Mori-Ghenos
Sacudidos por la asistenta Delphine, tuvieron un despertar dificultoso. Se habían pasado gran parte de la noche comentando la visita a los Mostradores del Gremio y hojeando sus libros holográficos. En realidad habían dedicado más rato al de Kaylé, pues los Arquetipos resultaron muy arduos, ya que la mayoría de las páginas desplegaban en el aire sombras o formas difíciles de interpretar sin un método preciso.
Dados los conocimientos de que disponían, sólo se divirtieron con algunos monstruos mitológicos, de entre los cuales creyeron descubrir a hecatónquiros, mantícoras y basiliscos, pero había muchos otros que no supieron identificar; las representaciones parecían inacabadas o en perpetuo movimiento. En cambio, resultó más fácil con los dragones: Kaylé era tan erudito en la materia, que podía comentar casi todas las páginas.
—Este es Yspadadden… y ese de ahí Penkawr; eran irlandeses y pertenecían a un gigante de Cornualles. Éste es Mizir y vivía en Persia.
Piphan escuchaba, admirado. Sabía que existían distintas especies de esos seres, pero nunca se hubiera imaginado que cada espécimen tuviera su nombrecito.
En resumen, había sido una noche corta.
Y
Cuando los dos muchachos llegaron la tienda de Anselme Trumeau, Perline y Jaufrette los esperaban en la sala de las alfombras. Anselme los dejó un instante para que se saludaran, y poco después se reunió de nuevo con ellos, portando la caja exquisitamente tallada.
—Antes de abriros el pasaje debo informaros, sobre todo a ti, señorito Épiphane, de que a don Mercurio y a la señora Lisa les ha surgido un imprevisto de última hora. De modo que no os podrán ayudar en la entrevista que tendréis. El lugar de vuestra cita es la terraza del maestro Di Donatucci, el heladero, pero no me preguntéis dónde se encuentra, porque los puestos cambian de sitio en cada estación.
—Ya sabemos dónde se halla —dijo Jaufrette—; estuvimos ayer.
—En tal caso, sabéis más que yo, así que os deseo un buen día.
—¡Gracias! Que usted lo tenga también, señor Anselme —exclamaron todos.
—Y ahora colocaos en fila india. Sois cuatro y os recuerdo que las aperturas de este pasillo-umbral se limitan a diez segundos. En cuanto haya pulsado la caja, id rapiditos.
Así que, rapidito, fueron directos a la terraza del heladero, y su primera sorpresa fue que no había nadie en el lugar de la cita. A decir verdad, ante la ausencia anunciada de Mercurio y Lisa, no sabían con quién debían encontrarse.
Mientras esperaban, pidieron tres zumos de bananaria, un vaso de onirina y una ración de petambocas cuatro estaciones. El camarero acababa de apuntar el pedido cuando se oyó una voz que solicitaba:
—Y otro vaso de onirina para mí.
Un hombre bastante alto, de cara risueña provista de una corta pero amplia barba cobriza, se sentó a su mesa. Llevaba una toga ligera de un verde esmeralda que centelleaba al ritmo de sus movimientos, y una cinta hecha de pequeñas plumas le adornaba la frente, distinguiéndose apenas del color de la piel.
—Hola, chicos. ¡Jaufrette, Perline, Kaylé y Épiphane! —los saludó mirándolos a los ojos uno tras otro—. Me llamo Mori-Ghenos y…
El mero nombre los hizo reaccionar a los cuatro. Incluso Piphan estaba al corriente ya de que Mori-Ghenos era un grande entre los grandes, de quien decían que su magia era tan poderosa como la de Alban Sintonis. Todo el mundo sabía que, en la práctica, el Consejo de los Mayores se basaba en un triunvirato cuyas cabezas eran Alban Sintonis, Élia Grandidier y Mori-Ghenos. Ellos eran de los poquísimos que se habían enfrentado a Sarpedón varias veces y seguían con vida.
—Espero que mi nombre no os dé miedo —dijo el maestro.
—No es miedo —aclaró Jaufrette—, pero es que no nos esperábamos… un honor tan grande.
—Dejemos el honor para circunstancias más importantes, ¿os parece? Además, yo también me siento honrado, porque ¡a vuestra edad, era incapaz de hacer levitar una pluma en el aire! Sin embargo, hoy no os hablo como maestro sino como acompañante. He venido a buscaros, nada más.
—Entonces, ¿es cierto que partiremos antes de lo previsto?
—A no ser que alguno de vosotros tenga una objeción, nos iremos esta misma noche. De cualquier modo, vuestro primer destino no será Elatha, y es de eso de lo que hemos de hablar.
—¿No vamos a Elatha? —se inquietó Piphan.
Aún no habían empezado y ya surgían cambios.
—Sí, por supuesto, pero no directamente. Este será el orden de los acontecimientos: por la noche nos presentaremos en la punta norte de Albaran, donde embarcaremos rumbo a Abra-cadagascar. La travesía no nos llevará más de un par de horas y llegaremos a Maro-Ancestro.
—Creía que los barcos no atracaban en Abracadagascar —objeto Kaylé.
—Y así es, pero no he dicho que vayamos a ir en barco.
—¡Guay! —se entusiasmó Jaufrette—. ¿Iremos en gazai-las y pegasos?
—Pues no, tampoco. Aunque admito que hay algo de eso…
Piphan preguntó si serían hipogrifos; Perline, que si escobas de bruja; Kaylé tanteó las alfombras voladoras, y los ojos de Mori-Ghenos brillaron cada vez con mayor picardía.
—Puesto que nadie lo ha adivinado, no pienso daros la respuesta; será una sorpresa. Por lo tanto, volvamos a nuestro programa porque cuando hayáis llegado a Maro-Ancestro, yo ya no estaré para daros explicaciones, ni nadie más en quien vayáis a querer confiar. Así es como empieza vuestro aprendizaje. Hay casi cuatrocientos kilómetros entre Maro-Ancestro y Elatha, y tendréis que recorrerlos solos.
—¡Cuatrocientos kilómetros nosotros solos!
—Por motivos de seguridad, en estos momentos no es factible abrir una entrada más cercana. Y por esos mismos motivos, no os acompañaré más lejos, ya que requieren mi presencia en otro lugar. ¡Tomáoslo como una primera prueba! Descubrir Elatha por vosotros mismos es la mejor manera de abordar sus enseñanzas. Vuestro único objetivo es llegar a la escuela lo antes posible. ¿Estáis de acuerdo?
Hubo un silencio. Las palabras del maestro Mori-Ghenos eran claras, pero el tiempo se aceleraba. Sin ir más lejos, el día anterior disponían todavía de tres jornadas de preparación, y ahora resultaba que partirían antes de lo previsto, sin saber con qué medio, para ir a parar solos a una isla desconocida. Era un poco bestia, la verdad.
—Ah, y un detalle importante —continuó el maestro—: Maro-Ancestro es el punto de encuentro con los demás Filus Aquarti. Las chicas se llaman Joa Pernety y Nive de Lancroy, y el chico, Melys Joret. Así que seréis siete para completar la ruta. Y como la unión hace la fuerza…
—Perdón, maestro —lo cortó Kaylé, siempre tan bien informado—, pero yo creía que los pronaos siempre suman ocho miembros.
—Es cierto, Kaylé. Y Filus Aquarti no es una excepción a la regla. Pero vuestro octavo camarada se reunirá con vosotros posteriormente, en Elatha. Ya sabéis lo esencial. ¿Más preguntas?
—No nos ha dicho a qué hora saldremos de Albaran —señaló Perline.
—Pongamos a las cinco de la tarde, delante de la tienda de Anselme Trumeau. Llevad vuestras cosas. Nos iremos en taxi hasta el faro de Albaran.
—¿Y después? ¿Cargaremos con el equipaje a lo largo de cuatrocientos kilómetros o habrá otros taxis?
Mori-Ghenos no contestó de inmediato, pues estaba degustando un petamboca y lo disfrutaba con los ojos cerrados.
—¡Mmm! Naranja veraniega. ¡Muy refrescante! Tendré que felicitar a Di Donatucci. ¿Qué decías, Perline?
—Hablábamos de los equipajes…
—¡Ah, sí! Pues no, os esperarán en vuestras habitaciones cuando lleguéis a Elatha. Para el trayecto de esta noche, coged lo que os quepa en el bolsillo, en el cinturón o en una mochila. Además de vuestro rombo y vuestro atributo, si tenéis uno; no creo que necesitéis nada más. Todos habéis recibido un rombo, ¿verdad?
—¿Esa cosa del cordel? —preguntó Perline—. Yo no he entendido para qué sirve.
—No te preocupes, ya lo averiguarás. Creo que hay un especialista en su manejo entre nosotros —afirmó el maestro mientras cogía otro petamboca.
Piphan se sintió aludido, aunque no leyó ningún reproche en la chispeante mirada del maestro. Le sorprendía bastante que un mago tan importante fuese tan bonachón. Cualquier cosa parecía divertirlo y, sin embargo, su simple presencia transmitía una sensación de seguridad y poder extremos.
Mori-Ghenos se levantó tranquilamente y pescó un último petamboca.
—¡Excelente! Ahora mismo voy a felicitar a Di Donatucci, pues este siroco del desierto era una auténtica delicia. Lástima no habérmelo comido antes de la naranja veraniega. Tengo que hacérselo probar a Alban… Entonces quedamos así: a las cincó de la tarde en la tienda del señor Trumeau, y no olvidéis vuestro rombo.
Se alejó en dirección al laboratorio del maestro confitero, revoloteándole la toga esmeralda que, a cada paso, soltaba un reguero titilante de minúsculas estrellas.
Los jóvenes Filus se quedaron inmóviles un rato, cada cual tratando de programar mentalmente el resto del día. Aquella marcha precipitada les dejaba unas pocas horas para terminar las compras, hacer maletas y despedirse de sus allegados. Las chicas abandonaron los Mostradores enseguida, mientras que Kaylé y Piphan salieron pitando a ver cómo iba la confección de sus equipos de invisibilidad.
Y
—¡Está todo listo! Os esperaba para las pruebas —anunció Eb’enzera.
Piphan entró en el vestidor dispuesto a ello y empezó por los pantalones. Tal como él deseaba, la tela imitó al instante el algodón azul de unos vaqueros. Por otra parte, había encargado una sudadera blanca, ancha y ligera, porque era así como le gustaban las prendas de ropa. Salió muy impaciente por mostrar su nuevo aspecto a Kaylé, que se moría de ganas de probarse su propia indumentaria.
Piphan releyó el contrato de venta y la garantía junto con el vendedor. Todo parecía correcto, y ya se disponía a firmar cuando una mano se le posó en el hombro; pero se trataba de una mano suelta, sin ir unida a nada, y le dio un susto brutal, hasta que comprendió qué era.
—Vale, está bien, tendría que haberme puesto también los guantes —se oyó la voz de Kaylé, salida de la nada.
Éste no había resistido la tentación de probarse la ropa directamente al revés. Al quitarse la capucha, su risueño rostro pareció flotar en la estancia.
Eb’enzera se hizo cargo de que eran unos crios, pero aun así les sugirió que fueran más discretos en los lugares públicos y, según el código de honor de la magia, se guardaran sus nuevas adquisiciones para ocasiones menos fútiles. Una vez cumplidos todos los requisitos, se marcharon con sus equipos secretos, doblados en unas bolsas invisibles de tela de Mider que podían llevar en bandolera, regalo de Casa Eb’enzera.
El resto del día transcurrió muy deprisa. Una última comida preparada por Delphine y a hacer las maletas, que estuvieron en un momento, ya que, como su nueva ropa se transformaba y no se ensuciaba, no hacía falta que se llevaran mucho más. Lo único que Piphan metió en la mochila fue su grueso libro, Arquetipos. Kaylé hizo otro tanto con su obra sobre los dragones, y añadió dos novelas de aventuras que aún no había tenido tiempo de leer: El sangrador de los corderos e Historias de lagos. Cuando las bolsas invisibles estuvieron equipadas con los últimos detalles, empuñaron los bastones de mago…