Rumbo al faro de Albaran
Ante la tienda de Anselme Trumeau, cuatro grandes baúles de viaje y dos mochilas se apilaban ya en la acera. Jaufrette y Perline, excitadas a causa del viaje, esta-Dan enfrascadas en una intensa conversación. Las mochilas que Kaylé y Piphan dejaron al lado de todo lo demás llamaron la atención de Perline.
—¿No habéis traído maletas? ¿Acaso no os lleváis libros?
—¡Sí! ¡Claro que sí! —respondió Kaylé, señalando las mochilas.
—Entonces, ¿no habéis cogido cosas de vestir ni nada?
—¡Que sí! Está todo dentro.
Aquella pequeña mentira les permitía no revelar que cada uno llevaba una bolsa invisible colgada del hombro.
—¿Lo habéis miniaturizado todo? —preguntó Jaufrette, perpleja.
—No —dijo Piphan—, pero no nos llevamos gran cosa. No se nos ha ocurrido qué podríamos echar de menos en Elatha…
—¡Estupendo, chicos! —exclamó Perline—. ¿Es que no tenéis intención de cambiaros?
—¡Está todo previsto! —replicó Kaylé con la mayor sequedad, para no entrar en detalles sobre sus ropas proteicas.
Y para evitar más preguntas, tomó él la delantera.
—Pero ¿vosotras necesitáis realmente dos baúles grandes cada una?
Jaufrette se apresuró a aclarar que ella llevaba uno, lo cual, por deducción, hizo que las miradas se posaran en Perline.
—¡Qué pasa! —respondió ésta sin amedrentarse—. Hay que cambiarse, ¿no?, y a mí todo este rollo me encanta: pensad en las fiestas, las salidas, las ceremonias rituales…
No tuvo tiempo de decir más, pues dos bocinazos que parecían de otra época silenciaron su voz, mientras un minúsculo taxi destartalado aparcó junto a la acera.
—Llega puntual. ¡Perfecto!
Mori-Ghenos dio unos golpecitos en la portezuela y se dirigió a la parte trasera del vehículo para abrir el maletero.
Los cuatro compañeros, intrigados, intercambiaron rápidas miradas antes de que Kaylé se decidiera a hacer la pregunta que tenían todos en mente:
—Oiga, maestro, ¿de verdad cree que va a caber todo en ese minimaletero?
A primera vista, aquel espacio daba como máximo para un baúl.
—¡Por supuesto que entrará todo! Venga, no perdamos tiempo. Los baúles primero.
Mientras Perline y Piphan acarreaban uno de ellos, Mori-Ghenos se acercó a Kaylé y le susurró:
—Este chisme es de un amigo mío inglés, gran inventor y un manitas de primera. Gracias a su sistema, este maletero podría contener diez veces más maletas de las que lleváis. Guárdame el secreto, ¿eh? No quisiera arruinar el negocio a los transportistas de Albaran…
En efecto, cada vez que metían un nuevo baúl, el anterior desaparecía en el fondo. Una vez cargado todo, quedaron a la vista las cuatro mochilas en la parte de atrás del taxi. Entonces se subieron todos a la vez, y el vehículo se estremeció con un ruido de chatarra desdoblándose.
No había que ser un adivino para darse cuenta de que Mori-Ghenos se divertía como un enano al volante de semejante trasto. Daba pequeños bocinazos francamente inútiles, jugueteaba con el único limpiaparabrisas, ajustaba el retrovisor y manipulaba sin cesar el retorcido cambio de marchas que sobresalía del volante. En el asiento delantero, Piphan estaba a punto de reventar de la risa al observar al mago, de un humor tan alegre que lo contagiaba. Lo único que lo apenaba era no haber vuelto a ver a su padrino antes de marcharse y, por consiguiente, no sabía dónde ni cuándo se encontrarían de nuevo. Entonces fue cuando Mori-Ghenos (cualquiera diría que sabía leer el pensamiento) sacó un paquetito de la toga y se lo dejó al chico sobre las rodillas.
—Te ruego que me disculpes, Epiphane, pero casi me olvido de entregarte esto de parte de Mercurio.
Y mientras el maestro le pitaba con ganas a una gallina que intentaba explicar la ruta a sus polluelos, Piphan abrió el paquete y descubrió una carta y una caja recubierta de terciopelo rojo. Empezó por la carta, que desdobló con avidez.
Mi querido Piphan:
He sufrido una decepción inmensa al no poder ir a despedirte, pero los acontecimientos continúan presionándonos. Nos encontraremos en Elatha, aunque no puedo decirte la fecha precisa. Para entonces ya habrás comenzado tu aprendizaje y, sin duda, el mago que hay en ti también habrá salido a la luz. Al menos, ése es mi mayor deseo.
Junto con esta carta encontrarás un pequeño regalo, que te resultará tan útil como agradable. No hace falta que te explique para qué sirve, ya que todo lo adivinas…
Cuídate. Te mando un beso muy fuerte.
Tu Mercurio.
Piphan besó la carta de forma automática antes de volver a doblarla, y levantó la tapa de la cajita de terciopelo. Dentro había un ornitorrina de cristal que le arrancó una amplia sonrisa. Mori-Ghenos, que desde el principio lo vigilaba por el rabillo del ojo, fingió que acababa de descubrir el objeto y lanzó un silbido maravillado.
—¡Vaya, vaya! ¡Menuda obra de arte! En mi juventud, fabriqué uno yo mismo, aunque no era de cristal sino de madera. Pero nunca he tenido mucho talento para la música, y cuando quería llamar a los gorriones, llegaban cuervos o urracas…
Todos se echaron a reír. Jaufrette se inclinó para ver el ornitorrina más de cerca.
—¿Puedo probarlo?
—Sí, claro.
Se llevó el instrumento a la boca y tocó varias notas de una gran pureza. Poco después numerosos colibríes revoloteaban alrededor del taxi intentando entrar. Jaufrette cambió de tonalidad, y una bandada de codornices trató de invadirlos.
—¡Magnífico! —aplaudió Mori-Ghenos—. Muchachos, tenéis a una ornitorrinista muy bien dotada entre vosotros. ¡Felicidades, Jaufrette!
Todos estaban sorprendidos, pero más aún Piphan, que acababa de descubrir que la boba no lo era tanto. Ella guardó el ornitorrina en el estuche y, devolviéndoselo, le propuso enseñarle a utilizarlo, ofrecimiento que él no pensaba rechazar, pues al fin veía un punto en común entre ellos.
A causa de los patos, las ocas, los cebúes, los baches y los cruces de los pueblos, Mori-Ghenos le daba al carrasposo claxon cada dos por tres. Se divertía un montón con ello, y habría continuado haciéndolo si su cronospacio de bolsillo no se hubiera puesto a vibrar.
—¡Pero si ya son las cinco! Tendremos que meter el turbo si no queremos llegar tarde a embarcar. ¡Abrochaos los cinturones, que nos vamos!
Nadie pensaba que aquel cacharro, con el viejo motor tan cascado que tenía, pudiera ir más rápido de lo que ya iba; pero si el maestro decía que se abrocharan el cinturón…
De modo que Mori-Ghenos apretó el volante entre las manos y pronunció la fórmula «¡Fulgur!», con lo que el taxi dio un acelerón que los clavó a todos en sus asientos. Por las ventanillas vieron que las ruedas se habían convertido en remolinos de color ocre que envolvían el coche y lo elevaban en el aire. De esta guisa ya no corrían, sino que volaban a varios metros por encima de un pueblo, cuyos habitantes, alarmados, lo ponían todo a buen recaudo, sin duda gritando: «¡Un tornado, un tornado!».
—¿Esto forma parte de las cosas que vamos a aprender? —preguntó Piphan, muy interesado.
—Aprenderlo es fácil, pero tener la suficiente habilidad para ello depende de cada uno. No obstante, nada te impide probarlo.
—Ya me gustaría, maestro, pero aparte de «Ambuní», todavía no sé ninguna otra fórmula.
—¡Tururú! Conoces más de las que crees, por el sencillo motivo de que eres vawak. Y resulta que el vawak es una de las lenguas ancestrales más utilizadas en magia. ¡Va, primera lección! La fórmula para dar velocidad a un objeto que ya se está desplazando es «¡Fulgur!». Si utilizas un atributo, basta con la fórmula; la varita o el bastón harán el resto. Si no tienes ningún atributo, hay que elegir un hechizo y concentrarse en el objeto hechizado. Al principio, puedes contar hasta cuatro en vawak antes de pronunciar la fórmula; contar facilita la concentración. ¿Quieres probar?
Piphan no se lo hizo repetir dos veces. Había tardado en descubrir que era mago, pero todo cuanto experimentaba desde entonces estaba superando sus expectativas. Se concentró, pues, y contó hasta cuatro en vawak.
—Arek, Arú, Tello, Ef’tra… ¡FULGUR!
Apenas oyó el sonido de su propia voz al acabar de articular la fórmula, y es que el cacharro, ya en la función de turbo, partió a la velocidad de un avión de caza. La cobriza barba y el largo cabello de Mori-Ghenos fueros proyectados hacia delante y después hacia atrás, y todos se aplastaron otra vez contra los asientos, con los ojos apenas entreabiertos y la boca cerrada a causa de la presión del aire.
El taxi se elevó en espiral, ganando tal altitud que las personas que iban por la calle más bien parecían hormigas. Mori-Ghenos se sorprendió mucho y le costó Dios y ayuda devolver el vehículo a una altura razonable. Luego, a base de varias maniobras, logró descender un poco y estabilizar el trasto a unos metros del suelo. Intentaba ceñirse a la carretera, pero la velocidad no disminuía y el follaje de los árboles, a ambos lados, era como una cortina verde, larga y horizontal.
—¡Mora, mora! —se desgañitaba, tratando de aminorar la marcha.
El motor soltó un rechinar agudo, y del capó salió una espesa humareda que fue aspirada al instante por los remolinos de las ruedas. Los «¡Mora!» de Mori-Ghenos no bastaban. Y, de repente, se oyó un prolongado grito de Perline, que anunciaba lo que ya veían todos: que iban directos contra el faro de Albaran. El maestro dejó el volante, extendió ambas manos y articuló una palabra con una voz atronadora que resonó como el eco. El vehículo paró en seco y los proyectó a todos hacia delante. Con la mejilla pegada al parabrisas, Piphan vio pasar y rebotar las gafas de Jaufrette; Perline se incrustó en la espalda del maestro y Kaylé desapareció entre los asientos. En el hondo silencio que se produjo a continuación en el vehículo, Piphan miró al exterior. Había ido por muy poco: menos de un metro separaba el morro del coche de las piedras del faro.
—¡Atención! ¡Agarraos! —gritó entonces Mori-Ghenos.
El aviso fue un detalle por su parte, pero nadie tuvo tiempo de agarrarse a nada. El maestro había detenido la loca carrera del cacharro, pero éste conservaba su altura de vuelo, es decir, iba a tres metros del suelo. Recorrió esa distancia en una fracción de segundo pero, sin tiempo para practicar la menor magia, el recorrido concluyó en vertical, y el taxi rebotó sobre sus ruedas con un estruendo de chatarra triturada. Con esta última sacudida, todas las cabezas fueron a dar contra el techo y cada pasajero se quedó plano como una crepe, en medio de un silencio absoluto.
Piphan notaba cómo le crecía un chichón en la frente, y Kaylé se había dado un fuerte golpe en la rodilla, pero eso era todo. Por otra parte, no les costó nada salir del taxi, pues las portezuelas y los demás restos se caían por si solos con un simple empujoncito.
—¡Esto es lo que se llama una llegada sonada! —certificó Mori-Ghenos mientras ayudaba a Perline a bajarse de su espalda—. Ahora sí que nos hemos adelantado al horario. Primero nos ocuparemos del equipaje y luego ya tendremos tiempo de terminar esta primera lección, porque, y eso nunca está de más, acabáis de comprobar el poder pero también el peligro de las fórmulas mágicas.
Se alejó para ir a abrir la puerta del faro, mientras Kaylé se disponía a sacar las mochilas de entre el armazón del vehículo. Piphan se apresuró a recoger la caja roja de su ornitorrina de debajo del pedal de freno. ¡Uf! El estuche había protegido bien el instrumento de cristal, pero, cuando quiso guardarlo en su bolsa de tela de Mider que llevaba colgada del cuello, se dio cuenta de que ya no la tenía. Desde luego, era la primera vez que había de buscar un objeto invisible. Entonces se lo comentó a Kaylé, quien se palpó a su vez y pegó un bote: ¡él también había perdido la suya!
—¡No nos pongamos nerviosos! ¡Tienen que estar en el coche a la fuerza! Por favor, chicas, ¿podéis llevar las mochilas al faro? Nosotros nos ocuparemos de los baúles.
Fue lo único que se le ocurrió para alejarlas un momento. Emprendieron, pues, la búsqueda a tientas, y Kaylé encontró las bolsas debajo de un asiento.
—¿No crees que deberíamos darle la vuelta a la tela? —sugirió Piphan.
—Tienes razón, es más prudente. Imagínate que las perdemos en el agua durante la travesía.
Ante esta idea vaciaron las bolsas, lo que les reveló otro inconveniente de la invisibilidad de las cosas: Piphan estaba sacando los objetos de Kaylé, y viceversa.
—Razón de más para poner la tela del lado visible. Deprisa, ya vuelven las chicas con Mori-Ghenos.
—Parece que lo de «Fulgur» funciona mejor para hacer correr a los coches que para transportar baúles —se quejó Perli-ne—. ¡No habéis sacado ni siquiera uno!
—Estábamos… mirando el mar. Nos ha parecido ver una ballena jorobada —se inventó Piphan, algo cortado.
Para intentar compensar, los dos chicos cogieron con vigor el primer baúl y lo reconocieron sin dificultad: era el que habían cargado el último antes de abandonar Lakinta. Con semejante peso, seguro que pertenecía a Perline.
—Oye —preguntó Kaylé a su compañera—, ¿tú no decías que te interesaba la alquimia?
—Sí, ¿por qué?
—¡Porque creo que tus maletas se han transformado en plomo!
—Qué gracioso —respondió ella con un remilgo.
—Bueno, amigos míos —intervino Mori-Ghenos—, como ya podéis utilizar los hechizos menores y conocéis la fórmula «Ambuní», ha llegado la hora de entrenaros…
Ninguno de ellos se había hecho a la idea de que su aprendizaje ya estaba en marcha. Empezó Jaufrette. Pero no era tan fácil mover un baúl repleto de ropa, y quién sabe de qué más, como si fuera un jarrón con un ramo de flores. El baúl apenas se elevó unos centímetros y volvió a caer con todo su peso. A Perline y a Kaylé no les fue mejor el experimento, y Piphan probó también, aunque con el mismo éxito. Enfadado, tiró su maldito bastón al suelo y se quedó mirando el baúl; tendió una mano hacia él y gritó «¡Ambuní!» tan fuerte, que el bulto echó a volar y fue a estrellarse diez metros más allá, en las rocas.
—No… no… ¡No toques nada más! —balbució Jaufrette—. Podrías habernos matado…
Boquiabierta y con los ojos desorbitados, Perline aguardaba en silencio. Kaylé esperaba algún comentario del maestro aunque sin apartar la vista de su amigo, presa de la admiración y el miedo.
«¡Asombroso!», susurró Mori-Ghenos para sí.
Se acercó a Piphan, que aún tenía la mirada encolerizada y el brazo tembloroso, y al posarle una mano en el cogote, le devolvió la calma de inmediato.
—Tranquilos, tranquilos —dijo, dirigiéndose a los otros—. ¡Yo me encargo de ese baúl caprichoso! Vosotros ocupaos del resto. Y tú, Piphan, sígueme, que hablaremos.
Mientras el chico se alejaba con el maestro, los demás retomaron sus pruebas de levitación sin grandes dificultades, y los baúles se trasladaron del taxi al interior del faro sin tocar el suelo. El que había ido a recuperar Mori-Ghenos siguió el mismo camino, con mucha suavidad.
—¿Lo ves? Y sin embargo, he hecho el mismo gesto que tú y empleado la misma fórmula. ¿Qué crees que ha pasado?
—Supongo… supongo que estaba demasiado rabioso.
—¡Exacto! Lo has entendido y eso me tranquiliza. La cólera puede ser una herramienta y hasta todo un arte, pero por lo general es mala consejera. En magia, si se utiliza adecuadamente, puede resultar temible, pero tiene el inconveniente de que es ciega.
Eso Piphan ya lo sabía. El también se cegaba cada vez que su cólera innata afloraba. Y así como su grueso libro estuvo a punto de arramblar con la nariz de su padrino o de aplastarle los dedos de los pies, ese baúl podría haber abierto la cabeza a alguno de sus compañeros. No había sido capaz de controlar nada, pues sus emociones se imponían a la paciencia y al aprendizaje. Pero ¿cómo vencer a un demonio visceral? Ya no podía negar que una fuerza desconocida habitaba en él, pero le costaba acostumbrarse. Todo iba tan deprisa…
—Cualquiera diría que hay algo en ti que intenta recuperar el tiempo perdido —comentó Mori-Ghenos—. Pero, volviendo a tu cólera, creo que ha nacido a causa de un cúmulo de circunstancias: dejaste a la gente que quieres en el islote de Nat, te ha decepcionado no volver a ver a tu padrino antes de la partida, te planteas interrogantes sobre tu identidad, estás nervioso porque aún no sabes adonde vas… En fin, reconozco que son muchas cosas. Y la gota que ha colmado el vaso es que te sientes culpable porque se te ha descontrolado el taxi, ¿no?
—Pues… sí. ¡Es que os habría podido matar a todos!
—No, chico, no. El error ha sido mío al subestimarte: tu poder es mucho mayor de lo que imaginábamos. Cuando pronuncias las fórmulas, adquieren una potencia considerable, de modo que habrá que organizar mejor tu aprendizaje. Tú, por tu parte, estáte muy atento; si ves que te enfureces, abstente de toda magia y aguarda a que vuelva la calma. Y puesto que tu bastón está vacío de cualquier principio sobrenatural, no lo utilices.
—Eso es fácil de decir… —susurró el chico, que se conocía bien.
—Lo siento mucho, pero la magia tiene sus propios límites. Podríamos enseñarte a metamorfosearte en águila o en sapo… pero no en un hombre de verdad. Eso depende de tu voluntad, no de la magia. Sería contrario al libre albedrío, al honor de hombre libre. Hay caminos que uno sólo puede recorrer consigo mismo. ¡Y tú lo conseguirás!
Piphan recuperó su bastón, y él y Mori-Ghenos fueron a reunirse con los demás, que estaban en el faro.
Por sus miradas, comprendió que los comentarios debían de haber sido abundantes. Incómodo, se acercó a Perline.
—Perdón por lo de tu baúl. Si se te ha roto algo, te lo reemplazaré.
—Eres muy amable, pero no creo que sea necesario: el baúl ni siquiera se ha abierto. ¡Además, no he traído ropa de cristal!
—¡Bueno! —interrumpió Mori-Ghenos—. Vamos a subir; la vista es magnífica desde ahí arriba.
—¿Dejamos el equipaje aquí? —quiso saber Jaufrette.
—Sí, en efecto; nuestros amigos los enanos se ocuparán de vuestros baúles en su momento. Como ya os dije, os esperarán en Elatha.
—¿Ha dicho enanos? —repitió Kaylé.
Mientras subía los peldaños de piedra de la escalera de caracol, Mori-Ghenos les explicó que los enanos eran unos aliados magníficos desde la aurora de los tiempos, y que en esta ocasión se encargarían de que el equipaje de todos ellos pasara de Albaran a Abracadagascar esa misma noche.
—Si no he entendido mal, nos está diciendo que existe un camino subterráneo que une las dos islas…
—¡Exacto! De hecho, todos los faros están conectados mediante una red subterránea, y en ocasiones, submarina.
—Pero entonces, ¿por qué no vamos por ahí en vez de atravesar el océano?
—Porque nosotros no somos enanos y, salvo en caso de fuerza mayor, respetamos sus secretos tanto como el Pacto de Alianza. Los subterráneos no son lugares de paseo, ¿sabes? En algunos puntos son tan estrechos que ni siquiera un baúl puede pasar. Así que hay pozos, montacargas, aspiradores… todo un circuito tan ingenioso como laberíntico, cuyas llaves poseen los enanos. Y ya no hablemos del frío, del calor, de las capas freneáticas, de las criaturas crónicas…
En lo alto del faro, un pasillo circular rodeaba un imponente mecanismo de lentes de Fresnel que no debía de utilizarse desde hacía lustros. Y es que los barcos ya no se aventuraban por esos parajes, y todos los faros del océano Infinito estaban abandonados.
—¿Qué estamos esperando?
—¡El rayo verde! —dijo en voz baja Mori-Ghenos, escrutando el horizonte.
Los invitó a aproximarse a un gran ventanal tras el cual se extendía el océano hasta donde alcanzaba la vista, y después les explicó que el rayo verde sería la señal para el embarque. Había que estar muy atentos porque el rayo duraba unos pocos segundos, y era tan delicado y fugaz que la mayoría de la gente no lo veía nunca. Para ayudarlos a aguardar con paciencia, concluyó la lección iniciada en el taxi.
—Os ha entrado el canguelo, ¿verdad? Pues bien, no creáis que ésta ha sido la última vez, ni la peor. Para empezar, os pido que seáis indulgentes con vuestro amigo Épiphane, pues él no es responsable de una lección inacabada. Os dije que se necesita una fórmula sencilla cuando se utiliza un atributo como apoyo; eso se debe a que los principios activos que contienen los atributos nos ayudan a controlar la acción. Sabed que esos principios activos proceden de criaturas famosas por su inmensa sabiduría, como, por ejemplo, los pegasos, los unicornios, los fénix, las lechuzas…
—Las gazailas —aportó Jaufrette.
—Los dragones —añadió Kaylé.
—Sí, las gazailas, los dragones, etcétera. Cuando no se utiliza un atributo, el apoyo es el propio hombre: nuestras manos, nuestros ojos y nuestra boca acaban siendo suficientes para expresar las energías que poseemos. Lo que hay que saber es que, salvo en casos muy particulares, nunca se deben duplicar las fórmulas, porque los efectos de una fórmula no se suman a los de otra, sino que se multiplican. Ya hemos visto un ejemplo concreto… ¡y contundente, por cierto!
Todos lo escuchaban con atención, contentos de que las clases empezaran de ese modo informal, fuera de un aula y en el momento en que el saber resultaba necesario. Elatha era una escuela de lo más peculiar, y por nada del mundo habrían querido perdérsela.
—Veréis, yo había dado una determinada velocidad a nuestro taxi, y Epiphane la ha multiplicado por una velocidad determinada también. Habría podido elegir transformarnos en calesa o en submarino de bolsillo a cuadros amarillos y verdes, qué sé yo.
Todos se echaron a reír, Piphan el primero, aliviado por que nadie le reprochase nada.
—Sabed además que, si uno de vosotros hubiera pronunciado «¡Fulgur!» en vez de él, el efecto habría sido distinto, pues cada uno de nosotros es diferente. En resumen, recordad que no hay que duplicar las fórmulas mágicas sin un conocimiento previo del efecto esperado. Y en cualquier caso, si tenéis necesidad de lanzar un sortilegio en días venideros, hacedlo únicamente con vuestros atributos, en lugar de emitirlos con las manos vacías. Ah, creo que ya llega…
Mori-Ghenos fijó la mirada en el horizonte, y transcurrieron unos pocos segundos antes de que bajara la voz para obligarlos a concentrarse también:
—El rayo verde… ¿Lo veis? Está ahí, en el centro de los rayos anaranjados, perpendicular al horizonte. Atención… ¡hale hop! Se acabó. ¡Bajemos enseguida, que es la hora!
Perline y Kaylé fruncieron el entrecejo, pues tan sólo habían visto el sol poniente. En cambio, Piphan sí había distinguido el famoso rayo verde, y no era el único. Pese a sus enormes gafas, que daban a entender que no veía tres en un burro, Jaufrette también había disfrutado del espectáculo. Decididamente, la boba tenía muchas cualidades, y Piphan determinó que ya no la consideraría como tal.