Llegada a Ávalon
No se entretuvieron después de que el bucentauro se marchara con su amiga. Pero llevaban ya tres días siguiendo el mismo sendero y todavía no habían cruzado ningún pueblo, ni encontrado a ningún humano u otra criatura. Aunque en el fondo, era mejor eso que un mal tropiezo.
Varias veces al día llegaban a hermosos claros en los que todo estaba bien dispuesto: bancos y mesas de piedra, profusión de frutos desconocidos pero sabrosos, un agua fresca y nítida que fluía por albercas antes de desaparecer en el bosque, y miríadas de pájaros y mariposas que ponían el colofón al encantador paisaje. De vez en cuando, el sendero pasaba por acantilados que albergaban habitáculos trogloditas —abandonados también—, donde ellos dormían o se refugiaban de los chaparrones. Aunque lo cierto es que esos parajes menudeaban a medida que avanzaban hacia Mourmang. Por otra parte, las copas de los árboles eran tan tupidas, que aquella lluvia fina no llegaba al suelo, sino que se evaporaba y creaba una atmósfera cálida y apelmazada, que exhalaba una deliciosa mezcla de aromas de flores, hojas y frutos.
La tierra de Abracadagascar era una delicia. La isla parecía esmerarse en lograr el bienestar de los viajeros, de tal modo que las largas horas de marcha no se les hacían pesadas en absoluto, pues todo se desarrollaba sin contratiempos. Es más, empezaban a sospechar que llegar a Elatha por sus propios medios era un buen inicio para su pronaos. Aquel largo trayecto les permitiría conocerse mejor entre sí.
Melys tenía un carácter tranquilo y pausado, y además de ser experto en cálculos mentales, manejaba el humorismo con soltura, para gran placer de Perline y de Joa, que aprovechaban cualquier ocasión de reírse. En cambio, Nive era más reservada, pero la ternura y la atención que dedicaba a cada uno de sus amigos la convertían en la compañera más agradable; estaba alerta permanentemente. Como Melys y Joa, vivía en las Seicherelles, pero era originaria de la Nueva Europa y soñaba con instalarse ahí al terminar sus estudios si la guerra se lo permitía.
Se debe aclarar que los De Lancroy constituían una estirpe de magos ininterrumpida desde hacía casi veinte siglos. En los tiempos más sombríos de la Antigua Europa, mil veces se enfrentaron a los Ejércitos Negros de Scorticore y libraron al país de las hidras rojas. Hoy en día la cosa era muy distinta, aunque en realidad nada había cambiado, es decir, ya no había dragones de múltiples cabezas, pero los enjambres de escorpimontes no eran mucho mejores, y ahora los Ejércitos Negros recibían el nombre de dahals, y Scorticore había dado paso a su hijo Sarpedón.
Según Nive, los dahals superaban a sus predecesores en capacidad mágica, pero sobre todo en autonomía. Eso era lo que, en la situación actual, más desconcertaba tanto a los magos blancos como a los moazis. A veces, no parecía que los dahals llevaran a cabo acciones conjuntas, pues el Maestro de las Tinieblas les había dado carta blanca, lo que significaba que cada cual podía actuar a su aire, cuando quisiera y donde quisiera, y les estaban permitidos todo tipo de ataques. Lo más grave era que Scorticore no se limitó a transmitir lo peor de sí mismo a Sarpedón, sino que recurrió a Hécate para que ésta le garantizara a su retoño unos poderes superiores a los de los magos de simple estirpe humana.
—¿Hécate, la diosa de los infiernos? —quiso asegurarse Piphan.
—¡La misma! —confirmó Nive.
—¡No tiene derecho! —se enfureció Melys—. Los dioses no tienen derecho a intervenir en los asuntos humanos.
—No es lo normal, pero Hécate reside en el Panteyón, gozando de la misma categoría que los demás dioses y diosas. Y si no ha habido ninguna impugnación, es que está en todo su derecho, o bien trama un golpe a espaldas del Panteyón. Pero, para saberlo, habría que ir a la morada de los dioses.
—En cualquier caso, a pesar de esa puñetera ayudita, Sar-pedón no parece más espabilado que sus antepasados —observó Kaylé—. Magia negra o magia blanca, siempre estamos igual. Me parece que Sarpedón no ha encontrado la forma de someternos ni de hacernos desaparecer.
—¡No corras tanto! —le advirtió Piphan—. Y recuerda que mi padrino nos dijo que en algún lugar la cuestión apremia, porque acaba de aparecer una nueva fuerza. Además, nadie parece saber qué sucede realmente.
En efecto, aún no sabían qué iba a suceder, pero faltaba muy poco. Cada uno de ellos poseía al menos una información, un recuerdo, una lectura, algo escuchado, aprendido o vivido, y gracias a estos pequeños conocimientos personales, era como si poseyeran las hebras que tejen una estera, y poco a poco los diferentes fragmentos iban trazando un entramado. Iba a ocurrir, pues, un acontecimiento en el que se verían implicados, y era evidente que alguien intentaba protegerlos. Desde luego estaban deseosos de conocer la magia ancestral, aunque ya adivinaban que ésta no se limitaría a aprender los hechizos…
Fue otra vez Nive quien ayudó a dar un paso más a su pronaos, revelando lo que sabía gracias a su familia: Sarpedón estaba recibiendo ayuda de otro ente.
—¿Un ente de nombre desconocido? —la interrogó Melys, familiarizado con esos temas.
—¡Qué va! Se llama Lilith. Pero cuesta definirla, porque no está encarnada.
—Entonces no tiene por qué ser peligrosa: no existe en la misma realidad que nosotros.
—¡Por ahora! En mi familia dicen que está esperando el momento favorable para hacerlo. Y como Hécate la apoya…
—¡Ésa otra vez! —se quejó Melys.
—Ya sabes que, al ser la diosa de los infiernos, todas las criaturas ctónicas y reptilianas quedan bajo su jurisdicción. Si Lilith, según se afirma, es una entidad ctónica, los demás dioses no pueden oponerse, pues Hécate está en su derecho divino.
Piphan se daba cuenta de lo protegido que había vivido al crecer en el islote de Nat. Desde hacía apenas una semana, estaba descubriendo muchas cosas —Sarpedón, los dahals, la guerra—, que para otros eran cotidianas desde hacía meses, años y, para otros, siglos… Y ante esa realidad, se sentía insignificante. Si los mejores magos no conseguían librarse de Sarpedón, y si era así desde hacía tanto tiempo, ¿qué iban a conseguir unos chavales como ellos, por muy Filus Aquarti que fueran?
—Donde hay menos… —dejó caer Melys.
—¿Qué quieres decir?
—Que quizá tener menos malicia y menos sed de poder proporcione otras ventajas…
—¿Y qué? ¿Te parece una ventaja? Ser menos malvado que el enemigo es la forma más segura de que te pisen.
—¿Y la astucia? —sugirió Kaylé.
—¿Y el conocimiento? —añadió Nive—. Conocer al enemigo mejor que él nos conozca a nosotros es ya un inicio de victoria. Tal vez sea imposible matar a Sarpedón, pero todos sus antepasados fueron vencidos. Los De Lancroy creemos que sólo mediante la mente es posible penetrar en otra mente.
Era obvio que Nive había tenido oportunidad de reflexionar sobre el tema. Según ella, existían numerosas técnicas mentales por descubrir si uno se tomaba la molestia, y eso era lo que ella esperaba hacer en Elatha.
A Piphan le interesaban bastante dichas técnicas, por encima del aspecto espiritual. De espiritualidad ya había tenido bastante con la madre Pélagie, y a decir verdad la actitud de ésta nunca le había parecido que revistiera semejante característica. De momento, el concepto de espiritualidad era demasiado abstracto. Por el contrario, cuando le aseguraban que los dahals hacían estallar a niños en mil pedazos, por mucho que se esforzara, lo único que se imaginaba eran mil trocitos de carne y huesos esparcidos en medio de charcos de sangre. A esta imagen añadía el dolor de quienes eran picados por escorpimontes, o el del bucentauro asado, y no veía la forma de vencer esas realidades mediante abstracciones.
—Tú haz lo que quieras —concluyó Nive—, pero es muy posible que Sarpedón salga reforzado cada vez que alguien mata a uno de sus dahals.
Poco antes de mediodía, el grupo fue a parar a una meseta rocosa que daba a un profundo desfiladero; era un mirador maravilloso. Desde su partida, los jóvenes no habían cesado de ascender, aun sin notarlo, mientras se alejaban del mar. Ahora, por primera vez, se daban cuenta de la altura que habían alcanzado.
—¿Nos detenemos un poco? —pidió Perline—. Empiezo a tener las piernas hechas polvo.
—¡Vale! —respondió Melys, que iba en cabeza—. Esas rocas grandes y planas al sol serán un buen cambio después de haber caminado por ese sendero tan húmedo. Al fin y al cabo, nos merecemos un rato de esparcimiento.
—Vaya, por aquí no hay frutas… —observó Joa al llegar a la meseta.
Desde Maro-Ancestro, y dado que no habían cruzado ningún otro pueblo, se habían alimentado exclusivamente de los frutos que los esperaban en los claros acondicionados. Pero aquí no había nada de eso, así que aquel descanso sería un puro far niente. Piphan sacó su ornitorrina e intentó tocar unas cuantas notas, sin éxito. Pensó en Jaufrette; si estuviera allí, ya habría una multitud de pájaros volando en torno a ellos.
—¿Puedo probar? —le preguntó Perline.
—Naturalmente. Y si entiendes cómo funciona, no dudes en explicármelo.
—Es sencillo. O te sabes de memoria las notas del pájaro, o escuchas bien y reproduces la misma melodía.
En efecto, al cabo de cinco minutos escasos se encontraron rodeados de colibríes. Orgullosa de su logro, Perline se concentró en otro canto que se oía a lo lejos, un canto melodioso, tan poco repetitivo que parecía imposible retener las notas a la primera. Y sin embargo, a base de tantear…
Un pájaro de color rojo fuego y de unos sesenta centímetros de envergadura fue a planear por encima del grupo. Su inmensa belleza arrancó gritos de admiración. La larga cola del ave, del mismo tono rojo encendido y redondeada en la punta, se desplegaba en abanico como la de un pavo real; el pico y las garras de color amarillo eran propios de un ave de presa.
—¡Es soberbio! —exclamó Kaylé—. No pares de tocar, por favor.
Guiada por el ave, Perline acabó hallando la modulación exacta, y pronto fueron una docena de esos pájaros los que revoloteaban por allí. No se acercaban al suelo, sino que guardaban las distancias y mantenían una altura suficiente para ejecutar magníficas acrobacias, geométricas y perfectamente coordinadas. Su canto se transformó en un potente concierto polifónico que colmó todo el espacio de la meseta rocosa. El pronaos Filus Aquarti quedó subyugado ante tanta perfección.
Los chicos se habían ido subiendo a las grandes rocas para seguir más de cerca tan increíble ballet. Perline se olvidó incluso de soplar la ornitorrina, sin que eso detuviera el concierto ni el revoloteo de los pájaros rojos. Ahora ya no volaban tan alto, y se habían desplazado para sobrevolar el desfiladero mientras parecían alejarse progresivamente. Quizá Perline había dejado de tocar demasiado pronto. En todo caso, llegó un momento en que ya nadie hablaba y, con la mirada fija en la deslumbrante danza, todos se aproximaban al precipicio como sonámbulos.
Seguro que Piphan habría seguido a sus compañeros si no lo hubiera espabilado un ruido. Se había quedado rezagado al sentir bajo sus pies una vibración que identificó sin dificultad: la de unas pezuñas martilleando el suelo. El sonido, todavía amortiguado, sugería que un animal se acercaba al galope. Piphan pensó de inmediato en Albucesto y centró toda su atención en la dirección de la que le pareció que procedía el sonido.
En éstas, se oyeron dos gritos, a los que el barranco respondió con el eco. El primero fue emitido por un pájaro rojo y ya no tenía nada de melodioso; el segundo provenía de Kaylé, a quien el ave agarraba del pelo y trataba de empujarlo al vacío.
Los demás Filus Aquarti no pestañearon; ciegos y sordos a lo que ocurría, seguían avanzando embrujados hacia el precipicio.
Al notar cómo las garras le penetraban en la frente, Kaylé salió de su hechizo. Piphan lo vio debatirse e intentar coger las patas del pájaro, pero las potentes garras, semejantes a tenazas, le asían ahora la cabeza. Al menor movimiento en falso, se precipitaría en el vacío. Piphan se vio tentado de utilizar la magia. Podía tratar de lanzar un sortilegio con las manos vacías, pero tenía la cabeza hecha un lío, no le salía ninguna fórmula y temía que su magia acabase por provocar que Kaylé se despeñara, al igual que mandó a paseo el baúl de Perline. La cólera lo invadió enseguida, como cada vez que presentía el fracaso. Soltó entonces un grito que rasgó el aire y salió de estampía. ¡Al diablo la magia! ¡Se iba a enterar ese pájaro de qué pie calza un vawak!
En aquel mismo instante, un bastón volteó silbándole a ras de la cabeza y fue a golpear la del ave. Piphan se giró y descubrió que había acertado: Albucesto estaba de regreso, y era él quien acababa de lanzar el bastón. Sin embargo, aunque su golpe fue de una precisión extrema, los apuros de Kaylé no terminaban ahí, pues las garras del pájaro le habían arañado el cráneo y le brotaban unos hilos de sangre que lo cegaban. Pero lo peor fue cómo cambiaron de repente las fuerzas en juego cuando el ave soltó su presa: al no encontrar resistencia, Kaylé perdió el equilibrio, dio la impresión de que quería apoyarse en una pared delante de él, pero el caso es que no había pared. Y Piphan y Albucesto, impotentes y con el corazón en un puño, lo vieron desaparecer.
Un formidable rugido se elevó desde el abismo. Luego se produjo una explosión, seguida de tal compresión del aire que todos, incluido Albucesto, sintieron una fuerte presión en el pecho. Los compañeros que se encontraban aún al borde del barranco fueron proyectados hacia atrás, saliendo al mismo tiempo de su hechizo, aunque no habían recuperado suficientemente la conciencia para comprender qué acababa de pasar y qué continuaba pasando. Los pájaros rojos fueron presa del pánico y no supieron por dónde escapar, pues una enorme mole, de un color rojo oscuro e irisado, acababa de surgir del precipicio. Antes de que ninguno de los chicos entendiera nada, el cielo se ensombreció, un aliento cálido los inundó y un pico gigante depositó ante Piphan a un Kaylé tambaleante y casi inconsciente, pero vivo.
De golpe el cielo se aclaró otra vez. Ya no quedaba ni un pájaro en el horizonte, y Kaylé se desplomó en silencio en brazos de su amigo. Albucesto corrió en su ayuda para tumbarlo sobre un trozo de hierba fresca.
—Creo que no se ha roto nada, pero los grandes sustos suelen tener efectos secundarios. Necesita descansar.
—Está lleno de sangre… —sollozó Joa, que empezaba a descubrir la situación.
—No es nada —la tranquilizó Albucesto—. Por aquí crecen todas las plantas que hacen falta para curar sus heridas. Aunque sangren mucho, no son profundas. Buscad un poco de agua y limpiadlo mientras yo me ocupo de las plantas.
Giró la grupa y se dirigió al bosque, pero a los pocos pasos se detuvo y llamó a Piphan:
—Necesitaré tu ayuda. Me hace falta una orquídea epifita que tiene la irritante costumbre de crecer en lo alto de los troncos. Y, como imaginarás, yo no sé trepar a los árboles.
Piphan siguió al bucentauro con una alegría que no supo disimular: le caía superbién y, además, le gustaba la idea de devolverle al fin algún favor, para agradecerle que hubiera ayudado a Jaufrette, y ahora, a Kaylé. Vana pretensión por su parte, pues de hecho era Albucesto quien los ayudaba otra vez a ellos.
—¿Qué eran esos pájaros? —preguntó Piphan por el camino.
—Los primeros eran voluptérix. Se puede decir que os habéis librado de una buena.
—En cambio, al principio eran magníficos. Si no llega a ser porque uno se ha vuelto loco…
—¡Uf! Esos pájaros son cualquier cosa menos locos. Cualquiera de ellos podría haber atacado; esperaban a que estuvierais al borde del precipicio. Son los peores carroñeros de Ava-lon. Su táctica era atraeros al borde y luego haceros caer al vacío antes de repartirse vuestros cadáveres una vez que hubieran llegado abajo. ¡Magníficos, dices!
Piphan silbó al comprender de la que acababan de escapar los Filus. Esas aves eran demasiado hermosas para no esconder algo negativo. Con un encanto difícil de superar, los voluptérix actuaban como las sirenas marinas que atraían los barcos hacia los escollos. Y ellos habían caído en la trampa.
Entonces visualizó de nuevo el inmenso pico que había depositado a Kaylé entre sus brazos.
—Ahora te lo cuento —dijo Albucesto—, pero antes tendrás que disculparme una mentirijilla: no me hacen falta orquídeas para curar a tu amigo.
Piphan, que no sabía adonde quería ir a parar el bucentauro, se limitó a hacer un gesto de asombro.
—El otro pájaro es un simorgh, y como has podido comprobar, es especialmente grande. Este debía de medir cuarenta codos de envergadura.
—¿Cómo?
—Son unos veinte metros. Pero lo importante no es que sea el ave más grande del mundo, sino su rareza, y sobre todo la de sus apariciones. Te confieso que yo nunca había visto uno y te doy las gracias por proporcionarme la ocasión de poder contemplarlo.
—Bueno… De nada. Yo no sabía ni que existían.
—Puede, pero, sin tu grito, no creo que el simorgh hubiera intervenido. No obstante, al hacerlo, es a ti a quien ha designado. Toma, esto te pertenece.
De entre la abundante melena negra y de color de fuego que le recorría el espinazo, Albucesto se extrajo una pluma carmesí y se la entregó.
—La he recogido cuando me he dado cuenta de que tú no la veías.
—¿Es una pluma del simorgh?
—¡Exacto! Te has ganado el corazón del amigo más fiel que existe en el mundo, y créeme, es un privilegio del que pocos humanos presumen, por la sencilla razón de que no puede tener más de un amigo al mismo tiempo.
Una pluma, un amigo, un Elegido… Era obvio que Piphan aún no lo entendía, y Albucesto le explicó que todas las criaturas mágicas consideraban a los simorghs los mayores maestros místicos, y su manifestación era casi divina. Por lo general, vivían en la cima de las altas montañas, rodeados de los demonios a los que habían vencido y sometido a lo largo del tiempo.
—Aquí, en Abracadagascar, el simorgh vive en lo alto del monte Tsaratanan, no muy lejos del lugar en que nos conocimos.
—Pero… ¡cómo va a poder volar tan deprisa! Ya debía de estar por aquí, ¿no?
—No creas. La magia de estos pájaros es muy poderosa y sutil. Lo que te puedo asegurar es que el cometido de un simorgh es proteger a su héroe, y la pluma demuestra que éste te ha elegido como tal.
¿Piphan, un héroe? Ya era lo último: un héroe sin atributo activo, sin conocimientos de fórmulas mágicas y que no sabía ni cuál era su misión… Según Albucesto, la pluma que le habían confiado era famosa por curar las heridas. ¿Acaso iba a convertirse en un médicomago?
—Ahora ya sabes por qué no me hacen falta plantas para curar a tu amigo Kaylé. Eres tú quien lo hará…
Por primera vez, Piphan no dijo que no sabía cómo.
Cuando cogió la pluma que le tendía Albucesto, sintió que un vago calor lo inundaba de calma y bienestar. Imposible dudar ni por un segundo del poder mágico de aquel objeto. Era lo más reconfortante que había tocado desde hacía muchísimo tiempo; no conocía nada igual, aparte de abrazar con fuerza a un ser a quien se ama con toda el alma. El bucentauro tenía razón: aquel pájaro debía de ser excepcional si una pluma suya procuraba semejante sensación…
—¿Y si quiero volver a verlo tendré que subir al Tsaratanan?
—No, no, porque no lo lograrás sin su ayuda. Y de nuevo será esta pluma la que te preste auxilio. Cuando quieras verlo otra vez, te bastará con quemarla y él te visitará, estés donde estés. Por supuesto, comprenderás que te hará falta un buen motivo para invocarlo. Pero, por ahora, creo que esta pluma debe servir para tu amigo.
Kaylé había vuelto en sí. En el rostro, ya limpio de sangre, quedaban algunas huellas oscuras en las zonas en que le habían penetrado las garras del voluptérix. Piphan aplicó con suavidad la pluma del simorgh en las heridas y al instante vio cómo se cerraba la carne sin dejar la menor cicatriz.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Joa, boquiabierta.
—Yo no he hecho nada. ¡Es que esta pluma es mágica! —respondió él, esperando salvarse de más preguntas.
Albucesto lo sacó de apuros una vez más:
—Me pareció entender —le dijo a Joa— que te interesan las virtudes de las plantas. Si te apetece descubrir una muy especial, te invito a ir a recogerla tú misma; la vais a necesitar. Tú también puedes acompañarla, Perline. Claro que no es una planta que se encuentre a menudo, ya que sólo crece en Avalon, pero nunca se sabe porque parece que el pronaos Filus Aquarti está destinado a hacer tantos descubrimientos…
Al oír el nombre de Avalon, Nive aguzó el oído.
—¿Has dicho Avalon? ¿Significa que estamos en ese sitio?
—A juzgar por las apariencias…
Albucesto había contestado sin contestar. Nive lo observaba alejarse por el bosque, flanqueado por Perline y por Joa, cuando el bucentauro se volvió para terminar su frase:
—Como no creo demasiado en la suerte, y menos aún en las casualidades, prefiero pensar que estáis bendecidos. Ignoro qué fuerza os empuja para que esta isla os ofrezca ya lo mejor de sí misma, pero entiendo que os aguarden en Elatha. Y respondiendo a tu pregunta, Nive, sí, estamos en Avalon.
Y mientras Perline y Joa iban a recoger plantas con Albucesto, Nive contó lo poco que sabía acerca del lugar. Era la única que había oído hablar de ello, aunque no resultaba sorprendente teniendo en cuenta sus orígenes.
Según dijo, pocos libros mencionaban Avalon, excepto para explicar que aquel valle tenía algo que ver con la búsqueda del Grial. El rey Arthur, después de pasar el testigo de su reinado, se retiró allí, donde lo habría recibido la Dama del Lago y pasado los días más felices hasta el final de su vida. Pero, si bien el buen rey formaba parte de la historia de los caballeros de la Mesa Redonda, Avalon parecía pertenecer a la leyenda. Otros textos, sin embargo, no presentaban el lugar como un paraíso perdido o escondido, sino que afirmaban que se podía atravesar el gran lago que se extendía en medio de los valles, aunque arriesgándose a mil peligros. En cuanto al castillo que se erigía en el centro, resultaba ser de naturaleza divina o pertenecer al Señor de las Tinieblas, según la pureza de alma del viajero. Dicho de otro modo: si uno no llevaba ya el paraíso en su interior, Ávalon podía ser un infierno.
Nive se interrumpió al regresar Albucesto, acompañado de Perline y Joa. Iban cargados de unos frutos pequeños y redondos, de color amarillo pálido con vetas verdes.
—Tomad —dijo el bucentauro, ofreciéndoselos a todos—: Os aconsejo que os comáis esto. Son mirobólanos. No creo que os encanten, porque saben muy amargos, pero son un antídoto excelente a los frutos que lleváis días comiendo.
Así es como averiguaron que los sabrosos frutos que se habían zampado contenían una sustancia poco recomendable que, sin ser verdaderamente un veneno, poco a poco los habría ido privando de toda cordura y sentido crítico. Día tras día se habrían vuelto más indolentes y perezosos, y habría desaparecido de su espíritu el menor deseo de lucha. Era otra de las trampas de Avalon: esos frutos habían demostrado la resistencia de los jóvenes a la tentación fácil.
—No podíamos hacer otra cosa —explicó Melys—; fue lo único que encontramos para comer. En tres días de marcha no hemos visto ni un pueblo…
—La cuestión es que no deberíais estar aquí. Si no habéis pasado por otros pueblos, es porque no existe ningún tipo de vida social en Avalon. Quien tiene la suerte de hallarse en este ámbito, es en provecho de uno mismo, y por lo general su objetivo es precisamente encontrarse a sí mismo, espiritualmente hablando. Es bastante curioso que Avalon se haya abierto a gente tan joven, que además va en grupo…
—¿Quieres decir que estamos en otra esclusa? —quiso saber Kaylé, pensando en un pasillo-umbral como el de los Mostradores del Gremio.
—No del todo. Una esclusa permite al menos pasar de un lugar a otro. Mientras que Avalon…
El bucentauro no terminó su frase. Se disponía a decirles que, a veces, Avalon no tenía salida o que, al menos, los que se quedaban allí demasiado tiempo no la encontraban nunca. Su estructura en forma de teseracto lo convertía en un espacio para las almas más que para los seres vivos, y por ello, únicamente las criaturas mágicas podían atravesarlo sin mayores dificultades. Él mismo se hallaba allí por segunda vez. En cuanto a explicarles la naturaleza de un teseracto, se veía del todo incapaz. Avalon existía o no existía; aparecía en un determinado lugar, pero nada impedía que estuviera a la vez en otro… No había nada que indicara cuándo acababas de penetrar en él, a no ser su flora y su fauna características, como esos frutos, como los voluptérix o como esa atmósfera apelmazada que te adormecía poco a poco. De la misma manera, te enterabas de que habías salido de allí cuando te encontrabas de nuevo con tus referentes del mundo habitual.
Sí, Albucesto se vio tentado de explicar más detalles, pero le pareció inútil alarmar a los aprendices de magos. Estaba convencido de que aquel recorrido formaba parte de su iniciación. Con todo, si relacionaba el relato del ataque de los marlúes con la escena de los voluptérix, le daba la impresión de que los dirigentes de Elatha hacían correr demasiados riesgos a sus nuevos candidatos.
Aunque, por otro lado, la guerra que tramaba Sarpedón no iba a ser un juego de niños, y seguro que el Naos de los magos blancos tenía razón al someter a sus jóvenes a tan duras pruebas. Si no salían airosos del embite de unos simples voluptérix, sería absurdo pensar en enfrentarlos a Sarpedón y sus dahals. Sin embargo, eso no quitaba que tuvieran que salir de ahí lo antes posible.
—Imaginaos Avalon como una burbuja que flota a su aire en un espacio y en un tiempo singulares. Sé que no resulta muy fácil de concebir, pero es así. Tal vez algún día descubráis cómo y por qué habéis entrado en este sitio, o quizás no lo volváis a encontrar nunca. Sabed que este lugar puede desaparecer en cualquier momento, cosa que no deseo, pues, ¿quién sabe dónde acabaríamos?
—Entonces, ¿el paisaje que contemplamos ahora puede cambiar de golpe? —preguntó Nive.
—No, qué va. A nuestros ojos, todo permanecería idéntico cierto tiempo, pero al salir de esta burbuja… seguramente ya no estaríamos en Abracadagascar. Avalon se desplaza fuera de nuestra percepción. Por eso, cuando Kaylé se recupere de sus emociones y si todos os veis capaces de retomar el camino, os aconsejo que no nos demoremos más.
—Si depende de mí, podemos irnos ahora mismo —dijo Kaylé, que no quería cargar con más responsabilidades.
Después de lo que había contado Albucesto, a nadie se le ocurrió entretenerse más en aquel sitio.
—Cuando pienso que hay tantas personas que buscan Avalon… —suspiró Nive, cuyos antepasados no lo habían conseguido nunca.
No obstante, exceptuando el enojoso episodio de los voluptérix, Ávalon era un verdadero paraíso. Pero es cierto que hay que saber abandonar los paraísos antes de que se transformen en infiernos.
Mientras Piphan guardaba la ornitorrina y la pluma de símorgh en la mochila, Melys, siempre tan pragmático, continuó con su interrogatorio.
—Si no se puede distinguir la conjunción de este mundo con el otro, ¿cómo vamos a encontrar la salida?
—Hay una solución —contestó Albucesto—: Seguid las huellas de mis pezuñas. Con lo húmeda que es esta tierra, no tiene que ser complicado. He llegado por aquí y no me he detenido por el camino… El rastro debería ser fiable todavía.
Los acompañó hasta el sendero para asegurarse de que sus huellas aún eran visibles, lo que tranquilizó a todo el mundo. Por último, justo antes de separarse de ellos, les espetó:
—No obstante, hay un detalle por el que no os felicito: ¡ninguno de vosotros me ha preguntado por Jaufrette!
El alboroto fue total. Todos, a cuál más avergonzado, trataron de hablar al mismo tiempo. Pero Albucesto ya sabía que su atención estaba demasiado dispersa a causa del ataque a Kaylé, el descubrimiento de que habían comido frutos venenosos y la magia cautivadora de Avalon.
—No temáis —los calmó—. Está de maravilla y os aguarda, aunque no es la única… ¡Sois muy esperados! ¡Adelante, y portaos bien!
Fueron las últimas palabras del bucentauro, que no por ello desapareció de sus conversaciones. Mientras seguían ese hilo de Ariadna que su nuevo amigo había dejado en el suelo sin darse cuenta, todos comentaban la suerte de haber conocido a alguien como él. Sólo por él, por esa amistad y esa generosidad sin mella, ya valía la pena vengar a los bucentauros. Cuando llegase la hora, los dahals no tendrían más remedio que comportarse… ¡o asarse ellos!