La travesía
Mori-Ghenos se situó en la punta del espolón rocoso en que acababa la isla de Albaran. Se sacó un rombo del bolsillo y lo hizo girar por encima de la cabeza, sujetando la cuerda por el tercer nudo. Como había experimentado Kaylé vagamente, el sonido era el del viento —un céfiro agradable y regular— con cierta carga de infrasonidos.
De repente una especie de caparazón a rayas anaranjadas surgió del agua, se sumergió otra vez y volvió a aparecer más cerca de las rocas. Luego se dio la vuelta hacia los jóvenes, mostrando multitud de tentáculos cortos así como un par de ojos. Era un nautilo gigante, cuya concha debía de medir unos tres metros de diámetro.
—¡Galimatías, qué agradable sorpresa! —exclamó Mori-Ghenos dirigiéndose al cefalópodo—. ¿Vuelves a estar de servicio? Anselme Trumeau no me comentó nada…
—El amigo Anselme se habrá olvidado… ¡Pero ya era hora de reincorporarse! —respondió el nautilo—. A decir verdad, el retiro me aburría. Además, es un gran placer serviros, maestro Morghen. Sobre todo teniendo en cuenta que, por lo visto, tenéis algunos problemillas con las fuerzas oscuras…
—¡Vaya, da gusto contar con aliados! Muchachos, os presento a Galimatías, corcel emérito y viejo amigo. Os prometí una sorpresa y aquí la tenéis: haremos la travesía bajo su dirección.
La sorpresa los dejó boquiabiertos, hasta que Perline se decidió a comprobar que había entendido bien.
—¿Quiere decir que los cinco atravesaremos el océano encima de este molusco?
—¡Los cinco no, no exageres! Yo lo haré montado en Galimatías, pero vosotros iréis con los demás; cada uno en su montura. Tengo entendido que dispones de una nueva flota, ¿no? —le preguntó al nautilo.
—¡A la fuerza! Todos los adultilos han sido movilizados para las transferencias entre las islas Incorporadas y las islas Protegidas. Pero no tengáis miedo: ¡mis nautiloscentes son ya unos corceles magníficos!
—Bien, no perdamos tiempo. Segunda lección: una breve clase de rombo. Separaos unos cinco metros unos de otros y colocaos de cara al océano; coged la cuerda por el tercer nudo y haced girar el conjunto con el brazo extendido pero sin perder la flexibilidad. Bien… no está mal. ¿Oís el soplido? No debe ser entrecortado; es cuestión de una velocidad adecuada. Perline, no lo haces girar lo bastante rápido, y tú, Kaylé, vas demasiado deprisa, baja a los graves, con cuidado; Jaufrette y Épiphane, perfecto. ¡Perline y Kaylé: sincronizaos con ellos!
Tras una cacofonía inicial, los rombos pronto fueron al unísono. Un halo sonoro envolvió el espacio, y se levantó un céfiro que estremeció la parte de océano que tenían a sus pies. Y entonces fue cuando aparecieron simultáneamente otras cuatro conchas blancas a rayas anaranjadas, y se hicieron las presentaciones.
El de Piphan se llamaba Galipante, el de Kaylé, Galipigio, el de Perline, Galimera, y el de Jaufrette, Galibela. Galimatías se hundió un poco en el agua para que el maestro pudiera sentarse a horcajadas en lo alto de su concha; después se alejó de las rocas y gritó:
—¡Atención! ¡Presenten… sillas!
Los cuatro nautiloscentes se colocaron juntos, dando lugar a una considerable formación, de modo que los jóvenes pudieran montarlos también. La concha tenía un ligero hueco en la parte superior, perfectamente adaptado para que las nalgas de un jinete se acomodaran en él; además, una leve granulación lo convertían en antideslizante. Debido a todo ello, esos rocines de los mares resultaban una montura ideal.
—¡Atención! Abran los sifones… ¡Gas!
Todos se alinearon de frente detrás de Galimatías, y se puso en marcha la propulsión. Así arrancaba una cabalgada fantástica.
El sol acababa de desaparecer en el horizonte, iluminando con un último destello el océano que los rodeaba, y los cuatro jóvenes tenían la impresión de deslizarse sobre una capa inmensa de oro líquido. Bajo aquella luz menguante, el verde esmeralda de la toga de Mori-Ghenos parecía casi negro, lo que daba mayor brillantez a las minúsculas estrellas que se desprendían de ella a cada movimiento que el mago hacía. Tenía aspecto de estar divirtiéndose tanto como al volante del taxi, y la persistente brisa transportaba sus carcajadas hasta los jóvenes Filus. Por lo que éstos oían, el maestro y el nautilo se conocían desde hacía tiempo y tenían mucho que contarse.
Pero la risa del maestro estaba lejos de ser la única que sonaba en esa vasta extensión de la que disponían para ellos solos. ¡Qué felices se sentían realizando aquella travesía! Hasta Jaufrette acabó pensando que, en el fondo, era tan estupendo como ir en gazaila. En menos de una milla, cada cual había simpatizado con su montura.
—¿Por casualidad no conocerás a Galibot? —le preguntó Piphan a Galipante.
—¡Ay, el pobre Galibot! Estamos muy preocupados por él porque hace dos días que no ha regresado a la base. No lo entendemos; es uno de los mejores de nuestra escuadra. ¿Lo conoces tú?
—No, pero… he oído hablar de él. ¿No puede ser que lo hayan movilizado? —se le ocurrió preguntar a Piphan para desviar la atención.
—Si así fuera, lo sabríamos. No, no, me temo que le ha ocurrido algo grave.
Piphan no insistió y prefirió cambiar de tema antes de que la conversación lo obligara a admitir que quizá supiera algo relacionado con la desaparición del nautilo.
No muy lejos de ellos, Kaylé intentaba que Galipigio le explicara los pormenores de la cabalgada: por qué habían tenido que esperar la aparición de un rayo verde que él ni siquiera había visto, por qué se utilizaba un rombo para llamar a los nautilos, por qué esto, por qué lo otro…
Pero Galipigio no tenía respuesta para todo, ni mucho menos. Poco antes, aún nadaba libremente en las aguas tranquilas y profundas del archipiélago de los Comodoros, pues todavía estaba en plena nautilescencia y acaba de incorporarse a esa flota, como un honor y por necesidad.
Lo único que sabía a propósito de los rombos era que tenían el poder de llamar a Céfiro, y que éste calmaba las aguas a su paso. Si no, hasta los nautilos correrían el peligro de ser engullidos por los numerosos maelstroms que protegían la isla secreta.
—Por lo que explicas, el rayo verde debe de tratarse de una señal. Todas nuestras misiones están cronometradas, y si el objetivo de la misión no se ha podido alcanzar en el plazo establecido, hay que abandonar, pues los corredores de entradas y salidas de la isla secreta se cierran de nuevo.
—¿Y por qué Elatha no los mantiene abiertos el tiempo que haga falta?
—Porque no es Elatha quien lo gestiona. Los mecanismos espaciotemporales están controlados por los hermanos Crono-cátor y Cosmocrátor. Pero no me preguntes más.
Cuando la noche ya había caído del todo, una flaca luna creciente dispersaba sus pálidos reflejos de plata. En esa penumbra azulada sonó de pronto la voz de Mori-Ghenos:
—¡Mora!
—¡Reducid los sifones! —añadió Galimatías, dirigiéndose a los nautiloscentes.
Éstos aminoraron de inmediato la marcha y flotaron balanceándose ligeramente como barcos amarrados. A unos metros de la flota se erigía una especie de barrera. Los jóvenes no sabían si ya habían llegado o si se trataba de un paso difícil, pero, por las voces de Galimatías y Mori-Ghenos, presentían que ocurría algo fuera de lo normal.
—¡Acerquémonos despacio! —ordenó Galimatías a media voz, en un tono que ya no tenía nada de militar.
A medida que se aproximaban a la barrera, Piphan fue distinguiendo cada vez más de qué estaba constituida, y percibió que carecía de límites y parecía viva.
—¿Qué es, maestro?
—Son hombredusas.
Hombredusas… Esa palabra no le decía gran cosa, pero a cada metro que avanzaban veía con más detalle a tan extrañas criaturas. Parecían medusas, pero de tamaño y forma casi humanos; algunos incluso tenían aspecto de niños o jóvenes de su edad. Estaban dotados de una especie de amplio sombrerillo, con forma de quitasol, que albergaba dos ojos brillantes de un azul oscuro, iluminados desde el interior. El resto del cuerpo lo constituían unos filamentos azulados, a excepción de dos —casi blancos—, que eran su punto de apoyo para mantenerse en la superficie del agua. Entre el sombrerillo que se hinchaba y deshinchaba por efecto de las contracciones, y el aspecto viscoso de los filamentos, la verdad es que no inspiraban confianza.
—Se diría que no son amigables —aventuró Piphan.
—Son mercenarios. Nunca han firmado el Pacto de Alianza. Pero yo diría… Si no han atacado, es que quieren negociar algo.
Los nautilos cerraron filas, pero los Filus no las tenían todas consigo. Ahora que ya estaban a unos cincuenta metros de la barrera de hombredusas, ésta describió un gran semicírculo frente a ellos. Debía de haber unos doscientos. Mori-Ghenos supuso que el que acababa de adelantarse era el jefe.
—Me parece que quieren parlamentar. No tengáis miedo, pero manteneos en guardia y preparad vuestros bastones, aunque no los debéis utilizar sin una señal mía. ¿Habéis oído hablar del sortilegio terminal?
Al ver que nadie respondía, asintió y calculó que tenía tiempo de lanzarse a una explicación.
—El sortilegio terminal atiende a las palabras «¡Maty-bé!», y causa una muerte fulminante y definitiva, pues morir a causa de esta fórmula no permite reencarnación alguna en ningún universo. Dicho de otro modo, para utilizarlo hay que hacerlo en legítima defensa y estando en peligro de muerte; ha de lanzarse con ayuda de un atributo activo, y con precisión y rapidez, así que, dadas las circunstancias, esta información va para Jaufrette y Kaylé. Pero existe un sortilegio más inocente que podéis probar todos: «¡Exitagua!».
«¡Exitagua!» era una fórmula que ahuyentaba el agua. Si se apuntaba más abajo de los filamentos, se podía crear una depresión debajo de los hombredusas, o bien se les apuntaba directamente, ya que estaban constituidos de agua. Aunque se trataba de agua de polímero, dotada de memoria de forma, es decir, que una vez destruidos, se reconstituían en cuestión de minutos.
—Si no dejáis que os toquen con sus filamentos, todo irá bien. Sea como sea, no os acobardéis y aguardad mi señal. ¿De acuerdo?
Evidentemente, no era el momento de expresar el menor desacuerdo. Los corazones latían a cien por hora, mientras que el aura tan tranquilizadora de Mori-Ghenos disminuía ante la superioridad numérica de los hombredusas. Si el maestro hubiera estado solo podría haberse transformado, haber desaparecido u optar por enfrentárseles en singular combate. Pero ante todo debía garantizar la seguridad de aquellos cuatro iniciados que sólo sabían el abecé de la magia y empezaban a pensar que ese primer día de aprendizaje era especialmente complicado. ¡A la tercera lección ya se enfrentaban con el sortilegio terminal!
Durante esas breves pero emocionantes recomendaciones, el hombredusa que se había adelantado llegó a unos veinte metros de ellos. Esperaba a que Mori-Ghenos se le acercara, cosa que el maestro hizo.
El hombredusa inclinó la cabeza en señal de saludo, el mago respondió de la misma forma y la conversación dio comienzo. Los cuatro Filus aguzaron el oído todo lo que pudieron, pero el sonido era demasiado débil. Había momentos en que captaban algún retazo procedente de Mori-Ghenos, pero no entendían nada de lo que decía aquella criatura, pues hablaba una lengua desconocida, de susurros roncos. Perline refunfuñó en voz baja.
—¡Chisss! —siseó Galimera—. Los nautilos sí lo entendemos. Hablan selaciano, una lengua antigua que aún se usa en los abismos.
«… aliancha… hipoqueros… atake… leinabosh… dahals… Toliarh’…»
Aunque Mori-Ghenos no daba signos de agitación, las pocas palabras que les llegaron no eran muy tranquilizadoras. Retuvieron las de «atake» y «dahals». Piphan no podía contenerse más y, tras su impaciencia, despuntaba la cólera.
—¡Eh! ¿Podéis decirnos qué está pasando? —les soltó a los nautilos.
—¡Ahora sí! —respondió Galipante—. Creo que podéis bajar la guardia. Por lo visto, los hombredusas han entrado en el Pacto de Alianza. Su jefe, Hypogéros, dice que están aquí como amigos y pueden garantizar la protección de la costa Este. Pero parece ser que hay otras dificultades en la costa Oeste de Abracadagascar: los dahals pueden haber franqueado un pasillo-umbral y entrado en la bahía de Toliara.
—¡Los dahals! —gritaron a coro.
—No tenéis nada que temer —los tranquilizó Mori-Ghenos al volver—. Los hombredusas son ahora aliados nuestros y reforzarán nuestra protección. Por desgracia, no podré acompañaros hasta Maro-Ancestro, pues tenemos… una pequeña urgencia.
—¿Es a causa de los dahals? —preguntó Piphan.
—Todavía no se sabe. En principio, les resulta imposible poner los pies en Abracadagascar. Pero, según Hypogéros, ha habido una disfunción en el control de las aberturas espacio-temporales. Sin embargo, Maro-Ancestro ya no queda lejos y vosotros vais bien escoltados. Yo tengo que ausentarme, pero mantened vuestros objetivos. En cuanto el pronaos de Filus Aquarti esté al completo, id a Elatha sin perder tiempo. Nos veremos ahí.
—¿Y… y si… y si nos encontramos con dahals? —se alarmó Jaufrette.
—¡Imposible! La bahía de Toliara está a más de mil kilómetros de Maro-Ancestro, y nuestro Consejo ha enviado a los mejores elementos. No debéis preocuparos.
Pero no era tan fácil guardar la preocupación bajo llave. Aunque todos habían soñado con hacer magia, acababan de descubrir que no era en absoluto coser y cantar, y anhelaban llegar a un lugar seguro.
—¡En guardia! —exclamó Galimatías con voz atronadora—. Galopante, tú tomas el mando de la flota. Bajo el del teniente Coelacanthos, un destacamento de sesenta hombredusas cerrará vuestra marcha y os escoltará hasta el límite territorial. Presentaos en la base de Albaran y no aceptéis ninguna misión hasta mi regreso, ¿entendido?
—¡Alto y claro! —respondió Galopante, mientras un grupo de hombredusas se situaba detrás de ellos.
El jefe Hypogéros se sumergió y permaneció bajo el agua, dando a conocer su posición en medio de la negrura del océano gracias a sus ojos luminosos. Cuando Galimatías volvió a darle al gas, la barrera de hombredusas se disgregó poco a poco, pues cada uno se sumergió a su vez para ir formando un fantástico escudo submarino ante su jefe; las luces azules que emitían sus ojos dibujaron un cordón luminescente que descendió aguas abajo. En cuanto a las estrellas que soltaba la toga de Mori-Ghenos, parpadearon cada vez más a lo lejos, hasta que el maestro desapareció en la oscuridad y Galipante tomó el relevo:
—¡Adelante! Ya casi hemos llegado.
Los sesenta hombredusas de la escolta se sumergieron también, y la flota reanudó la marcha.
—Vale que no son muy guapos, pero tampoco parecen tan malvados… —comentó Piphan, retomando la conversación.
—¡Paradojas de la guerra! A veces acerca a los seres más distintos. De cualquier modo, guardad las distancias. En tiempos normales, los hombredusas no se asocian con nadie, sino que viven en hordas salvajes.
—Entonces, ¿por qué han firmado el Pacto de Alianza con Elatha?
—Por interés. Supongo que habrán visto en los dahals a unos serios competidores.
—¿Por qué competidores?
—¡Vaya, se nota que no los conoces! Los hombredusas necesitan la sangre y los órganos vitales de los niños para sobrevivir. Y si dan con criaturas que sean magos en potencia, aún mejor, pues de ese modo se les transfieren unos poderes que ellos serían del todo incapaces de desarrollar por sí mismos. Sin embargo, los dahals están exterminando a ese tipo de niños, y así ponen en peligro la supervivencia de los hombredusas.
Puesto que Piphan no lo entendía, hubo que explicarle que la característica principal de los hombredusas era que carecían de órganos reproductores. No sólo no tenían machos ni hembras, sino que no podían reproducirse de otra forma que en sí mismos. Eran de origen posatlante, y cuando fueron descubiertos se creyó que estaban abocados a desaparecer rápidamente. Craso error.
Esos seres no se multiplicaban, pero poseían la facultad de regenerarse, regresar a la infancia y prolongar su vida. Les bastaba con capturar a un niño y vaciarlo de su sustancia; bebérselo, en cierto modo. Entonces adoptaban la apariencia física de dicho niño, con brazos y piernas de verdad. Al cabo de los años sus miembros degeneraban: los brazos se les convertían en filamentos urticantes y las piernas, en tentáculos absorbentes.
, Pero cada vez que un hombredusa se bebía a un niño, su contador volvía a cero y su reloj biológico tenía otra vez para unos ciento veinte años. Algunos los consideraban los vampiros del mar. Ultimamente, habían hecho de las suyas en las playas de las islas Incorporadas, así que no todas las desapariciones de niños eran achacables a los dahals…
—¿Y seguro que se han vuelto aliados nuestros?
—Yo creo que en cualquier caso podemos confiar en el maestro Mori-Ghenos. Y la presencia de estas criaturas en las proximidades de Abracadagascar demuestra que el Consejo de los Mayores ha dado su aprobación.
—Entonces, ¿existirán mientras haya niños? ¿No es posible deshacerse de ellos?
—Algunos lo han intentado, pero los hombredusas son taimados y ágiles. Además, aunque les cortes veinte o treinta filamentos, les vuelven a crecer. ¡Ya me gustaría que ocurriera igual con los tentáculos de los nautilos, pobres de nosotros! Y con la cabeza, les ocurre tres cuartos de lo mismo: ¡aunque la deseque un sortilegio, se reconstituye!
—Eso ya nos lo ha contado el maestro Mori-Ghenos.
—Es que no existe ningún poder contra el agua, y ellos poseen su secreto. La polimerizan hasta que se convierte en esa sustancia de la que están hechos; adopten la forma que adopten, seguirán estando hechos de agua…
—Y cuando vuelven a ser niños, ¿no son más fáciles de destruir?
—Nosotros, los nautilos, creemos que sí. Mientras que vosotros, los humanos, veis en los niños de todas las especies a unos seres puros e inocentes; ante cualquier bebé os volvéis tontos de admiración. Pero para nosotros, la naturaleza es muy distinta, y el bebé de un monstruo es ya un monstruo potencial. Vosotros os creéis que con un poco de educación podéis arreglarlo todo…
—¿Y nadie ha intentado…?
Piphan no logró terminar su frase, pues una mole húmeda y negra como la noche había salido del mar, rozándole el cuello antes de desaparecer en la oscuridad. Aquella cosa había levantado un chorro inmenso de agua que ahora le caía al chico en la cabeza.
—¿Qué ha sido eso?
—No… No estoy seguro… —farfulló Galipante.
No tuvieron que seguir preguntándoselo mucho rato, ya que la misma mole, reluciente bajo los reflejos lunares, acababa de resurgir dando un salto de varios metros, y luego una segunda mole, y una tercera… En el instante en que Galimera gritaba: «¡Cuidado, son marlúes!», eran más de una decena los que brotaban de las tinieblas y cruzaban en todas direcciones. Kaylé esquivó por los pelos un largo cuerno afilado, cuyo único objetivo era atravesarle la cabeza.
—¡Son marlúes, son marlúes! —repetía Galipante.
—¿Qué son los marlúes?
—¡Unos duendes-tiburones! ¡Cualquiera diría que el abismo está escupiendo a todos sus seres!
Los marlúes, temibles piratas de los mares, habían desarrollado un cuerno nasal con una forma de lo más guerrera; aquel apéndice de más de un metro de longitud, sólido como el acero, triangular y retorcido, era cortante como un vidrio, como una cuchilla que se hundía en el cuerpo del enemigo a la manera de un tornillo autoperforador. Como remate final, estaba repleto de sensores de campos magnéticos, que les permitían detectar a todo ser viviente a varias leguas.
Después de Kaylé, le tocó a Perline sortear in extremis uno de esos cuernos asesinos. Jaufrette blandía su bastón druídico, pero le faltaba seguridad en sí misma para probar el sortilegio terminal, así que lanzaba unos «¡Exitagua!» que resultaban poco efectivos, ya que los marlúes se desplazaban con demasiada rapidez. Tras varios intentos infructuosos, tuvo la suerte de darle a uno debajo del vientre. El agua subió a chorro y creó una fuerte depresión que aspiró por un momento al marlú hacia abajo, lo que fue suficiente para permitir a tres hombredusas sumergirse, colocarse encima de él e inmovilizarlo. En cuestión de segundos, la piel se le empezó a abotargar, a la vez que se le formaban en ella grandes burbujas que explotaron con un ruido seco antes de que el pez se hundiera en las profundidades. Cualquier posible duda acerca de los hombredusas se esfumó de la mente de los Filus y los nautilos, pues luchaban como auténticos aliados, con Coelacanthos a la cabeza.
Tan singular combate naval duró unos diez larguísimos minutos de ruidos, gritos y furor, mientras el agua borboteaba bajo las incesantes e imprevisibles zambullidas.
Un marlú acababa de dar un salto prodigioso llevando empalados en su cuerno-espada a dos hombredusas. La batalla causaba estragos sin que los jóvenes tuvieran oportunidad de participar en ella. Jaufrette y Kaylé, provistos de atributos con principio activo, estaban capacitados para lanzar sortilegios sin demasiado riesgo, pero, faltos de entreno, temían herir a los hombredusas, que iban aumentando su eficacia. Bajo la presión de los tentáculos absorbentes, los duendes-tiburones explotaban como sandías al sol.
Y en medio de aquella barahúnda que menguaba, se oyó de repente un grito de Jaufrette; un marlú acababa de herirla en una pantorrilla y, sobre todo, de atravesar a Galibela de lado a lado. Unos diez hombredusas se ocuparon del marlú al instante, pero ya era demasiado tarde para Galibela. En cuanto le retiraron el cuerno de la concha, se puso a girar en todas direcciones, llevando a Jaufrette agarrada encima; parecía la improvisación de un rodeo. Por desgracia, la herida era mortal, y la joven nautilo pronto quedó inmóvil, inclinada como un barco con una vía de agua. Jaufrette no tuvo otro remedio que dejarse caer a la negra mar.
—¡Aguanta, Jaufrette! —exclamó Piphan, y le pidió a Galipante que lo llevara.
—¡Aguanta, Galibela! —le gritaron Galipigio y Galimera a su compañera.
—Demasiado tarde —dijo Galibela con un soplido ahogado—. Ya no podéis hacer nada por mí. Mi sifón se ha reventado, estoy perdiendo nitrógeno y a mi lastre le entra agua… Terminad la misión sin mí y… salvad a estos chicos… salvad la esperanza de que mañana…
Todos los marlúes estaban muertos, pero el último no había errado el golpe. Los hombredusas se alejaban ya para volver a formar el escudo en posición protectora; sus heridos flotaban por aquí y por allá, como manchas de aceite de un azul luminiscente, pero en unos minutos se habrían reconstituido. No obstante, los nautilos no tenían esa suerte; su pérdida era definitiva, de manera que, inmersos en un respetuoso silencio, asistieron al descenso de Galibela a las profundidades del océano Infinito.
—¡Vamos, no nos entretengamos! —se recobró Galipante, retomando el mando—. Ya no estamos muy lejos. Con tal de que lleguemos antes de que cierren la esclusa…
Jaufrette, ya sin montura, se colocó detrás de Piphan, que no necesitó darse la vuelta para adivinar su llanto.
—Ya ha pasado —trató de consolarla—. No te preocupes, hemos salido de ésta.
—Nosotros sí, pero lloro por Galibela. Era tan amable… ¡Y tan joven! Me ha explicado un montón de cosas… ¡No es justo!
Él no supo qué contestar. La vida, la muerte… Sabía por experiencia que ambas son injustas a veces. Pero, aparte de esta reflexión, ¿qué más habría podido decirle? Galibela había tenido mala suerte, eso era todo. A lo mejor un minuto antes, todos los marlúes podrían haber muerto y no habría ocurrido nada dramático.
Las conversaciones cesaron. Los cuatro Filus, los tres nautilos que quedaban y el cordón luminescente de color azulado de los hombredusas avanzaban en silencio por la inmensa superficie acuosa, que ahora era negra como el duelo.
Como si quisiera conjuntar con el agua, el cielo se oscureció de pronto porque una gran nube baja pasó por delante de la luna. Y no transcurrieron ni un par de minutos hasta que cayó una de esas lluvias tropicales a las que estaban acostumbrados, salvo que, normalmente, no se encontraban a horcajadas sobre unos nautilos en medio del océano. Al intensificarse el chaparrón, la visibilidad quedó limitada a los dos metros de distancia, y se produjo una nueva barahúnda, nacida del encuentro de las dos aguas. Piphan notó que Jaufrette le apretaba la cintura y se le pegaba a la espalda; las gruesas gafas le chorreaban y no veía gran cosa, pero no decía nada, igual que Kaylé o Perline. Todos se limitaban a pensar lo mismo: que aquel día ya había durado demasiado.
Entonces fue como si, al compartir el mismo pensamiento, hubieran conjurado al destino, y la isla de Abracadagascar apareció ante ellos. A través de la densa cortina de lluvia se perfilaba una montaña alta, más negra que el cielo pero reluciente por efecto del agua. Acababan de entrar en la esclusa de seguridad cuando Coelacanthos se situó delante de Galipante.
—Nuestro contrato termina aquí —indicó—. No estamos autorizados a ir más lejos. Quiero deciros que estamos afligidos por la pérdida de vuestra amiga y que os deseamos buena suerte para regresar a vuestra base.
—Gracias por la protección y por el pésame —respondió Galipante con emoción.
Coelacanthos se sumergió, y todos los hombredusas lo siguieron, hasta desvanecerse en la misma dirección en que había desaparecido Mori-Ghenos poco antes. El aguacero amainaba, y Abracadagascar quedaba a pocos centenares de metros. Entraron, pues, en una cala arenosa y, entre los cocoteros de la playa, distinguieron cómo oscilaban las débiles luces de algunas lámparas de petróleo.
Cuando la flota se acercaba a la playa, se llevó una última y desagradable sorpresa: en la orilla de arena blanca yacía la concha de un nautilo.
—¡Galibela!
La esperanza les hizo pensar que había recobrado fuerzas para llegar hasta la orilla, donde podrían curarla, pero hubo que rendirse a la evidencia: no era el cuerpo exánime de Galibela, sino el de Galibot. Tres orificios en la concha indicaban lo que había debido de ocurrir. A todo esto, los portadores de las lámparas de petróleo se acercaron, y un chico de la edad de Kaylé se presentó; se llamaba Melys Joret. Mientras tanto, los demás miembros del pronaos Filus Aquarti ya habían alcanzado la orilla y, tras las lámparas, descubrieron también a Joa Pernety y Nive de Lancroy.
—Nos han atacado unos marlúes —explicó Melys, mostrando la concha sin vida de Galibot.
—¿A vosotros también? ¿Han herido a alguien?
—No. Aparte de Galibot… Hemos salido bastante airosos. ¿Y vosotros?
—A Jaufrette le han hecho un corte en la pierna. Creemos que no es grave, porque puede andar. Pero, igual que vosotros, hemos perdido a un nautiloscente.
—¡En todo caso, ha sido un susto de muerte! —resumió Joa.
Sea como sea, la misión estaba cumplida y ya era hora de que los nautilos regresaran a su base. La despedida estuvo pasada por agua a causa de la lluvia y también porque las lágrimas se les saltaron a todos los Filus. Habían bastado unas horas para comprender que los nautilos pertenecían a una categoría muy superior que la de los simples moluscos; su plegaria por que Galibela y Galibot se encontraran en la eternidad revelaba un sentimiento que los jóvenes magos creían propio de los humanos. En el futuro, nunca olvidarían que el amor no tiene fronteras.
—Venid —invitó Melys—. Hay una gran cabaña en la que podemos dormir todos. Hemos preparado una considerable cacerola de arroz. ¿No tenéis hambre?
¿Hambre? Al oír esta palabra, les gruñeron las tripas. Estaban famélicos, sí. Y sabían, además, que no tendría lugar una velada después de la cena, ni siquiera para hablar de dragones u otros especímenes. Ahora que la tensión había disminuido de nuevo, tenían un deseo feroz: acostarse.