Capítulo 14

Maro-Ancestro

El ronroneo de la lluvia en el tejado de la cabaña fue despertándolos a uno tras otro. Había estado lloviendo toda la noche, y el cielo, de un gris uniforme, no anunciaba cambios para la jornada. Al mirar por la única ventana del habitáculo, pudieron ver lo que la oscuridad ocultaba: el pueblo de Maro-Ancestro, acurrucado en el seno de una inmensa bahía que lejos, en el horizonte, desembocaba en el océano Infinito. Por todas partes crecían cocoteros en la playa, pero enseguida daban paso a una jungla exuberante, y detrás de ellos se iniciaban los contrafuertes del imponente monte Tsaratanan. Por lo tanto, se hallaban aislados y como en una sauna, puesto que la humedad del ambiente era continua. Sin duda era eso lo que les había provocado pesadillas.

Jaufrette había gemido varias veces durante la noche, y Kaylé se había despertado sobresaltado debido a un mal sueño, pues un marlú se le echaba encima, y esta vez el rostro acerado no fallaba. Piphan, por su parte, había soñado con hombredusas, pero en el sueño se olvidaban de que eran aliados…

—No hay que entretenerse aquí —opinó Melys.

—De acuerdo, pero tampoco podemos irnos con esta lluvia —respondió Nive, muy preocupada.

Kaylé sugirió que esperasen un poco, pero si no paraba de llover habría que tomar una decisión. Debían recordar que el maestro Mori-Ghenos insistió en que el único objetivo era presentarse en Elatha lo antes posible.

Al cabo de un rato, aunque sin haber cesado, la lluvia se volvió muy fina, y los chicos decidieron ir a explorar las inmediaciones del pueblo.

—No os alejéis demasiado —aconsejó Nive—. Aunque dudo que nos marchemos hoy…

Y miró hacia la estera en la que aún reposaba Jaufrette, a quien Perline le apoyaba una mano sobre la frente.

—Me parece que tiene mucha fiebre.

Jaufrette tenía los ojos entornados y pequeñas gotas de sudor le perlaban las sienes. El tajo infligido por el marlú se estaba infectando, pues a su alrededor se había formado un hematoma verdoso que le provocaba hinchazón desde el tobillo hasta la rodilla.

—No podemos dejarla así —señaló Joa—. Os acompaño al pueblo; quizás encontremos alcohol y hasta puede que haya un médico-mago o un trumba.

Detrás de la playa donde se encontraba la gran cabaña en la que estaban instalados, el pueblo de Maro-Ancestro contaba con un centenar de cabañas más, enclavadas entre los enormes árboles. Las primeras con que se toparon estaban deshabitadas. Se adentraron un poco más en la jungla hasta llegar a un lugar despejado que debía de ser la plaza principal. Una treintena de chozas que formaban un vago círculo acabó con sus dudas: no había nadie. El pueblo estaba desierto, pero lo más curioso eran las numerosas puertas abiertas, los utensilios y objetos caseros que permanecían en su sitio, como si la población hubiera tenido que partir precipitadamente. De no ser por los cantos de los pájaros y el susurro del follaje, en aquel sitio habría reinado un silencio mortal. Bien juntos en fila india, los jóvenes avanzaban a hurtadillas por miedo a una trampa, pero pronto fue evidente que no hacía falta. Estaban realmente solos en Maro-Ancestro, y el objetivo seguía siendo no entretenerse.

Fue Joa quien descubrió los fanafús que todo lo curan, prueba de que, antes de la huida, en el pueblo hubo al menos un trumba. Los trumbas eran los únicos que podían curar con fanafús; la mayoría de las veces éstos consistían en insectos disecados, raíces o cortezas, o bien trozos de mineral o de huesos diversos. Joa, que desde la más tierna edad era una apasionada de los filtros y las pociones, tenía intención de perfeccionar sus conocimientos en este campo en Elatha, y quiso regresar al lado de Jaufrette cuanto antes para poner en práctica lo que sabía. Kaylé se ofreció a acompañarla, mientras que Melys y Piphan prefirieron continuar explorando los alrededores, con el fin de asegurarse de que todo estuviera en orden.

Y entre las cosas que pintaban bien, estaba aquella amistad incipiente. Esbelto, moreno y de ojos verde oscuro, Melys creció en las Seicherelles, donde su padre, como el de Kaylé, daba clases en una pequeña escuela de magia, especializada en la búsqueda de fantasmas errantes, a la que acudían magos de todo el mundo a aprender los métodos de persecución más eficaces. Era un oficio que tenía tanto de detective como de mago.

Al poco rato, hablando de atributos mágicos, descubrieron un punto en común: el bastón de Melys tampoco estaba dotado de un principio activo, como el de Piphan, motivo que los disuadió de aventurarse demasiado en esa jungla cada vez más densa.

—¿Y las varitas de las chicas están activas? —preguntó Piphan.

—Sí, tú dirás… Joa y Nive descienden de grandes linajes. En la Nueva Europa, los Pernety son famosos desde hace siglos como profesores de álquimia y maestros. Y en cuanto a los de Nive pasa lo mismo: un antepasado suyo, Simón de Lancroy, es célebre desde las Edades Sombrías. En una ocasión leí que un día tuvo que enfrentarse a Hades para poder cruzar un puente.

Como ese relato pertenecía a la mitología, Piphan lo conocía. Pero, a su parecer, se trataba más de narraciones inventadas que de un hecho histórico. Y es que le costaba entender cómo un ser de carne y hueso como Simón de Lancroy fue capaz de enfrentarse a un personaje mitológico. Melys no tenía la respuesta, pero su padre le explicó que los fantasmas aparecen en forma de espectros porque son errantes, es decir, porque no han hallado el camino de la paz definitiva; son prisioneros de alguna cosa y hasta que no logran liberarse de ellas no se convierten en entes libres. Hades era un dios, así que sin duda era superior a un simple ente, pero Melys no dudaba de que todas esas «cosas» pudieran manifestarse.

—Quizá sí… —convino Piphan, no muy convencido—. A mí siempre me ha parecido raro que esos entes necesiten enfrentarse a simples humanos como nosotros. En los libros son tan poderosos… Además, en general, son más bien monstruos, ¿no?

—A menudo, los monstruos son seres descarriados, ¿sabes?, seres habitados, o más bien atormentados, por fuerzas más poderosas que ellos, a la espera de que alguien acuda en su auxilio.

Piphan guardó silencio. Aquella última frase, aunque parecía simple, revelaba una hermosa sabiduría. Por un lado le recordó la educación conformista que había recibido de la madre Pélagie, pero por otro lado recordó también que él no soportaba que la gente sufriera. Y ese amor por los demás, aunque Bertille fuese su gran iniciadora, se lo debía a Kimyan, pues su amigo siempre se lo perdonaba todo a todo el mundo de manera espontánea, mientras que a él le llevó años asimilar el concepto del perdón. Y si no lo hubiera logrado, quizá nunca habría tenido ganas de buscar a su padre y hoy no estaría donde estaba. Dejó que su mente vagabundeara un instante antes de preguntarle a Melys:

—Pero entonces, ¿por qué no puede pasar lo mismo con Sarpedón? A lo mejor también es un ser que sufre.

—Hombre, creo que tampoco hay que exagerar —objetó Melys, a quien el comentario de Piphan lo había pillado bastante desprevenido—. La verdad es que no se puede considerar que Sarpedón sufra… El no es prisionero del mal, él Es el mal. No es lo mismo… ¡Chisss! ¿Has oído eso?

Se interrumpió bruscamente. Piphan también había oído un ruido de follaje y notado una vibración en el suelo. Por instinto vawak, supo que se debía al impacto de unas pezuñas en la tierra.

—Debe de haber cebúes.

Aguzó el oído y avanzó un paso en la dirección de donde provenía el ruido. Y, en efecto, distinguió un par de cuernos en medio de las hojas, pero había algo que no encajaba: si aquellos cuernos pertenecían a un cebú, éste tenía que ser colosal.

A todo esto el follaje se entreabrió, y al descubrir que se trataba de una cabeza humana con cuernos, Melys gritó aterrado al encontrarse cara a cara con la criatura cornuda. Como se quedaron paralizados, observaron con detalle lo que sin duda era una especie de centauro, con la diferencia de que su pelaje era de un negro oscuro y reluciente, y de cuya amplia frente brotaban un par de cuernos que no parecían pensados, precisamente, para hacer cosquillas. Y por eso mismo no tuvieron miedo, pues si aquellas criaturas hubieran tenido intención de atacar, ya estarían empalados. El que se encontraba delante de Piphan rompió el silencio:

—¿Lo de cebúes iba por nosotros?

Piphan detectó que el tono no era del todo agresivo.

—Disculpa, no sabíamos… Vosotros… Vosotros sois centauros, ¿verdad?

—¡Decididamente, os habéis propuesto ofendernos!

—¡No, no! Es que yo nunca he visto a un… en fin… ¡en persona!

—En primer lugar, nunca ha habido centauros en esta isla.

Y en segundo lugar, si los hubiera, serían nuestros enemigos, porque los caballos siempre han sido traidores con los toros. Nosotros somos bucentauros, con vuestro permiso. En cambio, no os pregunto por vosotros porque sois transparentes como el agua: sois simientes de brujos y vais a la escuela de la gran ilusión. ¿Me equivoco?

Melys y Piphan intercambiaron una rápida mirada interrogadora. Ya no sabían qué pensar. Sus interlocutores no les parecían feroces, pero eran conscientes de que no había que dar ningún paso en falso.

—¿Estás hablando de Elatha? —replicó Piphan.

—¡Elatha! ¡La gran escuela de los salvadores del mundo! ¿Habéis visto en qué estado se encuentra el dichoso mundo? ¿Y creéis que unos atontados como vosotros van a restablecer el equilibrio? ¡Bah, eso no os concierne a los humanos!

—Entonces… ¿no sois aliados?

—¿Aliados? ¿Para qué? Hemos firmado el pacto de no agresión, pero eso es todo. ¡Y de hecho, ya es demasiado! Si dependiera de mí…

—¡Cálmate! —intervino el otro bucentauro—, tu actitud no es correcta. Este no es momento de morder la mano que nos da de comer. —Se acercó para saludar a los chicos en señal de paz—. Me llamo Albucesto y él es Buciferio. No se lo tengáis en cuenta, pero es que hoy por hoy estamos un poco susceptibles. Nuestras manadas no se ponen de acuerdo en cuanto a la política que hay que adoptar frente al Consejo de los Mayores. Creo sinceramente que vuestros maestros hacen todo lo que pueden, pero hay que reconocer que esta tierra, que era la más segura desde nuestro exilio, se ha vuelto bastante inestable. Porque jamás unos dahals habían conseguido pisar el suelo de Abracadagascar. Y ya se sabe que el Sarpedón del que hablábais no anda muy lejos de donde logran entrar sus seguidores.

—¿Y vosotros qué tenéis que temer? —preguntó Melys—. ¿Por qué os tendrían que atacar los dahals si no habéis firmado el Pacto de Alianza?

—¿De veras quieres saberlo? —inquirió Buciferio, lanzándole una torva mirada.

Se produjo un silencio muy tenso que daba a entender que la respuesta no era agradable de oír. Hasta a Albucesto, que parecía más prudente, se le notaba reacio a decirlo. Finalmente, soltó:

—Porque somos deliciosos, sencillamente.

Melys y Piphan no estaban seguros de haberlo entendido bien, y sin embargo, no creían que la palabra «deliciosos» diera lugar a muchos equívocos.

—Sí, como lo oís —continuó Albucesto—. A los dahals les ha parecido que nuestra carne es excelente. Ayer, durante el combate en la bahía de Toliara, mataron a uno de los nuestros… ¡y se lo comieron! ¡Lo asaron como a un vulgar cebú!

El silencio volvió a caer como un mazo. Los dos Filus compadecieron a los bucentauros por aquella angustia horrible. ¿Cómo era posible que alguien se comiera a un ser dotado de inteligencia y de habla, aunque su cuerpo presentara similitudes con ciertos animales?

Y, si bien Albucesto mantenía la prudencia de creer aún en la humanidad, no podía decirse lo mismo de Buciferio. Aunque los dos muchachos se deshicieran en disculpas en nombre de su especie, de nada valía repetir que «no todos los humanos son iguales», porque si algunos de éstos eran capaces de comer bucentauro, no cabía reprochar a Albucesto y Buciferio que condenaran a todo el género humano.

Por suerte, Albucesto estaba dispuesto a modificar su opinión y les preguntó:

—¿Y, vosotros, qué hacéis tan lejos de vuestro Naos?

—Es que llegamos ayer mismo —explicó Melys—. De hecho, estábamos esperando a que parase de llover para irnos, pero ahora tendremos que aguardar a que una amiga nuestra esté en condiciones de reanudar el viaje.

—Si esperáis a que pare la lluvia, no os marcharéis nunca. Estáis en Maro-Ancestro, y aquí hay dos estaciones: la estación de las lluvias y la estación en la que llueve; hay una pequeña diferencia de matiz. Y lo de vuestra amiga, ¿es un simple esguince o es algo más grave?

Piphan les contó el ataque de los marlúes y que habían encontrado unos fanafús que lo resolverían todo en un tris. Ignoraba que los bucentauros eran unos sanadores de primera, y que incluso se les debía el origen de la medicina, pues fueron ellos los primeros en revelar sus secretos a los hombres, pese a la leyenda de que ese mérito correspondía a los centauros.

—Entonces no debéis quedaros aquí ni un segundo más —señaló Albucesto—, porque nunca conseguiréis curar una herida de marlú vosotros solos. El apéndice de esa bestia contiene un veneno que actúa con bastante lentitud, pero es muy potente; existe una planta que sirve como contraveneno, que no crece en esta zona, os lo aseguro. Tenéis que encontrar un arbusto silvestre, un cornejo que se llama cornus sanguínea, cuya savia también es venenosa, pero, que yo sepa, es el único antídoto, pues uno aniquila al otro. Os aconsejo que no perdáis tiempo.

—¿Y qué podemos hacer? —se alarmó Piphan—. ¿Dónde vamos a encontrar ese conus… maquinea?

—Los cornejos más cercanos son los del lindero del bosque de los zindris. Está a unas setenta leguas de aquí pero, como vais a Elatha, os viene de paso, así que no tendréis que retrasaros.

¡Setenta leguas! Si no le fallaba la memoria, eso equivalía a unos trescientos kilómetros. Entonces sí que se alarmaron. En otras circunstancias habrían podido recorrer cincuenta kilómetros en un día, andando diez o doce horas si fuese necesario. Pero en Maro-Ancestro no conocían ningún camino, y la jungla era mucho más densa que cualquier otro bosque que hubieran conocido hasta entonces. Aun en el caso de que se relevaran para transportar a Jaufrette, tardarían una semana entera en alcanzar ese bosque de los zindris.

El bucentauro percibió sus apuros. Pareció dudar de si hablar delante de Buciferio, pero acabó por decir:

—Si queréis llevarme a donde está vuestra enferma, me gustaría examinar su herida. Quizá podamos ralentizar la acción del veneno.

Con lo desamparados que se sentían, no iban a rechazar la ayuda. Y respiraron de nuevo.

—Yo ya he oído bastante —se enfadó Buciferio—. ¡Tengo cosas mejores que hacer que salvar a caníbales!

Al escuchar esta última palabra, los chicos se estremecieron, pero Albucesto se encogió de hombros y ninguno de los tres hizo ningún comentario de camino a la gran cabaña.

En la choza reinaba un absoluto silencio tan sólo rasgado por los gemidos de Jaufrette. Al ver regresar a los muchachos, Joa se puso a sollozar.

—No lo entiendo, he hecho lo que leí. Estaba segura de que era así… pero está dando el resultado contrario. Miradle la pierna: se le ha puesto verde…

—No te angusties, Joa —la tranquilizó Melys—. Hemos venido con un amigo que entiende de medicina y va a ayudarnos.

—Pero debemos avisaros de que no es… como nosotros.

Piphan se sentía obligado a suavizar el encuentro, pero no tuvo que entrar en detalles, porque Albucesto ya había puesto las pezuñas en el umbral mientras procuraba no estropear el marco con los cuernos. Hubo algún gesto de sorpresa pero, aparte de su trasero de toro, Albucesto era demasiado humano para infundir miedo, de modo que, en medio de un silencio casi religioso, el pronaos Filus Aquarti acogió al bucentauro. Éste se aproximó a la estera en la que estaba tumbada Jaufrette, y se arrodilló para olfatear la herida. Luego se enderezó y se quedó pensativo un instante, con los ojos fijos en el rostro lívido y perlado por la fiebre. Estaba reflexionando. Su forma de balancear suavemente la cabeza delataba un dilema. Mientras tanto, los jóvenes aguardaban expectantes el diagnóstico.

—Os propongo lo siguiente: si confiáis en mí, puedo ocuparme de vuestra amiga. Dado el estado de su herida, no creo que lleguéis a tiempo al bosque de los zindris, puesto que, sin entreteneros, estáis a seis días de marcha. De modo que si atáis a Jaufrette a mi lomo, yo la llevaré a donde puedan curarla. Si todo va como espero, la encontraréis completamente sanada en el pueblo de Mourmang. Allí solicitaréis ver a Uculunculú; es el Mayor de los zindris. No tenéis nada que temer. Si os parece bien mi propuesta, os sugiero que lo hagamos deprisa.

Por un momento, se vieron en un gran aprieto. Lo más urgente era salvar a Jaufrette, pero cada uno de ellos se planteaba muchos interrogantes. Apenas se conocían, no había un jefe de grupo y todos dudaban ante la responsabilidad de tomar una decisión que comprometía al pronaos entero. Al fin, Albucesto tuvo que asumir la autoridad, y les indicó dónde encontrar cuerdas, cómo sujetar correctamente a Jaufrette a su lomo y por dónde ir cuando se pusieran en marcha.

Al proponer el pago de las cuerdas para no perjudicar a los habitantes del lugar, se enteraron de que el dinero no existía en Abracadagascar, donde no se compraba ni se vendía nada; todos los bienes que eran para uso de aquel que los necesitara. La naturaleza satisfacía las necesidades básicas, y la magia y las relaciones entre la gente se ocupaban de lo demás. El único sitio de la isla en que existía moneda en curso era en el Mostrador del Gremio, regentado por César Pépin, en Toliara. Piphan ya podía ir guardando su sidés internacional de oro, pues su inmensa fortuna había perdido de repente su valor. En cuanto a las cuerdas, Albucesto se encargaría de devolverlas luego.

La lluvia seguía siendo fina, pero caía sin parar. Amarrada sobre el reluciente pelaje del bucentauro, Jaufrette parecía más serena y dormía con un sueño profundo. No sabían cómo dar las gracias a Albucesto.

—En tiempos normales, habría podido convencer a algunos de mis hermanos para que os acompañaran hasta Elatha —dijo—. Pero ya conocéis las circunstancias… Lo siento mucho. Cuando vuelvan días mejores, confío en que sigamos todos aquí para celebrarlo con una gran fiesta. Esta isla se merece la mayor consideración, pues no conozco otra más extraordinaria. ¡Sed buenos, y ella os lo devolverá multiplicado por cien!

¡Lástima! Después de los nautilos, una cabalgada a lomos de bucentauros no habría estado mal. Jaufrette sí tenía derecho a ello, pero tal como se encontraba, ni siquiera tenía fuerzas para decir que habría preferido ir en gazaila.

Zindris, Mourmang, Uculunculú… Lo recapitularon todo en un santiamén, y Albucesto desapareció al galope.