aún estuviera presente entre ellos. Ese rostro tenía un nombre, y era Gaya Audaz. Un zindri había pensado bajito: «Este es hijo de Gaya». Y otro había respondido con un suspiro mezcla de admiración y aflicción, que Piphan tradujo como: «Oh, pobre…».
Observó a uno, después a otro y luego se volvió hacia Uculunculú, tratando de identificar la fuente de esas palabras, pero la ausencia de rostro en los zindris hizo que su gesto fuera en vano. Con ínfimos matices de diferencia, todos tenían el mismo aspecto. Además, poco importaba cuál de ellos hubiera hecho tales afirmaciones; lo más molesto era la idea de que varios zindris lo observaban y no tenía modo de saber cuáles. Sintió que su cólera innata afloraba y quiso alejarse de esos peluches blancos que empezaban a irritarlo.
Pero su estado mental no escapaba a la percepción extrasensorial de aquellos personajes, y menos aún a la de Uculunculú. El Mayor estaba tan apenado como sorprendido. Normalmente, su sistema de comunicación telepática no permitía que un humano captara los pensamientos que se intercambiaban. Cuando se dirigían a los hombres o a otras criaturas, siempre era en frecuencias especiales, con una precisión perfeccionada a lo largo de los siglos.
Era evidente que se acababa de dar una nueva excepción; aquel chico poseía unas facultades notables, por no decir temibles. Según recordaban los zindris, era la segunda excepción que se había producido jamás, y sin la certeza de que Piphan estaba del lado del bien, habría sido preocupante para su comunidad. De modo que Uculunculú prefirió tomar la iniciativa.
«Perdona que hayamos pensado en tu presencia cosas que deben de resultarte dolorosas, Épiphane. No creíamos que supieras leer en nosotros como lo has hecho. Por otro lado, no hemos pensado nada malo. El recuerdo de tu madre evoca en nosotros las imágenes más luminosas, una pura felicidad.»
—¿La conocíais?
«No hay ningún zindri que no la conociera, y menos aún que haya olvidado la generosidad extrema que la caracterizaba. De haber sido humanos, no habríamos deseado a otra mujer como madre. Por eso creemos que, más allá de las tinieblas que te atormentan, Épiphane, estás bendecido por los dioses. Oh, desde luego, te queda mucho por aprender hasta que estés curtido. Pero nosotros, que vemos más allá de las apariencias, podemos asegurarte que una hermosa luz te envuelve: la misma que emanaba de tu madre, Gaya. Ella te lo dio todo, como nos dio a nosotros lo mejor de sí misma; todo lo compartió allí donde fuera posible, hasta su último aliento. Debes saber que, ante el recuerdo de tu madre, no tendrás que agachar nunca la cabeza.»
Era la primera vez que alguien le hablaba de su progenitora mencionando algo diferente que no fuera un parto mortal, o su historia como gran maga. Detectó en los zindris una veneración por ella que la elevaba a la categoría de diosa por sus meras cualidades humanas. ¡Es más, habrían deseado tenerla como madre! ¿Podía existir un cumplido más bello?
Por un momento pensó en la madre Pélagie, en Bertille y en Mercurio. Supuso que los tres sabían lo que él acababa de averiguar, y no le hizo gracia que se lo hubieran ocultado. Al detectarle Uculunculú esos pensamientos negativos, le transmitió de nuevo los suyos:
«No conocemos a esa madre Pélagie en la que estás pensando, pero a Bertille sí. Y a don Mercurio, un poco. Sería injusto que alimentases malos sentimientos contra ellos. El velo que se corrió sobre tu nacimiento obligó a guardar el secreto a todos los que sabían la verdad, aunque fueran retazos de ella. De hecho, nosotros tampoco podríamos explicarte más detalles sin asumir enormes riesgos o hacértelos correr a ti. Por eso es cosa tuya levantar ese velo, Épiphane. Sólo estamos autorizados a decirte que se acerca la hora en que al fin lo consigas.»
—¿Autorizados? ¿Y quién os autoriza?
«Si digo "autorizados" es porque nuestro último contacto con los Mayores de Elatha se ha producido hace menos de una hora, cuando vosotros llegabais a Mourmang. A decir verdad, ellos me han pedido que te diera esta pequeña clase de historia, para ganar tiempo. Ya les habíamos informado del ataque de los marlúes, pero desde Maro-Ancestro hasta aquí, perdieron vuestro rastro durante más de dos días. Espero que al menos no os haya ocurrido ninguna desgracia…»
—No… en fin, casi, pero hemos salido airosos. Fue cuando estábamos en Avalon.
¡ÁVALON, ÁVALON, ÁVALON!
Esta palabra produjo un efecto inmediato entre los zindris, que se la transmitieron unos a otros como un eco, como un ensalmo. Para Piphan, que captaba todos esos pensamientos simultáneamente, fue un estrépito ensordecedor contra el que no servía de nada taparse los oídos.
«¡Pues vaya con la telepatía!», se dijo.
En cuanto pensó esto, los zindris dejaron de emitir la palabra, y un denso silencio invadió la mente del muchacho, pues ahora todos habían comprendido que él les percibía los pensamientos como si fuese uno de ellos. Así que aguardaron una especie de autorización por parte de Uculunculú, y éste se la dio. Piphan no distinguió la señal que acababa de liberar los pensamientos, pero comprendió que un zindri hablaba con Perline, otro con Melys, que todos sus colegas estaban acaparados por aquellos seres y que el tema de conversación era Ávalon.
«¡Así que habéis descubierto Avalon! —pensó Uculunculú para sus adentros—. Disculpa nuestra excitación, pero debes entender que Avalon casi parecería un mito si de vez en cuando no hubiera testimonios como los vuestros. Nosotros llevamos tanto tiempo buscándolo por todas partes… ¡Su hermosa luz sería muy beneficiosa para nuestro perfeccionamiento! ¿Y decís que Avalon se encuentra ahora en Abracadagascar? ¿Cómo sabéis que se trata realmente de Avalon?»
—Nos lo dijo Albucesto.
—¿Albucesto? ¿Y él qué sabía? ¿Cómo podía estar seguro?
—Ha dicho que era la segunda vez que cruzaba ese bosque; conocía las plantas y a los voluptérix. Y nos ha hecho comer mirobólanos…
Al escuchar esta palabra, Uculunculú cesó de comunicarse con Piphan un instante. Si el Mayor de los zindris hubiera tenido ojos, los habría cerrado de pura delicia al evocar los frutos de Ávalon, el canto polifónico de los voluptérix, la luz violeta del lago, los flujos transbordadores… Estas imágenes de un paraíso para las almas excitaron a los grandes peluches blancos como a un niño ante un regalo sorpresa. Uculunculú decidió que un grupo de exploradores partiría de inmediato a comprobar si Ávalon se encontraba aún por esos parajes.
—Seguid las huellas de las pezuñas de Albucesto —propuso Piphan al oírles vacilar sobre qué dirección tomar.
Les pareció una buena idea y así lo expresaron, con tal jolgorio que casi le estalla la cabeza. El Mayor se dio cuenta:
«En esto también te pareces a tu madre. Desde el primer encuentro, percibió nuestros pensamientos a la vez y eso le producía unos dolores de cabeza terribles. Si hemos de volver a vernos, te enseñaremos a compartimentar tu mente, pues ese sistema nos permite mantener varias conversaciones al mismo tiempo, con el número de interlocutores que sea necesario. Es una técnica que hemos ido elaborando con el tiempo. A Gaya no le costó nada ponerla en práctica, y hasta la adaptó notablemente al cerebro humano. Pero eso ya lo veremos cuando toque. De momento, vuestros maestros os esperan y vosotros debéis de moriros por llegar. Os acompañaré a las puertas de Elatha, pero después tendré que dejaros, y espero que nuestros exploradores regresen con buenas noticias…»
El Mayor de los zindris se dirigió a continuación hacia un enorme soanambo que se alzaba a la salida de Mourmang; en ese punto el bosque volvía a ser denso otra vez. Al aproximarse, una parte de la corteza crujió y dejó a la vista una puerta redonda. El árbol era hueco y exhibía una escalera esculpida en las raíces. El Mayor se encaminó hacia ella, y los Filus Aquarti no tuvieron más remedio que seguir sus pasos.
La última mirada de los chicos a aquel lugar tan acogedor los impregnó de una imagen que no olvidarían fácilmente. De trecho en trecho, en cada araucaria platicaula, todas las bolas de peluche blanco se habían abierto. Centenares de zindris, de pie en medio de un respetuoso silencio, los acompañaron mientras emitían un pensamiento colectivo muy emotivo. Sabían la esperanza que aquellos jóvenes representaban para Elatha, y quizá les debieran el tan esperado descubrimiento de Ávalon.
El árbol se cerró tras ellos. Caminaron unos segundos por un corredor vegetal y la puerta se abrió a un paisaje totalmente distinto, a unos cien kilómetros del bosque de los zindris; acababan de utilizar un pasillo espaciotemporal sin darse cuenta. Al salir de aquel soanambo tan práctico, otra visión les arrancó al unísono un silbido maravillado. ¡Habían llegado! ¡Elatha estaba ahí, ante sus ojos! Y como sorpresa no estaba mal, porque ni siquiera a Kaylé, cuyo padre enseñaba allí, ni a Nive, Joa o Melys, cuyos padres conocieron Elatha, les había llegado ninguna información sobre la naturaleza del Naos. Así que la sorpresa era absoluta.
En la cima de una colina de suaves pendientes se alzaba un árbol gigantesco, como ninguno de ellos se hubiera podido imaginar que existiera. Si el cielo de aquel día no hubiera sido de un azul tan resplandeciente, la copa del árbol se habría perdido entre las nubes. Uculunculú se avanzó por última vez a sus interrogantes:
«¡Sois afortunados, jóvenes humanos! Sólo quedan dos ejemplares de esta clase en todo el planeta. Son árboles cosmogónicos. El otro se encuentra en algún lugar de la Nueva Europa, pero, por desgracia, dicen que se está fosilizando. ¡Mientras que éste está absolutamente vivo! Es el árbol-madre y su base mide cuatrocientos setenta y siete metros de diámetro, aunque todavía es joven y continúa creciendo. ¡Aquí tenéis vuestra escuela!».
Se quedaron inmóviles un instante más ante la belleza majestuosa del panorama, mientras se pellizcaban para asegurarse de que no estaban soñando, porque vislumbraban que el mundo mágico superaba infinitamente los límites de lo que habían considerado posible. Elatha era un árbol. Iban a aprender y vivir en un árbol. Pero ¡qué árbol! ¡Hasta «gigante» era una palabra que se quedaba pequeña!
Dieron las gracias a Uculunculú y se dispusieron a dirigirse hacia la colina del árbol-madre. Antes de seguir a sus compañeros, Piphan le dijo al Mayor de los zindris:
—No te olvidaré y… quería agradecerte lo que me has dicho sobre mi madre.
«Puedes estar seguro de que nosotros tampoco te olvidaremos, y siempre serás bienvenido. Sobre todo, si algo debes recordar es ese don que ella te legó. Desarrollarás muchos poderes, pero no sacrifiques en el altar de la facilidad el más poderoso de ellos.»
—¿A qué don te refieres?
«Al amor, Epiphane, al amor verdadero. Créeme: no existe una fuerza más potente. El amor es el gran fallo de los magos negros; su perfidia les impide ver que ellos también son capaces de amar y de ser amados. ¡Que puedas ver tu propia luz y que la paz del mundo esté contigo!».
Uculunculú no esperó ninguna otra pregunta. Les dio la espalda con presteza, y el gran peluche blanco se desvaneció en el oscuro hueco del soanambo.