Primeras revelaciones
De nuevo en la trastienda de Anselme Trumeau, sorprendieron una conversación a media voz: Mercurio y su amiga Lisa estaban hablando con Anselme.
—¡Es increíble! ¿Quién es capaz de robar seis unicornios sin que nadie lo vea?
—Más bien se trata de un préstamo —rectificó Anselme—, porque los devolvieron a su sitio. ¡Pero ahora resulta que ha desaparecido un nautilo!
—No puede ser.
—Como lo oye, don Mercurio: Galibot no responde a las llamadas desde arroche. ¡Un gran nautilo de primera categoría! ¿Creen que los dos sucesos están relacionados?
—Es probable —intervino Lisa—. Pero si los unicornios fueron sometidos a un hechizo, no nos darán ninguna información. Sin embargo, averiguaremos más cosas sobre la culpable si encontramos a Galibot.
—¿Por qué una mujer?
—Los unicornios no se habrían dejado uncir por un hombre, aunque fuese un gran mago. ¡Ni en broma! Pero esa mujer, Equidna…
—¿La bruja a la que hicimos expulsar del islote de Nat?
—¡Todo es posible! —exclamó Anselme, alzando los brazos al cielo—. Son tiempos turbulentos, como bien saben. Desapariciones, apariciones… Nuestro amigo Archiméde Ponson me lo confirmaba esta misma mañana: parece como si hubiera alguna disfunción en la red de pasillos-umbrales. Incluso a él le cuesta saber con exactitud quién entra en nuestras islas Protegidas y quién sale de ellas.
Piphan y Kaylé se quedaron boquiabiertos. No sabían nada de la desaparición de un nautilo, pero en cambio habían visto a los unicornios en el bulevar del cinturón. Además, no había peligro de que Piphan olvidara el rostro de la conductora. Kaylé le preguntó si debían comentarlo o no, y Piphan apreció esta complicidad. Finalmente decidieron que, como los unicornios habían sido devueltos, quizá fuera precipitado denunciar a una alumna de Elatha, si es que la cinta le pertenecía. Esta resolución alivió a Piphan porque no le gustaba mentir, pero de ahí a denunciar a la que deseaba conocer con toda su alma…
Por fin hicieron un poco de ruido para anunciar su llegada.
—¡Vaya, veo que hay ganas de instruirse! —comentó Mercurio al ver los enormes libros que llevaban en los brazos.
—¡Y esto no es todo! ¡Mira!
Piphan estaba absurdamente orgulloso de mostrar su bastón de mago, aunque su valor no superara al de una rama de soanambo. Lo que no mencionó fue su adquisición de telas de Mider, insinuando únicamente que habían encargado otra cosa que no estaría lista hasta el día siguiente.
—¡Muy bien, muy bien! No obstante, debo informaros de que mañana tendremos una visita importante y debéis reservaros cierto tiempo para ella. Reuniremos a todo el pronaos Fi-lus Aquarti. Así que os aconsejo que no planeéis ninguna actividad para después de mañana por la mañana; podría ser que se avanzara vuestra marcha.
Kaylé se asustó un poco, y a Piphan le ocurrió lo mismo. Marcharse antes de tres días, pero sin saber cuándo… ¿Y si se iban enseguida? No se sentía preparado en absoluto. A todo esto, Mercurio se lo llevó a la trastienda para hablarle a solas. ¡Él, que soñaba con ir a pescar por la laguna, tenía que conformarse con una charla entre alfombras! Por mucho que su padrino le dijera que aprendería esto y aquello, a él no se le ocurría comentar otra cosa que todo aquel asunto empezaba a darle canguelo de verdad. Pero, por el contrario, Mercurio estaba asombrado por la rapidez con que se adaptaba y aprendía.
—A propósito —dijo—, no tenías por qué destrozarlo todo en el banco de Fulbert Voulabé…
—¿Está furioso?
—¡Qué va! A estas alturas ya debe de estar reparado. Tengo que reconocer que enseguida has dominado el manejo del rombo, y no quiero ni pensar qué sucederá cuando conozcas todas sus posibilidades. Pero en fin, lo que quería contarte es que los grandes cambios de que te hablé han liberado poderes extraordinarios. Entre ellos están los que deberemos afrontar nosotros, así como los que dormitaban en ti. Ha llegado la hora de la revelación, Piphan: debes saber que eres un gran mago.
—¿Cómo? Si ni siquiera he podido encontrar un bastón activo…
—¿Y qué? Ya te he dicho que los atributos son una simple ayuda. Con el entrenamiento, te darás cuenta de que las fuerzas que te mueven son mucho más eficaces. ¿Tú crees que Sar-pedón sería tan poderoso si su única arma fuera un bastón? Mira, ya verás…
Mercurio se interrumpió y cerró los ojos. Tendió una mano hacia un taburete de cuero, y éste se elevó al instante, describiendo un círculo en la estancia hasta regresar a su sitio.
—¿Por qué no me dijiste que eres mago? —preguntó Piphan, algo mosqueado.
—Por tres razones: no era el momento, no tenía derecho a hacerlo y no soy mago. Apenas conozco algunos hechizos inofensivos. Mi papel es el de embajador, y mi verdadero poder, el de la palabra. Cada cual a lo suyo, y lo mío es velar por los intereses de Elatha en el mundo, al igual que me correspondía velar por ti y por Kimyan.
—Kim nunca ha tenido un padrino.
—Puede ser. Pero en la práctica, ¿alguna vez le ha faltado algo? ¿No lo has compartido tú todo con él? ¿Te ha parecido desdichado?
—No, pero se siente solo. Claro que está Vouki, aunque no es lo mismo.
—Sí, claro, seguro que te echan de menos. Pero yo pienso mantener mi próxima visita al islote de Nat, y veré a Kimyan.
Y creo que hay algunas cuentas pendientes con la madre Pélagie, ¿no?
—¿Te refieres a la señora Corbett? —quiso saber Piphan, para comprobar si no se trataba de una hermana gemela.
—Ah, veo que también sabes eso… ¡Pues sí, así es!
Incómodo por el hecho de que su ahijado se le adelantara a las explicaciones, Mercurio tuvo que descubrirle que, en un determinado momento de su vida, Pélagie Corbett entró realmente en un convento, y vistió los hábitos varios años, en el fondo más por razones personales que religiosas. Y por esas mismas razones acabó abandonando el convento y creando el orfanato en el que lo metieron a él.
Ese «lo metieron» intrigó mucho a Piphan. ¿Quién lo metió allí si su madre había muerto? ¿Acaso fue su padre? ¿Quién tomó la decisión?
—No te descubriré nada nuevo si te digo que quien te ha criado ha sido sobre todo Bertille en lugar de la madre Pélagie. Comprenderás que, al morir tu madre, había que actuar deprisa, puesto que no tenías ningún pariente cercano, y Elatha tuvo que decidir.
—¿Elatha? ¿Qué tiene que ver con mis padres?
—Perdona que vaya tan al grano, Piphan, pero si sabíamos que estabas destinado a ser un mago extraordinario fue porque tu madre era de los nuestros; una gran maga, respetada por todos, y una mujer admirable en todos los aspectos, que ocupaba un lugar en el Consejo de los Mayores. Su muerte nos trastornó profundamente, créeme. Desde luego, era muy superior a una maga…
Era la primera vez que alguien abordaba la verdad sobre sus orígenes. Pero aquellos sorbos no bastaban para aplacar su sed.
—¿Y mi padre? ¿Es mago también?
Mercurio guardó silencio. Debido al papel que debía representar, le correspondía proporcionar todo cuanto fuera necesario para conseguir el bienestar y la realización de su ahijado, y para ello, tenía carta blanca en Elatha. Sin embargo, la situación le prohibía dar el menor paso en falso. El objetivo número uno era poner a Piphan en lugar seguro, lo que al cabo de unas horas ya se habría cumplido. Pero aún existía el peligro de que algún tipo de información desatara en el muchacho uno de esos accesos de cólera que lo obligaban a huir quién sabe adonde. Al igual que Bertille, Mercurio conocía muy bien esa cólera innata que subyacía en su ahijado. Pero esta vez, un paso en falso habría tenido consecuencias demasiado graves.
—Para resumir, te diré que sí: tu padre también pertenece al mundo de la magia. Pero no hablemos de la promesa que te hice. Algunas cosas las averiguarás en Elatha. Ya no puedes esperar más.
—Dime una cosa: mi padre se llama Audaz, ¿no?
—No. Audaz era el apellido de tu madre. Tu padre no te reconoció, en cierto modo, así que conservaste el nombre de ella excepto en el orfanato, aunque por otros motivos. ¡Venga, ya basta de hablar de esto! Supongo que esta noche sigues siendo el invitado de Kaylé…
—Sí, nos llevamos de primera. Sabe mogollón de cosas de magia. Mira, él sí tiene un bastón activo y con un dragón…
—¿Tanto te atormenta eso de tener o no un bastón? Vamos a ver, tú has observado cómo volaba el taburete, ¿no? ¿Y tenía yo bastón?
—¡No, pero yo no sé hacer volar taburetes!
—¿Cómo puedes prejuzgar algo que no has experimentado? Pues mira, ahora vas a probar tú, y para demostrarte que no es el taburete lo que está embrujado, harás volar este libro tuyo tan gordo. ¡Vamos!
La mirada de Piphan saltó varias veces del libro a su padrino, mientras se preguntaba si se trataría de una broma. Pero como no vio tal cosa en los ojos de Mercurio, jugó a su juego.
Una vez que cerró los ojos, notó que una vibración recorría su brazo derecho. Al cabo de unos segundos le dio la sensación de que se le iba a enrampar, y pensó que el libro pesaba demasiado para elevarse. Entonces, de repente, la vibración dio paso a una especie de fluido continuo; los músculos se le relajaron y comprendió que su padrino no bromeaba. Manteniendo los ojos cerrados, visualizaba el libro claramente, y el escenario ya no era la trastienda de Anselme Trumeau, sino una estancia de un color gris plateado vacía de paredes. No distinguía suelo ni techo, pero el libro se destacaba en el aire. Al principio, divertido, trazó con la mano un camino imaginario que el libro siguió, dócil, tan ligero como una pluma en una corriente de aire. Se sorprendió de su propia actuación cuando, de pronto, le entró miedo ante su poder y se desconcentró. Tenía que regresar a la realidad, a sus puntos de referencia, y ver a su padrino con sus propios ojos.
Lo vio, en efecto, oculto por un instante detrás del grueso volumen, que caía rozándole la punta de la nariz. Pero entonces los Arquetipos se pararon en seco, diez centímetros por encima de los dedos de los pies de Mercurio, antes de ir a posarse como una hoja muerta sobre una pila de alfombras.
—¡Oh, qué tramposo! —estalló Piphan—. ¡Ya decía yo que no podía ser cosa mía!
—¡No te engañes! Te he ayudado al principio para que despegara, y un poco al final para que no me cayera en los pies. Lo que pensábamos está comprobado: tienes poderes, Piphan. Deberemos tomarnos este hecho muy en serio. Te aseguro que es importante. Si Elatha os convoca tres días antes de la fecha prevista no es porque sí, y puesto que no sabrás lo que debes saber hasta que llegues allí, quiero que me prometas que estarás muy atento a todo lo que suceda a tu alrededor.
—¿Qué va a pasar de especial?
—¡Todo! Acabas de entrar en el universo de la magia, tu universo. Descubrirás que lo que digo es cierto; eres un gran mago en potencia. Y esta palabra es lo que cuenta, Pifan: en potencia tan sólo. Por eso necesitas que Elatha te forme. Debes entender que tus prodigiosos poderes acaban de ser liberados, pero te falta aprender a controlarlos si no quieres que ellos te controlen a ti. He detectado tu miedo, ¿sabes?
Piphan se vio obligado a reconocer que era verdad. Le había entrado un temor inusual, como un miedo a sí mismo, o más bien a una parte de sí mismo. Y esa parte desconocida lo asustaba, aunque su padrino le asegurase que aprendería a controlarlo todo.
Tenía miedo, sí, pero se sentía feliz por haber hecho volar los Arquetipos. Y se echó a reír al acordarse de cómo, en el último instante, el libro se había quedado en suspenso.
—He estado a punto de aplastarte los dedos de los pies, ¿eh?
—Eres un verdadero peligro público, mi joven amigo. Pese a ello, puestos a elegir, prefiero los pies que la cabeza. Espero que el librero no te lo haya vendido a peso… Bien, vayamos con los demás; Kaylé te espera y el señor Trumeau quiere cerrar la tienda.