Don Mercurio da Vita
Eso eran los Mostradores del Gremio? Piphan se quedó perplejo al reconocer la tienda de Anselme Trumeau, adonde los dos golfos lo llevaron la víspera, y en la que no fue muy bien recibido, precisamente. Aunque claro, entre el andrajo con patas de ayer y el flamante muchacho de hoy no había punto de comparación. Con todo, Anselme Trumeau nunca olvidaba una cara, y Kaylé tuvo que invertir toda su energía en enmendar la situación. Poco después el señor Trumeau presentó sus disculpas más desabridas.
Siempre elegante con su traje, camisa y corbata blancos aunque hiciera un calor tropical, su bastón de ébano blanco y su sombrero de paja al alcance de la mano, pertenecía a esa vieja escuela para la que el cliente es el rey. No le habría gustado nada cometer la torpeza de echar a un comprador que disponía de medios suficientes para adquirir la tienda entera. Y, especialmente, no le habría gustado que tal torpeza llegara a oídos de su jefe, César Pépin, gran comendador de los comerciantes.
Los Mostradores del Gremio estaban presentes en todo el mundo, pero César Pépin había insistido mucho en abrir una sucursal en Albaran, que era regentada por Anselme Trumeau, mientras él se ocupaba de la central en Toliara, al sur de Abracadagascar.
Desde hacía varios siglos, un contrato de exclusividad unía a los Mostradores del Gremio con los signatarios del Pacto de Alianza de Elatha, y solamente el Gremio y los comerciantes afiliados tenían derecho a tener tratos comerciales con el mundo mágico. Sus actividades eran lo único que en Albaran escapaba al control de Fulbert Voulabé. Ésa era una vieja cuenta pendiente con César, pues el extraordinario volumen de dinero que allí amasaba nunca iba a parar al Citibank. Además, César aprovechaba para revender multitud de productos que no tenían nada de mágico, como seda, marfil, especias o maderas preciosas.
La sucursal que llevaba Anselme era, pues, una cueva de Alí Babá para los curiosos y los coleccionistas que la visitaban. A Kaylé le encantaba visitarla, y Piphan ya se encontraba en la gloria.
En ella podías encontrar clepsidras de gluglú, un pentascopio de espejo, una esfera de cálculos tridimensionales, un clapodión, un reloj de pársecs o una colección impresionante de tesaractos. Y no cabía la posibilidad de equivocarte, porque los nombres estaban cuidadosamente escritos en etiquetas. Estos objetos aguardaban con toda tranquilidad al especialista que los utilizara o al aficionado que se enamorara de ellos, ya que, para el resto de los mortales y pese a las etiquetas, su utilidad era un misterio. Anselme Trumeau tampoco lo sabía; lo suyo era vender y garantizar el servicio, en lugar de dar clases de navegación celestial o de física cuántica. A pesar de todo, les explicó a los chicos que un tesaracto era un volumen en cuatro dimensiones, cosa que los dejó igual que antes.
Resultaba más fácil en la sección de telas, donde, a los pies de un planisferio bordado, un cartelito decía: «Mantelmundi de seda de araña: 800 cauris». Otro retal que se vendía bajo la denominación de «falsa tela de Mider» les pareció muy curioso: por una cara, el espeso tejido era gris, pero por la otra, transparente. El señor Trumeau les explicó que ese género tan extravagante no tenía nada que ver, sin embargo, con la auténtica tela de Mider, muy apreciada para confeccionar prendas de invisibilidad, pero con el prohibitivo precio de cincuenta sidés el metro cuadrado. Consciente de su fortuna, Piphan se dejó llevar por la imaginación al menos hasta que Kaylé lo arrancó de su ensueño:
—Si nos entretenemos demasiado aquí, nos faltará tiempo para hacer las compras y se te escapará tu padrino.
—¡Me extrañaría! Todavía no ha llegado.
—Tú qué sabes, colega. Pero claro, ignoras que los verdaderos Mostradores están ahí.
Y le señaló la habitación que había en la trastienda. Piphan ya la había visto, pero no le interesó, ya que contenía alfombras orientales. Quizá fueran voladoras, pero aun así…
Kaylé esperó a que el señor Trumeau terminara de guardar en la caja los tres sidés de un cliente que acababa de comprar un tetraedro de ciclos.
—Por favor, señor Anselme, ¿podría enseñarnos esa alfombra más de cerca?
—Enseguida estoy con vosotros, hijos…
Kaylé condujo a su nuevo amigo al fondo de la habitación, y se situó frente a una gran alfombra roja y dorada que colgaba extendida sobre una pared. Llevando en la mano una caja finamente tallada, Anselme Trumeau no tardó en aproximárseles; comprobó con precaución que no lo hubiera seguido nadie, manipuló la caja y susurró:
—Daos prisa, que se cierra en diez segundos.
Kaylé miró a Piphan y lo invitó a hacer como él. Extendió las manos hacia el centro de la alfombra y avanzó un paso. Cuando Piphan se dio cuenta de que las manos y los pies le habían desaparecido, su amigo ya se estaba desvaneciendo por completo. Se apresuró a imitarlo y… ¡se topó de bruces con su padrino Mercurio! Kaylé se moría de risa ante la cara de tonto que puso.
Cuando pasó la sorpresa, Piphan comprendió que le habían tomado el pelo y también se rio.
Pues sí, Kaylé conocía a Mercurio, y a petición de éste estaba guiando a Piphan desde la víspera, para así ponerlo al corriente de todo lo que debía averiguar lo más rápido posible. El encuentro en el bulevar del cinturón, la visita a Archiméde Ponson, la presencia de Lisa en el Citibank… todo estaba previsto hasta el menor detalle.
—Te felicito, señorito Piphan —lo saludó su padrino.
—¿Por qué? Si no lo he visto venir…
—Nunca hubiera dicho que en cuatro días un muchacho sería capaz de romper su burbuja, irse solo a la aventura y abrir los ojos a un mundo diferente… ¡No, hombre, es broma! Jamás he dudado de ti. Pero ahora no debemos perder más tiempo.
—¿Por qué decís todos lo mismo? El tiempo apremia, el tiempo es oro…
—¡Oh! Tal vez no para todos, pero para cierta gente puede asegurarse que la cosa urge. Van a producirse grandes cambios y es preferible estar preparados.
—¿Tienen que ver con Sarpedón?
—Veo que aprendes deprisa.
—Kaylé me lo ha contado todo. Parece ser que nos iremos a Elatha, una escuela de magia, ¿es verdad?
—En el sentido de que se aprende y se enseña, sí, aceptemos que es una escuela. Pero te aseguro que Elatha es mucho más que eso; es un Naos… Pero no quiero estropear tu descubrimiento. Por otra parte, Kaylé no ha mentido: os vais dentro de tres días. Si es que te tienta la experiencia, claro…
—¿Por qué no me lo has mencionado nunca?
—Ay, Piphan, lo habría hecho si hubiera tenido libertad para ello. Pero ahora, y aunque es escaso, nos tomaremos el tiempo necesario para dedicarlo a algunas explicaciones.
—Entonces, ¿realmente existe la magia?
—Eso te corresponderá a ti decidirlo. ¡Sólo a ti! La magia adopta tantas formas… En cierto modo, está en todas partes.
—Entonces los libros…
Piphan se interrumpió, preguntándose si las recomendaciones de la carta de Mercurio incluían a Kaylé, duda que su padrino le despejó al instante: Kaylé había tenido entre las manos los mismos libros que Piphan, y si Mercurio lo envió para que se encontrara con él, era porque conocía sus preocupaciones comunes. La única diferencia era que procuró que ninguno de los libros que le proporcionaba hablase de Elatha, por motivos que muy pronto descubriría. De lo contrario, se habría enterado de que existían otras escuelas de magia y brujería en los Países Exteriores. Así pues, bajo su apariencia anodina, esos libros eran un medio para revelar el universo mágico a quienes no leían tan sólo con los ojos. Y aunque Piphan no siempre supo captar las señales, sí leía apasionadamente entre líneas. De manera que se había estado preparando sin darse cuenta. Lo único que no entendía era por qué no sé podía hablar de ello.
—Porque hay palabras, nombres sobre todo, que no se deben pronunciar a la ligera —explicó Mercurio—, así como lugares, en los que no hay que volver a encontrarse. Sabrás más cosas cuando estés al abrigo de Elatha.
—¿Al abrigo de la guerra?
—Y de algo más. Kaylé ya te habrá explicado que, como él y como todos los que vas a conocer, no eres un moazi. Debes comprender que esta diferencia respecto al común de los mortales os expone muy especialmente.
—¡Por lo visto, los dahals son capaces de hacer estallar a las personas en mil trocitos, y tienen escorpimontes!
—Sí, son dos aspectos aterradores, ¡pero puede haber cosas peores!
—¿Peores? —exclamó Kaylé, agitado—. ¿Hay algo peor que estallar en pedazos o sufrir toda la vida? ¡Y una vida eterna, además!
Mercurio les contó con mucha seriedad que todo era relativo. Un sortilegio de estallido requería un combate cercano, es decir, que no dejaba de ser un conflicto convencional. En cuanto a los escorpimontes, los magos blancos habían hallado un contrahechizo a sus temibles efectos, aunque, por desgracia, no funcionaba en los moazis. Y ese inconveniente daba lugar a que a veces te veías obligado a observar cómo sufrían los seres queridos.
—Claro que podría haber algo peor, Kaylé. Imagínate que Sarpedón encuentra a unos aliados todavía más poderosos que él, y que una magia nueva y sin defectos se pone a su disposición para esclavizar a todo el planeta. Pues bien, desde hace cuatro días, se ha despertado una fuerza, un poder que nos cuesta delimitar. ¡Por eso apremia el tiempo!
Piphan preguntó otra vez si en Elatha se enseñaba magia ancestral o las artes de la guerra.
—Dado lo urgente de la situación, aprenderéis principalmente a utilizar lo que ya sabéis, incluido lo que ignoráis, pero que os es innato. En fin, por ahora creo que los Mostradores os están esperando…
Sí, Piphan sabía que Kaylé lo había llevado a los Mostradores del Gremio para que los conociera. Aun así, él se propuso buscar a su padrino por una razón concreta. Cuando dejó el islote de Nat no sabía nada de Elatha ni de la realidad mágica, pero lo hizo para intentar encontrar a su padre. Sin embargo, Mercurio no parecía morirse de ganas de abordar el tema.
—Tu preocupación por tus padres es muy legítima —le dijo simplemente—. Pero, ya que me pides mi opinión, te la daré: no te precipites, no quieras ir demasiado deprisa. No eres el primero que busca a un padre o a una madre que lo ha abandonado, ¿sabes? Debo advertirte que muy a menudo la búsqueda es infructuosa o resulta muy decepcionante…
—Tal vez… Pero creo que preferiría estar decepcionado a no saber nada de nada.
—Te comprendo, Piphan, pero te ruego que revises tu orden de prioridades, y te prometo que ninguna de tus preguntas quedará sin respuesta.
Piphan trató de expresar que la ausencia de sus padres se había vuelto de repente más dolorosa que nunca. A lo que Mercurio contrapuso una realidad que el chico no podía negar: el hecho de haber crecido feliz al lado de Kim, Vouki y Bertille, inconsciente de que esa felicidad estaba lejos de ser habitual. Aquello que no le dieron unos padres lo reinventaron ellos a su manera, y Bertille siempre decía que eso se llamaba amor, una fuerza que les permitía soportarlo todo.
Ahora estaba a punto de conocer Elatha y de aprender cosas que ni siquiera imaginaba, y su padrino le aseguraba que valían la pena. Piphan sabía que Mercurio tenía razón; ir al encuentro de verdades importantes requería una preparación que él no tenía. Al fin y al cabo, el intento de buscar a su padre era tan reciente como su descubrimiento del mundo mágico; así que optó por revisar su orden de prioridades.
—¡Estupendo! —sonrió Mercurio—. ¡Es la hora de los descubrimientos! Creo que tenéis unas compras en mente, ¿no es así, Kaylé?
—Sí, pero aparte de mi bastón de mago, no sé muy bien qué más comprar. No nos han recomendado ningún libro, ni nos han informado mucho…
—¡No te preocupes por eso! Si hay un libro que resulte indispensable, Elatha os lo proporcionará. Atended a vuestros deseos y comprad lo que creáis que vais a utilizar. No sirve de nada cargarse de libros que no se vayan a leer o de objetos que no se usan nunca.
—¿Y si nos equivocamos? —preguntó Piphan, inquieto—. ¿Cómo sabremos qué será útil si no conocemos la escuela?
—Insisto: no esperéis que Elatha sea una escuela como todas. Seguid vuestros deseos más sinceros, porque a partir de ahí Elatha podrá formaros en las mejores condiciones. Quienes la conocen ya saben hasta qué punto constituye una parte de sí mismos. El material más importante sois vosotros; lo demás es un apoyo. Aunque, naturalmente, yo no digo que se haya de prescindir de todos los apoyos…
—Entonces ¿yo también puedo tener una varita mágica?
Kaylé soltó una carcajada, y Mercurio le explicó que nada impedía a un chico poseer una varita mágica, pero era mejor dejarlas para las chicas o las hadas. Los chicos más bien necesitaban un buen bastón de mago a condición de no suponer que se utilizaría a menudo, pues debido a su tamaño, la mayoría de las veces estorbaba. Pese a ello, no dejaba de ser indispensable porque era un atributo que representaba a un mago ante los ojos de la gente, y podía convertirse en su proyección o en la de su descendencia.
—¿Qué, os lanzáis o renunciáis?
—Detrás de usted, don Mercurio —dijo Kaylé.
—No, yo no os acompaño. Tengo una cita, y vosotros ya sois lo bastante mayores para hacer vuestras compras. Nos encontraremos más tarde.
—¡Bien, pues nos vamos solos!
Y Kaylé se aproximó a una alfombra.
—¿Atravesamos otra?
Pero su amigo ya le estaba respondiendo: agarró con una mano el fleco de una de las cuatro alfombras que los rodeaban y la apartó sin más, sin la menor magia. Detrás no había ninguna pared, sino que se encontraron directamente en el tenderete de un comerciante de alfombras, una tienda como cientos de otras, en un inmenso zoco al aire libre. Y ya no se hallaban en los Trópicos sino en el Gran Oriente.