Los mostradores del Gremio
Adiferencia de los barrios bajos de Tsimis-Voula, aquí no se le ocurriría a nadie taparse la nariz o cerrar los ojos, porque especias, inciensos, perfumes y las más bellas maderas se mezclaban en volutas de pintorescas fragancias.
Los chicos pasaron rápidamente ante los puestos de sedas, tintes, marfiles y piedras preciosas. El olor exquisito de los granos de almizcle o de ámbar gris los acariciaba, el destello de los zafiros y las esmeraldas los fascinaba… pero nada los atraía lo bastante para que les entraran ganas de comprarlo. En cambio, un tenderete de música retuvo su atención, donde el vendedor promocionaba sus artículos de cristal.
—¡Semana del cristal, precios rompedores! ¡No se pierda esta ocasión! —gritaba al vuelo mientras rasgueaba las cuerdas de un arpa de cristal.
Oyéndola, se diría que había pertenecido al dios Apolo. El vendedor, que detectó su interés, hizo una demostración con un orgacuático, cuyas teclas eran finas láminas de cristal, de distintas longitudes y grosores. Si te limitabas a rozar una de ellas, un delgado hilo de agua rebotaba sobre la lámina y la hacía vibrar con una nota de lo más cristalino, evidentemente. A continuación les mostró un ornitorrina, un tipo de reclamo redondo y muy elaborado que permitía atraer a toda clase de pájaros. Piphan, no obstante, prefirió probar con el oceanófono, cuyo funcionamiento era idéntico al del ornitorrina, salvo que el instrumento se parecía a un cucurucho. Con él se podía llamar a los cetáceos, y en especial a las ballenas jorobadas. La novedad de ese sonido lo hipnotizó, y se habría retrasado mucho si Kaylé no le hubiera tirado del brazo:
—¡Vamos! Voy a presentarte.
Lo arrastró hasta un tenderete que anunciaba «Todo para el vuelo». Además de las típicas alfombras voladoras y una selección impresionante de escobas, se podían alquilar o comprar pegasos, hipogrifos y gazailas. Estas, algo más pequeñas que los pegasos, eran gacelas híbridas del desierto, provistas de dos largos cuernos en espiral, como los de los unicornios, y alas finas y transparentes. Debido a su gracilidad, transportaban a elfos o niños, o en cualquier caso a personas de poco peso. Pero si Kaylé le explicaba todos estos detalles no era por las gazailas precisamente, sino para llamar la atención de la chica que estaba acariciando a una de ellas. Pero, como estaba muy absorta, hubo que darle una palmadita en la espalda. Se llamaba Jaufrette Dallan.
—Jaufrette, te presento a Épiphane Audaz, el cuarto Filus de nuestro equipo albariense. ¿Perline está contigo?
—Encantada, Épiphane —saludó ella—. No, Perline tenía que hacer unas compras personales, pero hemos quedado en el puesto de atributos. Podemos ir juntos.
Mientras se dirigían al puesto de atributos mágicos, Piphan observó a Jaufrette. Ella sí era una vawak, seguro. Sólo una vawak podía lucir un peinado tan tradicional, a base de siete pequeños moños repartidos por la cabeza. Pero entre eso, sus grandes gafas redondas de cristales gruesos y su aguda voz, la encontraba un poco boba.
—¡Mira, ahí está!
En Casa Eb’enzear, las varitas mágicas llenaban a rebosar las decenas de tarros de barro cocido, y las cabezas de los bastones de mago asomaban por las altas vasijas alineadas al fondo del tenderete.
Si tenías la suerte de que tu nombre estuviera inscrito en el registro, había que hacer las comprobaciones de rigor para disponer del atributo que te aguardaba. Si no, debía procederse a poner en marcha un atributo nuevo, lo que no era cosa fácil. Y es que, hasta su activación, los atributos eran vulgares trozos de madera. En principio, bastaba con concentrarse y pasar la mano cerca de uno de ellos para accionar lo que se llamaba «la firma», es decir, la resonancia entre dicho atributo y su destinatario.
Kaylé no tuvo que someterse a este proceso, pues su nombre figuraba en el registro, certificando su pertenencia al linaje de los Marbode. Le entregaron, pues, un soberbio bastón de caoba, con una lustrosa pátina que atestiguaba una utilización prolongada; su principio activo procedía de un dragón de los Cárpatos, representado en la escultura que remataba el palo. Kaylé ya no podría poner en duda que el dragón fuera su animal tótem.
—Adelante —le dijo Eb’enzear—, haz una prueba de levi-tación con esa maceta de flores. Tienes que colocarla sobre esa repisa de ahí.
En cuanto Kaylé se concentró, el dragón abrió las alas y los ojos se le encendieron. El bastón de los Marbode volvía a estar activo, y Kaylé sentía su poder. Lo orientó hacia la maceta de flores y pronunció la fórmula.
—¡Ambuní!
La maceta se elevó dando unas leves sacudidas debidas a los nervios del chico al tener que hacer su primera prueba delante de unos amigos que no perdían detalle, en especial Piphan, quien, de paso, aprendía una primera fórmula mágica. Se dijo que ya podría haberla sabido en el islote de Nat para desplazar piraguas de las grandes. La maceta de flores se hallaba a unos centímetros de la repisa cuando dos manos se entrelazaron sobre los ojos de Kaylé.
—¡Cucú! ¡Adivina quién soy!
¡Catacrac! La maceta cayó y se rompió en pedazos a los pies de la repisa. Era Perline. Kaylé se volvió bruscamente para decirle lo que pensaba de ella, contrariado por haber fallado en su primera prueba a causa de una broma, y furioso por tener que pagar la maceta rota. Jaufrette y Perline se reían con ganas, Piphan no sabía qué hacer y Kaylé, hecho polvo, se disculpaba ante Eb’enzear. Pero éste no vendía atributos mágicos por casualidad; hizo un simple gesto para que la maceta se reconstruyera y las flores regresaran a su sitio. Pese a ello, no dejó de reconvenir a las chicas, que continuaban riéndose.
La reflexión trajo la calma, y Perline se disculpó también. Ella era así, de carácter alegre y juguetón a más no poder. Y, ahora que se disipaba la tensión de aquella llegada tan sonada, Piphan se dejó conquistar por ese humor jovial que le recordaba a Kimyan. Aunque no se la podía comparar con la chica misteriosa de los unicornios, Perline le pareció bastante guapa: nariz fina y respingona, grandes ojos negros y risueños, minicola de caballo y una mecha rubia sobre la frente. Vestida con una blusa blanca y unos vaqueros bordados con grandes flores, resultaba distinta a las demás chicas vawak que había conocido hasta entonces, y sobre todo a Jaufrette, que le parecía un poco anticuada.
En cualquier caso, boba o no, Jaufrette aparecía inscrita en el registro de Eb’enzear. Es más, ella heredaba, cosa extremadamente rara en una chica, un bastón de druida, que perteneció a un bisabuelo del que lo ignoraba todo. El bastón estaba tallado en roble blanco veteado de verde, y la escultura del extremo del palo mostraba a una soberbia gazaila.
—¡Felicidades, señorita Dallan! —se alborozó Eb’enzear—. Yo conocí a tu bisabuelo, ¿sabes? ¡Ese Erwan! Tenía una visión de las cosas extraordinaria. Yo era joven por aquel entonces, pero a él le debo todo lo que aprendí acerca de estas esencias de madera, como por ejemplo con qué luna recogerlas. ¡Lo sabía todo! Temíamos que tu linaje se extinguiera con Erwan, pues ningún Dallan se manifestó desde tu bisabuelo. No es bueno que los poderes mágicos permanezcan demasiado tiempo inactivos, porque los debilita. Pero no dudo que tú sabrás despertarlos, señorita. Si quieres hacer la prueba…
Jaufrette no se hizo de rogar. La gazaila batió las alas, sus cuernos nacarados se iluminaron y la maceta de flores cambió de lugar con gracia y ligereza, como si la chica llevase toda la vida manejando ese bastón. Los aprendices de magos no escatimaron aplausos, y Eb’enzear hizo lo mismo.
Pero no había más nombres inscritos en el registro. Ningún atributo activo aguardaba a Perline ni a Piphan. Y si bien ella se lo tomó con humor, sin tratar siquiera de poner en marcha alguno porque decía que ya tenía suficientes cosas que transportar, Piphan era incapaz de conformarse. No se veía llegando a Elatha sin bastón mágico. Y, sin embargo, eso fue precisamente lo que estuvo a punto de suceder.
Cuando le llegó el turno de colocarse ante las vasijas, atrajo dos bastones de madera de soanambo, es decir, el árbol del pan. Eb’enzear le pidió que los dejara otra vez en las vasijas y volviera a empezar. Pero, a la que extendió la mano de nuevo, esos mismos bastones echaron a volar para pegársele a ella. En toda su vida como vendedor de atributos, Eb’enzear nunca había visto nada igual. Cogió entonces los bastones, los puso en el suelo y le pidió a Piphan que comenzara una vez más, concentrándose con los ojos cerrados. Los dos bastones vibraron del mismo modo, sometidos ambos a un fuerte magnetismo, hasta que uno de ellos fue literalmente aspirado por la mano del muchacho.
—¡Qué elección tan difícil! —resopló Eb’enzear—. Me gustaría saber qué significa.
Piphan aún tenía menos idea, pero poco le importaba; tenía un bastón y eso era lo único que contaba. Por desgracia, éste no contenía ningún principio activo y, en consecuencia, en su extremo no había ninguna figura. Semejante atributo podía ayudar a lanzar sortilegios inocentes (lo que bastaba para aprobar el examen de levitación), pero Piphan fue advertido de que, sobre todo, no lo utilizara para defenderse, en especial frente a bastones de dahals provistos de quimeras en los extremos.
Con todo, Eb’enzear apuntó su nombre en el registro, seguido del comentario «creación en curso», y Piphan sacó su flamante tarjeta de crédito para pagar la compra. El vendedor, al ver que se trataba de una sidés internacional de oro, puso más atención en el nombre que llevaba grabado.
—Epiphane Audaz —murmuró—. Ahora lo entiendo… Será mejor, por seguridad, que pongamos el segundo bastón en una vasija aparte. Si alguna vez…
—Si alguna vez, ¿qué? —quiso saber el chico, intrigado.
—Pues que si resulta que el bastón que te ha elegido es defectuoso, tendrás otro de recambio. Es extremadamente raro que esto ocurra, pero digamos que es… una simple precaución.
La expresión un poco recelosa de Piphan obligó al vendedor de atributos a ser más explícito:
—Señorito Audaz, déjame decirte dos cosas. Primera: seguro que no tardarás en descubrir el principio activo que completará tu bastón; segunda: dudo que lo utilices a menudo. Parece ser que tus propias energías son muy superiores a la mayoría de principios activos. Volveremos a hablar de este asunto cuando el bastón esté completado.
»Mientras tanto, os deseo buena suerte a todos.
Decidieron ir a celebrar aquel primer encuentro de los Filus bajo la carpa del maestro Di Donatucci, que tenía fama de ser el mejor heladero y confitero del zoco.
Kaylé y Piphan se atrevieron con un batido de licor de ámbar, mientras Perline se deleitaba con un zumo de bananaria y Jaufrette con un vaso grande de onirina. El maestro Di Donatucci les ofreció un surtido de petambocas cuatro estaciones, su última creación. Bajo un fino praliné, había una pasta untuosa que sabía a fenómenos de temporada: podías helarte la boca si te salía un invierno riguroso, o disfrutar con los sabores rojizos de un otoño septentrional. A Jaufrette, al principio le salió un petamboca de otoño vulgar y corriente que casaba a la perfección con la onirina.
—¡Propongo un brindis por el pronaos Filus Aquarti! —dijo Kaylé alzando su batido todavía en llamas.
De modo que los vasos se entrechocaron a la salud de aquel pronaos al que ya estaban orgullosos de pertenecer, aunque no supieran nada de él.
—Estos tres días se me harán muy largos —protestó Perline.
Piphan le preguntó si sabía cómo se marcharían, ya que a Abracadagascar no se llegaba en barco ni en avión.
—A mí me encantaría ir en gazaila —soñaba Jaufrette.
—¿Quién sabe? A lo mejor cogemos una alfombra pública —propuso Perline—. Hemos de poder llevarnos todas nuestras cosas.
Piphan se dio cuenta de la diferencia de haberse enterado un poco tarde: de momento, aparte de un rombo y un bastón, no veía qué más iba a llevarse. Les preguntó a las chicas si habían elegido libros. Perline había encontrado una enciclopedia sobre talismanes y amuletos, y confiaba en que bastara con eso. Jaufrette se llevaría La cueva sibilina y El velo de Isis, rabiosa por no haber podido encontrar Historia de la brujería en los últimos cuatrocientos siglos.
Cuando se estaban terminando las bebidas, la potente voz de un vendedor ambulante atrajo sus miradas hacia un tenderete al otro lado de la avenida.
—¡Venta excepcional de la túnica de Nesus! ¡Compren esta túnica, que es única! ¡Descuento en tejidos para desgranar! ¡Gran selección de camisas con botones en flor!
De repente la penetrante vista de Piphan enfocó un retal que asomaba por entre una montaña de pieles de cebú, y le dio un codazo a Kaylé. A esa distancia, éste no podía leer el letrerito que le mostraba su amigo, pero reconoció la trama gris del tejido: era tela de Mider auténtica.
—Bueno, chicas, creo que es hora de separarnos. Tenemos muchas cosas que ver.
—Conque os andáis con secretillos, ¿eh? —bromeó Perli-ne—. Por mí, vale; tengo que tratar de encontrar un pentáculo que me proteja. Seguro que no es tan problemático como vuestros bastones… ¿Quedamos mañana a la misma hora en el mismo sitio?
Estuvieron todos de acuerdo.
El vendedor de telas se llamaba Eb’enzera y se parecía extrañamente a Eb’enzear.
—Es normal, somos gemelos —explicó el hombre a los chicos—. Tuvimos que modificar nuestros nombres para no perjudicar nuestros negocios respectivos. Mi hermano se dedica a los atributos, y yo a las telas. ¿Qué puedo ofreceros, muchachos? ¿Camisas de lunares para desgranar vosotros mismos? ¿O esas nuevas camisas con botones en flor? Es la última moda en las islas Incorporadas. Son muy graciosas: uno nunca sabe con qué flor se abrirán los botones.
Kaylé musitó que, en efecto, era muy gracioso, pero que él no pensaba arriesgarse a llegar a Elatha con un girasol en cada ojal…
—Sí… gracias, pero de hecho nos queremos informar sobre la tela de Mider —dijo Piphan.
—¡Ah, entiendo! Queréis jugar al hombre invisible, ¿eh? Si es así, debo advertiros que no vamos a regatear. No puedo aplicar descuentos a este artículo, de modo que está reservado a los magos… más afortunados.
—¡No se preocupe! —replicó él con seguridad, al tiempo que exhibía su sidés de oro.
—¡Estupendo, estupendo! ¿Qué os interesaría? ¿Unas capas con capucha? Es lo que mejor se vende.
—Por lo visto se hacen auténticos trajes con esa tela. ¿Se pueden confeccionar también vaqueros o sudaderas?
—Por supuesto, mi querido señor. Se puede hacer de todo. Es una tela proteica de gran calidad. ¡Y mira, mira qué tacto!
La tela resultaba muy suave y extremadamente ligera, y tenía poco que ver con la de Anselme Trumeau. Si colocabas el retal al revés, ya no era transparente sino totalmente invisible. Lo único que los retraía era su color en el lado visible, pues vestirse de gris no era muy alegre ni muy juvenil.
—Eso no quiere decir nada —los animó Eb’enzera—. La tela de Mider es de un gris neutro por defecto, pero puede adoptar cualquier tono o textura que invoquéis: algodón, seda o satén, percal u organdí… Sus límites son los de vuestros deseos.
En tal caso, quedaba el límite del propio bolsillo. Kaylé no creía que pudiera permitirse ni una simple capucha, y temía la bronca de sus padres si dilapidaba sus ahorros con una fruslería. Así que Piphan decidió regalarle un equipo completo: sudadera con capucha, pantalones, guantes y recubrezapatos. Así nadie podría reprocharle el gasto. ¡Ni siquiera una madre Pélagie!
Eb’enzera mandó llamar a su modista para tomarles las medidas exactas. Todo estaría listo al día siguiente para los retoques finales y la identificación, pues las prendas que permitían la invisibilidad debían declararse en la dirección del Gremio.
Kaylé estaba a la vez encantado e incómodo por el hecho de que un amigo al que conocía apenas desde hacía dos días le hiciera semejante regalo. En cuanto a Piphan, le habría gustado que Kimyan también estuviera allí, porque entonces habría encargado tres equipos completos.
Y
Continuaron recorriendo los puestos mientras se dirigían, para acallar su conciencia, hacia los de los libreros. Kaylé habría lamentado saltarse esta zona, pues encontró la última edición actualizada del Gran libro holográfico de los dragones, que contenía todas las especies catalogadas. Le iba a costar sus últimos sidés, pero sería la pieza más bella de su colección.
Piphan, para quien era más difícil encontrar un libro atractivo, se dejó llevar por su intuición y pasó por delante de un texto muy grande que lo interpelaba. Era una edición nueva de Arquetipos; la palabra no le decía nada, pero la curiosidad hizo el resto. Mercurio les había aconsejado que siguieran sus deseos, de modo que así lo hicieron, y resultó que sus deseos pesaban: sin proponérselo previamente, se llevaron los dos libros que sin duda eran los más voluminosos y pesados del tenderete.
—Yendo tan cargados, lo mejor será volver, ¿no crees? —propuso Kaylé.
—Tienes razón. Y francamente, no veo qué más podríamos comprar. Tenemos bastones, libros… Si en Elatha no están contentos, la próxima vez que nos hagan una lista.