Capítulo 7

De Archimède Ponson a Fulbert Voulabé

Al levantarse, los esperaba un copioso desayuno. En casa de los Marbode, las cosas se hacían bien: zumo recién exprimido de corosol, papaya con menta, chips de cola de tatanga, pan tostado y una colección de mermeladas. Piphan empezó por la de hormigas en jengibre, que era deliciosa, antes de probar la de luciérnagas confitadas, absolutamente exquisita.

—También es mi preferida —reconoció Kaylé—, pero es más divertido comérsela por la noche; de día hay demasiada luz, y no notas la fosforescencia que te deja en la boca.

—¡En ese caso, volveremos a atacar en la cena! Si es que me invitas, claro…

—Yo ya no te suelto hasta que nos vayamos. ¡Aunque si todos los días tienes la intención de destrozarme la habitación con el rombo, te largas!

Disfrutando de aquella amistad naciente, la jornada se anunciaba muy feliz. Si al fin el señor Ponson los ayudaba a seguirle la pista a su padrino, esta misión sería la prioritaria. Si no, irían a dar una vuelta a los Mostradores del Gremio, donde Kaylé debía hacer unas compras relacionadas con Elatha. Tenía además otra razón para acudir a los Mostradores, pero ésta era un secreto.

Y

Archiméde Ponson vivía en el barrio alto del cinturón. Era un antiguo profesor de Elatha, y su jubilación fue una gran noticia para los magos en activo. Y es que se trataba del mejor archivero que se conocía en la profesión: inventariaba y clasificaba todo cuanto atañera a la información, y su elefantina memoria había dejado alucinado a más de uno. Kaylé se limitó a presentar a Piphan y todo salió rodado:

—¡Conque Épiphane! ¡Vaya! Y vienes del orfanato del islote de Nat, ¿verdad? Resulta que tu padrino…

—¿Conoce a mi padrino?

—¿Quién no conoce a Mercurio da Vita? Hijo mío, puede decirse que tienes mucha suerte. Bueno, al menos relativamente, puesto que don Mercurio ha estado aquí hace menos de una hora. Una simple visita amistosa…

—¿Y sabe dónde está ahora? —lo urgió Piphan.

—La verdad es que no. Sé que tenía una cita con Fulbert Voulabé, pero no puedo garantizarte que todavía esté allí.

Con garantía o sin ella, Piphan decidió que tenía que ir en su busca lo antes posible, pero el señor Ponson le advirtió de la necesidad de obtener un salvoconducto, que él podía conseguirle fácilmente. Pero en cuanto a conseguir ver al gran jefe sin cita previa, ya podía olvidarse.

—Entiéndelo: el señor Voulabé sólo trata en persona asuntos de la mayor importancia. Las citas las conceden un ejército de secretarias que filtran las peticiones. Me temo que no tienes muchas probabilidades.

Parecía complicado, pero el archivero no conocía la determinación del muchacho. Si él se encargaba del salvoconducto, el único problema sería su coste. Y cuando Piphan explicó cuál era su estado económico, se llevó una buena sorpresa.

—¿Cómo que no tienes ni un cauri? ¿Bromeas o es que acabas de comprar la isla? ¿Tú te crees que don Mercurio dejaría sin recursos a sus ahijados? Dudo que tu cuenta en el Citi-bank esté seca.

—¿Mi cuenta en el Citibank?

—¡Pues claro, tu cuenta! Todos los jóvenes del orfanato tienen una cuenta que sus madrinas o padrinos alimentan con regularidad; forma parte del contrato. Supongo que la madre Pélagie te lo habrá comentado, ¿no?

—Pues… sí —tuvo que mentir pensando que ya se ocuparía luego de eso—. Pero es que… olvidé los papeles.

—No tienen por qué pedírtelos; el Citibank garantiza el anonimato absoluto. Tu número de cuenta bastará.

Después de una mentira, siempre es más difícil salir airoso. En general uno se aturulla y, evidentemente, Piphan desconocía el número de una cuenta cuya existencia ignoraba hacía un minuto. Por suerte, Archiméde Ponson no se chupaba el dedo y era un hombre de recursos. Piphan creyó ver que le guiñaba el ojo a Kaylé antes de continuar:

—En principio, yo no tendría que saber los números de cuenta de los clientes del Citibank, pero como el tiempo vuela, voy a… como una excepción… Desde luego, cuento con vuestra discreción, ¿eh, muchachos?

—Afirmativo, señor Ponson —aseguró Kaylé—. Seremos como los tres monos que no ven nada, no dicen nada y no oyen nada. ¡Pero, entre nosotros, es fantástico la de listas que tiene usted!

—Menos mal que las tenemos. Porque si no, ¿cómo íbamos a controlar las actividades de todos esos bribones que sirven para bien poco?

Garabateó el esperado número en un pedazo de papel.

—Vamos, que el tiempo apremia y todos tenemos cosas que hacer. Kaylé, no te olvides de dar recuerdos de mi parte a tus padres, ¿de acuerdo?

Los dos chicos estaban ya en el umbral cuando Piphan hizo una última pregunta:

—Perdone, señor Ponson, pero ¿por qué repite que el tiempo apremia?

—Porque, porque… ¿Y por qué diantre no iba a decirlo? ¿Es que no os corre prisa a los dos la partida de los Filus Aquar-ti?

—¡Definitivamente, lo sabe todo! —exclamó Kaylé.

—¡Todo no, por desgracia! Pero mientras se trate de datos… Aunque debo admitir que obtener la lista del pronaos Filus Aquarti no fue demasiado difícil.

Después les dedicó una picara sonrisa, y la puerta se cerró.

Y

Kaylé guio a Piphan hasta lo alto del bulevar del cinturón, donde un inmenso túnel se perdía en una profunda oscuridad. En cuanto pusieron el pie en él, los aspiró una acera transportadora que cogió velocidad y enseguida los volvió a escupir en la luz azulada de un gran vestíbulo. Una azafata les pidió que le mostraran sus salvoconductos, y el extraño mundo de la ciudad se abrió ante Piphan. Era un mundo hecho de vidrio, acero y hormigón, muy distinto a las casas de bambú y falafa de su universo familiar.

Bajo la inmensa cúpula, el conjunto del edificio estaba construido en espiral, mientras que un amplio plano inclinado pasaba por todos los pisos. A pesar de que había ascensores, Kaylé aconsejó no utilizarlos, porque requerían un código o un pase reservado al personal. A Piphan, que tan a gusto se sentía entre piraguas y cocoteros, aquel ámbito electrónico le resultaba muy ajeno, así que emprendió el ascenso en espiral fiándose tan sólo de sus piernas.

Les daba vueltas y más vueltas mentalmente a las palabras con que se dirigiría a aquel personaje que tenía a raya a Albaran en pleno, confiando sobre todo en que su padrino le disculpara aquella entrevista sin cita previa.

Como los pocos empleados con los que se cruzó no le prestaron la menor atención, avanzó bastante deprisa, hasta que una puerta se abrió de golpe a pocos metros de él. Enseguida reconoció la silueta que quedó enmarcada en ella, y apenas tuvo tiempo de esconderse detrás de un gran filodendro, plantado en una maceta, desde donde sorprendió el final de una conversación. Un hombre decía:

—Puede estar segura de que el señor Voulabé agradecerá esta información tan… valiosa. Siempre es un placer volver a verla, señora Corbett. Usted primero, se lo ruego…

¿Señora Corbett? A menos que tuviera una hermana gemela, la mujer a la que estaba contemplando de cara era sin lugar a dudas la madre Pélagie. Salvo que, en vez del austero hábito de monja que le había visto siempre, llevaba un soberbio traje sastre azul marino y zapatos de tacón a juego, lo que le daba el aspecto de una avispada mujer de negocios. En la solapa de la chaqueta, un pase indicaba: «Señora Pélagie Corbett». Piphan no podía creer lo que veía ni lo que oía. Aun conociendo la inclinación de la mujer por convertirlo todo en cauris y sidés, nunca se le habría ocurrido que no fuera una religiosa de verdad, pero ahora empezaba a entender adonde iba a parar el dinero que pagaban las madrinas y los padrinos. Se mordió los labios al pensar en todos los que estaban en el orfanato e ignoraban la verdad. Desgraciadamente, lo único que podía hacer era añadirlo a su lista de cuentas que arreglaría más tarde.

El ascenso en espiral desembocó en un vestíbulo circular. Repartidas por todas partes, altas vitrinas albergaban unos objetos que Piphan adivinaba de gran valor: cuadros, esculturas, una colección de conchas raras entre las que había un sidés gigante, cristales y un montón de extravagancias vazas que no le decían nada. En lo que no se había fijado era en la ingente cantidad de cámaras de vigilancia enfocadas hacia puertas y vitrinas.

Dos vigilantes de estatura colosal, provistos de porras colgadas de la cintura y zapatones con forma de carros de combate, se le echaron encima en un santiamén para pedirle que les enseñara su pase. Por más que aseguró que tenía una cita, los guardias conocían bien su trabajo, así que lo agarraron cada uno de un brazo, lo levantaron del suelo y lo arrojaron a un ascensor. Cuando la puerta se abrió, Piphan reconoció la recepción donde lo esperaba Kaylé; había regresado a la casilla de salida.

Sin desmoralizarse, volvió al ataque, esta vez corriendo. Acababa de ocurrírsele una idea y ya la celebraba de antemano…

Volvió a hallarse ante el gran filodendro en el que se había escondido y, puesto que parecía que el cometido de la planta era ése, le serviría de nuevo para ocultarse. De modo que le cortó sin dudarlo sus más bellas hojas, hasta donde fue necesario, y se las colocó de forma que le rebasaran la ropa. Con un camuflaje perfecto que le hacía parecer una auténtica planta de esa clase, ya podía regresar al gran vestíbulo circular.

Así pues, se colocó delante de otro filodendro para perfeccionar su invisibilidad, sacó el rombo del bolsillo y pellizcó la cuerda en el segundo nudo, aquel que ya había probado. ¡Vamos allá! No tardó en estallar una primera vitrina, y después una segunda…

Los vigilantes de los zapatones como carros de combate aparecieron de nuevo, demasiado ocupados para reparar en él. Los cristales se agrietaban unos tras otros y se venían abajo esparciendo grandes fragmentos; todas las puertas del vestíbulo se abrían, y los empleados salían de sus despachos, pero nadie sabía qué hacer. Excepto él, que decidió agravar el pánico, ya que éste le ofrecía la oportunidad de seguir explorando las posibilidades del rombo. Dejó que la cuerda se le deslizara entre los dedos y pilló a la primera el penúltimo nudo. ¡Se estaba convirtiendo en un virtuoso!

El instrumento cambió a una frecuencia tan baja que los objetos del vestíbulo comenzaron a vibrar. Creyendo sin duda que iban a estallar como las vitrinas, los empleados corrían en todas direcciones para tratar de salvar algunos de aquéllos. Era el momento. Piphan se escabulló por la puerta abierta más cercana y la bloqueó desde el interior con la primera silla que encontró a mano. Mientras se desembarazaba de su camuflaje, se oyó una voz ronca. Un hombre con gafas redondas, panzudo y reluciente de sudor le pidió una explicación a semejante intromisión.

—Tengo una cita con el señor Voulabé.

—Ya me extrañaría —respondió el individuo mientras se le aproximaba.

No dio ni dos pasos antes de que Piphan volviera a lanzar el rombo. Y como era curioso, probó el primer nudo, es decir, dejó el menor trozo posible de cuerda. Por consiguiente, el tono salió superagudo y estridente, hasta el punto de que a él mismo le dolieron los tímpanos. Mientras tanto, decía a gritos que quería ver a Voulabé y el hombre le gritaba a su vez que parase ese trasto. Finalmente, Piphan obedeció antes de que le doliera demasiado la cabeza, aunque sin apartar la vista de aquel tipo. Cogió entonces una hoja de papel del escritorio, la partió en dos para hacer bolitas y volvió a plantear la misma pregunta:

—¿Y bien? ¿Quiere llevarme ante el señor Voulabé?

—¡Ni hablar!

Piphan se metió las bolitas de papel en los oídos y lanzó otra vez el rombo en la misma frecuencia. Aún percibía el sonido, aunque en el límite de lo soportable, y supuso que debía de ser horrible para los desprotegidos oídos del hombre regordete, al que veía clavado en su sitio, con las manos en la cabeza, dudando entre arrancarse el pelo o rascarse el cerebro, cosa que era bastante difícil de realizar. No obstante, cuando observó que al individuo se le resquebrajaban los cristales de las gafas, detuvo el rombo y volvió a preguntar lo mismo.

—¡Sí, sí! —estalló el hombre al fin—. ¡Pero te suplico que pares ese ruido!

Ya no podía más. Le costaba respirar y sudaba en abundancia. Chorreando, se dirigió hacia un gran retrato de cuerpo entero que deslizó para franquear la entrada de un ascensor. Se encaminaron al piso superior. El hombre no veía nada debido al estado de sus gafas, y farfullaba palabras incomprensibles. Al fin carraspeó y preguntó fríamente:

—¿A quién debo anunciar?

—A Epiphane.

—¿Epiphane qué?

—¡Epiphane y punto!

Lo que había creído que era un rumor exagerado resultó no serlo. El despacho de Fulbert Voulabé ocupaba realmente el último piso completo, y lo bañaba la luz de la cúpula de vidrio, a excepción de un cono de sombra en el centro.

El gran jefe se encontraba de espaldas, a unos treinta metros de la entrada. A cada lado de un escritorio desprovisto de carpetas o teléfonos, Piphan divisó una esfera del tamaño de un hombre. Aparte de eso, la enorme estancia redonda estaba vacía. Ni un mueble, ni un objeto; nada. El hombre de las gafas rotas tosió para llamar la atención de su jefe.

—Disculpe, señor. Hay aquí un… señor… que afirma tener una cita. Dice que… que se llama Epiphane.

La voz del hombre panzudo retumbó haciendo eco en la bóveda, y la respuesta llegó del mismo modo:

—¡Otra vez ese señor Santa Ana! Dile a ese pesado que lo veré más tarde.

—Hay un malentendido, señor…

Piphan, pensando que sería mejor presentarse él mismo, se lanzó bajo la cúpula. Sus pasos resonaron como en un túnel, y el gran jefe se giró de golpe.

—¡OKA!> —rugió una voz cavernosa.

Piphan, que detuvo en seco su recorrido, se encontró de culo sin haberlo visto venir. Cuando el señor Voulabé se dio cuenta de que estaba tratando con un muchacho, bajó la mano que había extendido como si hubiera querido detener algo.

—¿Tú quién eres?

—Me llamo Épiphane.

—¡Épiphane! ¡Mira por dónde! ¡El joven Épiphane, la esperanza del viejo mundo! —respondió el gran jefe, con una risa socarrona que el eco volvía ensordecedora.

—¡Usted no me da miedo! —soltó Piphan por lo bajini.

El tono de la risa se elevó todavía más. Fulbert Voulabé era un hombre bastante corpulento y muy alto, un auténtico coloso que transmitía una sensación de fuerza pura. Habría podido aplastar a Piphan de un puñetazo como a una vulgar cucaracha, pero la intrepidez de aquel muchacho lo divirtió. En su universo de transacciones y negocios que lo obligaban a estar siempre alerta, aquella intrusión aportaba una curiosa nota de frescura. Pero había algo que…

Piphan no podía adivinar que el gran jefe no siempre se había llamado Fulbert Voulabé, en especial cuando formaba parte de Elatha. Había sido un gran mago, por entonces conocido con el nombre de Samildanak, y bastante famoso por su sensatez en cuanto a las relaciones con los moazis. Pero un día cometió un error que no dejó ninguna opción al Consejo de los Mayores. Alban Sintonis tuvo que tomar la decisión de apartarlo del Naos, y le retiraron todos los poderes mágicos, a excepción de los sortilegios que no podían hacer daño ni a una mosca.

Al cabo de un tiempo habría podido volver y reparar el daño pero, si bien la sabiduría otorga poder, lo contrario no suele darse, y Samildanak prefirió rumiar su regreso en términos de venganza. Herido en su orgullo, se refugió en Albaran, y poco a poco fue sometiendo a la isla entera gracias a otro poder: el de la política y los negocios.

Al principio en Elatha se preocuparon, hasta que comprendieron que Samildanak, alias Voulabé, era un reyezuelo de las islas al que se podía controlar con facilidad llenando Albaran de informadores. Por ello, tal vez por despecho, el reyezuelo tenía una jaula tan grande… Pero echaba de menos la magia, y eso no se compraba con dinero.

Este era el motivo por el que no se habría arriesgado a aplastar a Piphan como a una vulgar cucaracha. ¡No hacía falta explicar el poder de Elatha a un mago venido a menos! Aunque a Voulabé no le caía nada bien don Mercurio da Vita, ese mensajero de los Mayores que no era partidario de andarse por las ramas, no le parecía adecuado hacerle daño a su ahijado, pues la sanción habría sido inminente. Así que prefirió simular una falsa bienvenida.

—¿O sea que no te doy miedo? —replicó Voulabé—. Pues harías bien en tenérmelo… Pero no hablemos de mí. ¡Acércate! Y toma asiento, te lo ruego.

Le señaló una de las dos esferas que, vistas más de cerca, eran unos sillones, cuyo interior estaba acolchado con un cuero flexible y brillante. Piphan se sentó y aguardó, y el gran jefe se acomodó en la segunda esfera.

—Y dime, joven Epiphane, ¿a qué debo el honor de tu visita?

—Estoy buscando a mi padrino Mercurio y me han dicho… en fin… creía que iba a encontrarlo aquí.

—Pues tú mismo puedes comprobar que no está.

—¿No tenían una cita?

—Sí, pero el tiempo es oro, por eso las citas que concedo son siempre muy breves. Don Mercurio no se ha entretenido más de lo necesario. Lo lamento, pero si no tienes más preguntas…

—¡Sí la tengo! —aprovechó Piphan—. Creo que dispongo de una cuenta aquí…

—¡Evidentemente! ¿Dónde ibas a tenerla si no? ¿Con las hermanitas de la caridad? —Voulabé volvió a su risa socarrona.

—Necesito dinero.

—¡Como todo el mundo! Aparte de cuatro locos soñadores, claro. Bien, ya sabes, para las cantidades habituales, las taquillas están en el segundo piso.

—¿Y si necesito más? ¿Y si quiero mucho?

—¿Por qué ibas a necesitar de pronto una gran suma? Hasta hoy no has retirado ni un solo cauri.

Por una parte, el chico no quería admitir que hasta hacía muy poco ignoraba la existencia de su cuenta. Por otra, el banquero no podía confesar que aquella cuenta era una de las que estaban sujetas a estrecha vigilancia. Si se produjera en ella el menor movimiento, los servicios del señor Loki se lo comunicarían de inmediato. Piphan improvisó:

—Tengo unos gastos extra. Para el colegio…

—¿Para el colegio? La señora… perdón, la madre Pélagie se ocupa de todo, ¿no?

—Es que… voy a cambiarme de colegio.

Fulbert Voulabé se calló. ¿Acaso se le había escapado una información esencial? ¡A él no era tan fácil jugársela! El había sido mago, sabía lo que tramaban algunos a sus espaldas.

—¿Ha llegado el momento de que entres en Elatha?

—¡Sí! —respondió Piphan con un orgullo que le impedía ser prudente.

Por lo que tenía entendido, si alguien conocía el nombre de Elatha significaba que no era un moazi y, por lo tanto, se podía hablar con ese alguien del mundo mágico. En efecto, Fulbert Voulabé estaba lejos de ser un moazi, pero éste era el único punto en el que Piphan no se equivocaba. Por lo demás, el Samildanak adormecido detrás del gran jefe tenía su propio plan.

—Entiendo. Los atributos, los libros, los ingredientes… todo eso cuesta lo suyo. Te acompañaré a las taquillas, amigo mío.

Abandonaron los sillones esféricos para dirigirse al centro del amplio despacho, en el cono de sombra donde una ranura dibujaba en el suelo un gran círculo.

—¡Ascensio!

La ranura se iluminó de rojo. Voulabé entró en el círculo e invitó al chico a seguirlo. Piphan comprendió que se encontraban en una plataforma cuando ésta descendió.

—¡Oh! ¿Usted también hace magia?

—¡Magia! —se burló Voulabé como si el chico acabara de decir una estupidez enorme—. Esto no tiene nada de mágico. La electrónica y un poco de informática bastan. Lo único que hace este ascensor tabular es reaccionar a mi voz. ¡Magia…! ¡Lees demasiados libros!

La plataforma se hundió en una columna de acero, un largo tubo que unía el último piso con los sótanos. A lo largo del descenso, desfilaron puertas —también de acero— con nombres grabados en ellas. Por fin el señor Voulabé se sacó del bolsillo un mando a distancia y la plataforma se paró. Los rodeaban seis puertas, y en cada una de ellas se leía: «Epiphane Audaz». A petición del gran jefe, Piphan eligió una al azar. Voulabé manipuló otra vez el mando para sacar de él una llave rara, de varios lados dentados, que hundió en el acero de la puerta tan fácilmente como si fuera mantequilla.

—¿Quieres saber si puedes gastar mucho? ¡Juzga tú mismo!

La pesada puerta se abrió a una estancia hexagonal de techo muy alto. En las paredes cubiertas de estanterías se alineaban un montón de sidés relucientes, e incluso el centro de la sala lo ocupaba una pirámide de las mismas conchas cuidadosamente apiladas, de excelente calidad, cuya cerámica anaranjada brillaba sin la menor imperfección. Una verdadera fortuna.

—Como ves, podrías disponer de la isla entera. ¡Pero afortunadamente no está a la venta, porque es mía! —continuó el gran jefe, en esta ocasión con una risa maquiavélica.

Imposible evaluar ese tesoro de un vistazo, más aún teniendo en cuenta que Piphan disponía de seis cajas fuertes idénticas, pero seguro que tendría la capacidad de afrontar gastos ilimitados. Se estaba preguntando si sería posible llevarse todos los sidés que le cupieran entre los brazos cuando el señor Voulabé le sugirió que una tarjeta de crédito sería lo más práctico. Obtenerla dependía de que él se ocupara de ello al instante.

—A decir verdad, don Mercurio había previsto esto para tus quince años. No creo que tenga inconveniente en adelantarlo unos días, sobre todo si a su ahijado lo esperan en Elatha. Por cierto, amigo mío, ¿sabes a qué pronaos estás destinado?

—Al Filus Aquarti —soltó él, igual de orgulloso.

—Al Filus… Vaya, veo que el viejo de Arthur M todavía da guerra…

—¿Arthur Eme?

—Sí, bueno… un simple recuerdo personal. Ya lo entenderás más adelante. ¡Se aprenden tantas cosas en Elatha! —se rio una vez más.

Mientras volvían a subir para ir a las taquillas, Piphan, incapaz de comprender la alusión del gran jefe, se planteaba más bien cómo un simple trozo de plástico podía reemplazar a los miles de sidés que acababa de ver. Al explicarle el señor Voulabé que con presentarla allí donde la necesitara sería suficiente, pensó que eso sí era magia de la buena.

Estaba aguardando en un despacho a que la tarjeta de crédito estuviera lista cuando el señor Voulabé regresó.

—Me preguntaba si aceptarías hacerme un pequeño favor. Verás, ya que tienes que ir a Elatha, me gustaría que entregaras esta carta a un amigo mío. Se llama Morien, Auguste Mo-rien. Enseña alquimia. Puede que lo tengas de profesor. Te lo repito: Auguste Morien. No hace falta que lo escriba en el sobre porque te acordarás, ¿verdad?

—¡Por supuesto! Cuente conmigo, señor Voulabé.

En el fondo, Piphan estaba doblemente contento: le estaba haciendo un favor al personaje más importante de Albaran, y llegaría a Elatha con un encargo entre manos. Pero estaba muy lejos de imaginar para qué iba a hacer de mensajero…

—¿Qué? —se interesó Kaylé—. ¿Cómo ha ido?

—¡Genial! Mi padrino no estaba, pero… ¡mira! —respondió Piphan, y le mostró la tarjeta de crédito—. ¡Te invito a beber algo donde quieras!

—¡Jo! ¡Te han dado la sidés internacional de oro!

—¿Ah, sí? No sé… pero si quieres vamos a…

Se interrumpió en seco, pues acababa de divisar a la vaza rubia del aeropuerto y echó a correr hacia ella; Kaylé lo siguió pisándole los talones.

—¡Hola, Piphan! —dijo ella sin sorprenderse—. ¿Cómo estás?

—¡Muy bien, gracias! Estoy buscando a mi padrino Mercurio. ¿No sabe dónde está, por casualidad?

—Sí, lo sé. Pero no tiene nada que ver con la casualidad: he quedado con él en los Mostradores del Gremio. Aunque aún no haya llegado, será mejor que lo esperes ahí. Creo que está muy impaciente por verte.

—Gracias, señora…

—Puedes llamarme Lisa. Será más sencillo si tenemos que volver a vernos.

—¡Pues gracias, Lisa!

—¿Lo ves? —concluyó Kaylé—. De una forma u otra, los Mostradores del Gremio eran inevitables…