Capítulo 6

Filus Aquarti

Estaba pensando en qué comería y dónde dormiría cuando, desde lo alto del bulevar del cinturón, vio aparecer los mismos torbellinos de color ocre de la mañana. Pero ahora no había motivo para esconderse; por ello, sacó la cinta verde del bolsillo y la agitó, gesticulando aparatosamente. Mas fue en vano, ya que los unicornios pasaron volando en apretadas filas, y la misteriosa belleza se mostró más distante que nunca, pues continuaba mirando al frente y manejando las riendas con brío, como si llegase muy tarde a alguna cita. Era la segunda vez que aquel carro fabuloso desfilaba por delante de él ese día, y la chica ni siquiera lo había visto. Piphan bajó los brazos y siguió con la mirada los torbellinos que desaparecían.

—¡Qué hermosa es! —repitió en voz alta.

Apenas había emitido estas palabras cuando una voz lo sobresaltó. Había un chico de su edad delante de él:

—¿Así que ves a los unicornios?

—Pues… sí.

—Entonces no eres un moazi.

—¿Un qué?

Puesto que Piphan se lo preguntaba, el chico le explicó que «moazi» designaba simplemente a quienes no tenían aptitudes mágicas y, por lo tanto, eran incapaces de ver a los unicornios, ya que su mirada se detenía en los torbellinos, que denominaban tornados.

Como si la distinción entre vazas y vawaks no fuera suficiente, ambos podían ser, además, moazis o magos. A decir verdad, si no sabía de qué le estaba hablando el recién llegado, era porque aún tenía toda su atención arrebatada por el ímpetu de su corazón.

—¿Conoces a la chica que conducía?

—No, pero a los unicornios siempre los conducen chicas, ¿sabes? A nosotros no se nos permite, es…

Se interrumpió bruscamente, se quedó mirando la cinta que Piphan sostenía aún en la mano y continuó con jovialidad:

—¡Ah, ya lo entiendo! Tú ya eres elathiano y por eso ves a los unicornios, porque eres mago. Yo también voy a ir muy pronto a Elatha.

—¡Eh, un momento! En primer lugar, esta cinta no es mía; se le ha caído a la chica del carro y me gustaría devolvérsela. Y además, yo no soy mago ni entiendo nada de tus historias de moazis y elathianos. Yo soy Epiphane, del islote de Nat.

—¿Epiphane? ¿Tú eres Epiphane? ¡Es… es increíble que nos encontremos aquí!

—¿Por qué, nos conocemos?

—No… bueno, ahora sí. Formamos parte del mismo pronaos, junto con Perline y Jaufrette.

—¿Pronaos, dices? Oye, si cada tres palabras vas a salirme con una cosa rara… Y a esas chicas no las puedo conocer porque es la primera vez que pongo el pie en Lakinta. ¿Entiendes?

—¡No te pongas nervioso! Yo te lo explico.

Le informó de que se llamaba Kaylé Marbode y de que su padre, Silvius Marbode, era profesor en Elatha. Por eso él conocía el nombre de ese lugar y la existencia de las cintas. Él mismo esperaba entrar como iniciado. Elatha era uno de los mayores centros de magia del mundo y uno de los pocos donde se enseñaba la magia ancestral, la de los orígenes. Todos los años, nuevos iniciados llegados de los cuatro extremos del mundo se reunían allí, repartidos en pronaos, y el conjunto de los pronaos se llamaba Naos. Aquel curso, cuatro jóvenes de Albaran tenían que ingresar en el pronaos Filus Aquarti. La lista, que Kaylé se sabía de memoria, incluía los siguientes nombres: Jaufrette Dallan, Perline Sanuya, Épiphane Audaz y el suyo propio, Kaylé Marbode. La partida era inminente y, aunque se ignoraba la fecha exacta, les habían pedido que estuvieran preparados.

—¿Lo ves? Es un error: a mí nadie me ha avisado de nada. Además, no me llamo Audaz, sino Épiphane, y Épiphane hay muchos.

Kaylé se mantuvo en sus trece: quizás él no fuera el único Épiphane del mundo, pero sí el único censado en los registros vawak de Albaran. Sólo había una persona que llevara tal nombre, y ese Épiphane era muy esperado en Elatha, como todos los integrantes del Filus Aquarti.

A Piphan se le ocurrió que debía de ser eso a lo que se refería su padrino. Y aquellos grandes cambios que también la lubina había mencionado…

—De acuerdo, pero ¿cómo puede alguien ser mago sin saberlo?

—No empieces la casa por la ventana: antes de ser magos, somos simples iniciados. Aunque no por eso somos moazis.

—¿Cómo me lo demostrarías?

—Muy sencillo: pregunta a todas las personas de este bulevar cuántas han visto a los unicornios que acaban de pasar. ¡Vamos, adelante!

Piphan sintió que el miedo al ridículo no era lo único que lo retenía. Aunque durante quince años había llevado la vida de un simple vawak, no podía decir lo mismo de los sucesos de los tres últimos días: la mujer-serpiente, una lubina parlante, los unicornios… Pero todo ocurría tan deprisa, y esas incursiones en lo mágico y desconocido eran siempre tan breves… Incluso ese último día había transcurrido a la velocidad del rayo. Además, su estómago se quejaba de hambre y aún no sabía dónde dormiría. Ese cuento de los moazis y los iniciados le parecía muy bien, pero ahora le preocupaban asuntos más urgentes.

—¿Por qué no vienes a mi casa? —propuso Kaylé—. Precisamente estoy solo; mi padre se halla en Elatha y mi madre se ha ido de viaje. Delphine, nuestra asistenta, nos atenderá; es un poco especial, pero todo irá bien, ya lo verás. Además, creo que mi padre se pondría como loco si supiera que he dejado en la calle a un Filus Aquarti. ¿Qué me dices, vienes?

Y

La familia Marbode vivía allí cerca, en Voula-Tchara, el barrio residencial del cinturón. Desde ahí se podía ver la cúpula, que ya no brillaba bajo el sol, pero no por ello era menos llamativa porque miles de esferas luminosas perfilaban sus arcos, realzando la inmensa bóveda que iluminaba la noche. Kaylé explicó que la cima de dicha cúpula estaba totalmente ocupada por el despacho personal de Fulbert Voulabé; los pisos inferiores albergaban las oficinas del Citibank, del Ministerio Global y las de todas las administraciones.

¡Pisos! Piphan sabía que existían en los Países Exteriores, pero nunca se habría imaginado que a unos vawaks les gustara vivir unos encima de otros. Sin embargo, la residencia de los Marbode también constaba de dos pisos.

—¡Hola, Delphine! —soltó Kaylé en el umbral—. ¿Qué hay de cenar hoy? Traigo a un…

No tuvo tiempo de terminar la frase, pues la asistenta se había levantado de su silla y, sin apartar la vista de Piphan, interrumpió a Kaylé:

—¿Desde cuándo traes mendigos a casa? ¡Seguro que a tus padres no les haría mucha gracia!

—Cálmese, querida Delphine; no es un mendigo, sino Épi-phane Audaz. Pertenecemos al mismo pronaos. Lo he invitado porque no tenía dónde dormir.

La explicación no bastó para tranquilizar a la mujer.

—¡Si los padres de este chico fueran gente como Dios manda, tendría dónde dormir! En primer lugar, no lo dejarían pasearse en este estado, y en segundo lugar, ¿cómo sabes que no es un moazi?

—Pero Delphine, ¿no te he dicho que se llama Épiphane?

—¡En cualquier caso, no puede quedarse con esa pinta si va a ser nuestro huésped! —sentenció ella, y giró sobre los talones.

Tenía razón: Piphan iba tan sucio que daba pena, así que Kaylé se lo llevó al cuarto de baño del piso superior.

Él siempre se había lavado en la laguna y enjuagado con unos cuantos cubos de agua dulce. Pero aquí (y no sabía si formaba parte de la magia) bastaba con girar un botón para que saliera agua del techo; otro botón, y podías elegir la temperatura; los jabones olían bien, las toallas eran suaves y había un espejo que llegaba hasta el suelo. Era la primera vez en su vida que se veía tan claramente en su totalidad, por lo que permaneció largo rato observándose con detalle, juntando al fin esas partes que lo constituían. Fue como renacer.

Tanto por coquetería como por curiosidad, se puso la cinta de Elatha que recogió en la calle y se admiró. Un dulce calor lo invadió de inmediato, y se sintió levitar. Pero enseguida la cinta se le pegó a la frente, y el calor que desprendía aumentó. Un dolor agudo lo obligó a cerrar los ojos y, cuando los volvió a abrir, la imagen del espejo le arrancó un grito de terror.

Detrás de él, una forma monstruosa avanzaba a hurtadillas, como si quisiera apresarlo por sorpresa. Parecía una serpiente enorme, aunque no podía decirse que fuera con exactitud un reptil. El cuerpo era más ancho que largo e inflado como un balón; sin duda tenía cabeza, pero ésta no se ubicaba en una extremidad, como en todos los animales, sino que de la piel extremadamente tersa emergía un rostro ondulante, sin mantener una posición precisa. Pero Piphan estaba convencido de que el rostro era a la vez de mujer y de serpiente, y de que sus ojos rasgados se le acercaban con gran rapidez. De pronto pensó en la bruja de la punta de Albaran y se arrancó de un estirón la cinta de la frente.

Alertado por su grito, Kaylé llegó corriendo.

—¿Estás loco o qué? ¿No sabes que nunca hay que ponerse la cinta de otro? Son personales. Y es Elatha quien decide.

Pero Kaylé también quiso saber cómo le había ido la experiencia y si había visto algo especial. Piphan no tuvo inconveniente en describir su visión. De cualquier modo, a medida que la comparaba con el aspecto de la bruja expulsada, se dio cuenta de que no se trataba de la misma mujer. Una era joven y la otra mayor, y tenían los ojos de distinto color, aunque la situación era idéntica: una especie de serpiente dispuesta a atacar. Kaylé le indicó con una seña que bajara la voz y le rogó que, sobre todo, no dijera ni una palabra a la vieja Delphine.

Cuando salió del cuarto de baño, Piphan estaba transfigurado. Al verlo reluciente como un cauri, la asistenta, dirigiéndose a Kaylé, dijo:

—¿Estás seguro de que es el mismo chico de antes? —Lo miró fijamente—: ¡Ahora sí que te doy la bienvenida, muchacho! Kaylé te mostrará tu dormitorio y el resto de la casa. La cena estará servida dentro de media hora. Procurad estar a punto. —Luego regañó otra vez a su joven amo—: Deben de quedar un par de chanclas de su talla, ¿no? ¿Desde cuándo nuestros huéspedes van descalzos?

Por primera vez aquel día, Piphan se relajó un poco, pues allí se sentía seguro.

Mientras volvían a subir, Kaylé iba delante y él lo observó; le daba la sensación de conocerlo desde hacía mucho tiempo. Era mestizo igual que él, aunque no tan cobrizo y más café con leche, pero tenía el pelo rizado, ni liso ni crespo. Su madre era negra y su padre, un vaza blanco nacido en las Américas Orientales, como Mercurio.

Cuando descubrió el dormitorio de Kaylé, Piphan recorrió con la mirada las paredes. Era algo soberbio. Los pósters que representaban personajes no le decían nada, pero los de dragones en relieve resultaban mágicos; parecían a punto de despegarse. Bien mirado, Kaylé poseía únicamente imágenes de dragones: había varias estanterías llenas de figuritas, y la lámpara de cabecera también tenía forma de dragón. A todo esto, Piphan se fijó en un objeto que había al lado de esa lámpara.

—¿Tú también tienes un rombo?

—Me lo trajo mi padre hace tres días. Aún no lo sé utilizar, sólo he probado el segundo nudo y el tercero.

—¿Hay nudos?

Piphan no había dedicado tiempo a investigar el último regalo de su padrino, aunque éste le subrayaba el carácter mágico que revestía.

—Mira —continuó Kaylé—, empiezas desenrollando el cordel como si fuera un yoyó.

En efecto, había unos nudos repartidos por la cuerda a intervalos regulares. Piphan sacó su propio rombo para observarlo más de cerca y las instrucciones continuaron. El cordel servía para lograr que la pieza de madera diera vueltas en el aire; según la velocidad, emitía un sonido diferente. Dos cavidades en la madera modulaban dicho sonido y los nudos indicaban dónde debía sostenerse la cuerda. Si la dejabas corta, el sonido era agudo, y cuanto más la soltabas, más grave.

—Escucha lo que pasa en el segundo nudo —advirtió Kaylé.

En cuanto hizo girar el rombo por encima de la cabeza, se propagó un sonido muy agudo. Al acelerar el movimiento, se volvió decididamente desagradable y el cristal de un marco que había en un estante se agrietó de golpe. Kaylé se detuvo.

—Con el tercer nudo es más guay, ya verás.

Y era cierto. Con aquella longitud de cuerda, la pieza de madera emitía un silbido semejante al viento. Los cambios de velocidad, pues, engendraban agradables modulaciones. Piphan no resistió el deseo de probar su rombo, curioso por saber qué pasaba con una nota verdaderamente grave.

Así que agarró la cuerda por el penúltimo nudo, alzó el brazo y giró el rombo como le había visto hacer a Kaylé. Esta vez, el sonido era un zumbido continuado que crecía o decrecía. Cuando aceleró, el zumbido descendió tan profundamente en la escala de los graves que sintió una opresión en la barriga, y las figuritas se pusieron a temblar en los estantes hasta que se cayeron una tras otra, incluso después de que detuviera el rombo. Había generado un infrasonido que no cesó hasta que estalló la bombilla de la lámpara dragón.

—Esto… creo que tendremos que esperar hasta que sepamos usarlo —concluyó, inmerso en un silencio repentino.

—Será lo mejor… —convino Kaylé valorando el alcance de los destrozos.

Él, que era tan cuidadoso y ordenado… ¡Su dormitorio parecía un campo de batalla! Tuvo que calmar a Delphine, que esperaba al pie de la escalera una explicación a tanto jaleo, y luego condujo a su nuevo amigo a la habitación donde iba a dormir. Aunque no contaba con la misma decoración ni con los dragones, seguía siendo todo un lujo; aquella noche Piphan no dormiría ni en un cuarto comunitario, ni al fresco, sino en un dormitorio de verdad.

La cena transcurrió amenizada con la cháchara de Piphan y Kaylé, que ya habían entablado un intercambio desbordante de recuerdos y confidencias. Al volver a mencionar los unicornios y la visión en el espejo, Piphan añadió el episodio de la bruja de la punta de Albaran y el de la lubina, sin omitir nada.

—Lo que has visto en el espejo… Si no estuvieras tan seguro de que era un rostro de mujer, casi parecería una descripción de Sarpedón. A menudo adopta la forma de una serpiente… pero bueno, también dicen que puede aparecer bajo cualquier forma.

—¿Quién es Sarpedón?

—¿Cómo que quién es? ¿Bromeas?

—Te aseguro que no. Nunca he oído hablar de ese tío. ¿Es un mago?

—¡Ya lo creo! Es el mago negro más poderoso que haya pisado la Tierra. Todo el mundo tiembla ante la posibilidad de la guerra que quiere desencadenar.

—¿Va a haber una guerra?

—Casi seguro que sí. Por eso Elatha está reforzando sus pronaos.

—Espera, espera… ¿Elatha es una escuela de magia o un campamento militar? ¡Supongo que no nos van a obligar a luchar!

—No creo, pero la magia también incluye aprender a defenderse de los maleficios, ¿sabes?

—Ya lo entiendo, pero mientras no aprendamos, ¿qué podemos hacer?

—Mi padre dice que no hay que descuidar ningún recurso, ni siquiera el más pequeño.

Según Kaylé, todo el mundo debía aprender a defenderse, pues de ese modo educaban los dahals a sus hijos. Así es como se llamaban los seguidores de Sarpedón —dahals—, y aunque la mayoría de ellos eran magos fracasados, nada les impedía ser tan crueles como su dueño y señor. Además, dominaban un sortilegio que hacía estallar a una persona en mil pedazos, o bien soltaban sus escorpimontes, un híbrido de su invención que era mitad saltamontes y mitad escorpión. La ventaja (según para quién) era que un escorpimonte volaba, y si te picaba, ya no morías nunca, pero sufrías un dolor penetrante y sin fin.

—¿Quieres decir que no existen magos capaces de frenar esta situación? Entonces, ¿para qué sirve Elatha?

—No es tan sencillo. La magia de Sarpedón es tan ancestral como la de Sintonis o la de Mori-Ghenos, los mayores maestros de Elatha. Verás, cada vez que Sarpedón destruye a un mago blanco, recupera un poder que se añade al suyo. Y entonces necesitamos nuevos sortilegios, más elaborados. Según Alban Sintonis, donde resulta más probable encontrar ideas nuevas es entre los jóvenes; está convencido de que uno de nosotros inventará un hechizo que Sarpedón no conoce.

—¿Y Sintonis es un gran mago?

—El mejor, sin duda. Por algo dirige Elatha.

—Pero a fin de cuentas, ¿dónde está Elatha? ¿En el norte de la isla?

Kaylé se dijo que, definitivamente, su nuevo amigo sabía muy pocas cosas. Iban a formar parte del mismo pronaos, en el mayor de los Naos, y resultaba que algunos lo ignoraban todo acerca de la magia…

—Elatha no está en Albaran —respondió.

A Piphan se le iluminó la mirada de alegría. Si no había ningún error sobre su persona, al fin iba a conocer los Países Exteriores, el mundo de su padrino, los territorios de sueños y esperanzas… Pero Kaylé no le dejó disfrutar mucho rato de aquella euforia excesiva.

—Se encuentra en Abracadagascar, la isla secreta.

—Abraca… ¿Se… secreta?

—Sí, sí: A-BRA-CA-DA-GAS-CAR. No sé dónde está exactamente porque es un secreto, pero sí puedo decirte que está en el océano Infinito, no muy lejos de Albaran.

—Pero… ¡si en los mapas no sale!

Estaba pensando en el mapa del único mundo conocido, el que mostraba que entre las dos islas y el gigantesco contorno de los Países Exteriores reinaba el océano. Cierto que también estaban las Seicherelles, el archipiélago de los Comodoros, la isla de la División y la del Señor Mauricio (a quien él se imaginaba como una especie de señor Voulabé), pero oficialmente todas ellas pertenecían a los Países Exteriores.

—¡Por supuesto que no sale en los mapas! Si no, ya no sería secreta. Y si no se puede distinguir desde aquí, desde las islas Protegidas, es porque dispone de una protección que la hace invisible.

—¡Ahora eres tú el que me toma el pelo!

—¡Para nada! Todas las islas mágicas están protegidas igual… Desde luego, no te han enseñado gran cosa, ¿eh?

La verdad era que había momentos en que a Piphan le costaba un poco aclararse, y no siempre distinguía entre los libros y la realidad. Y era la primera vez que hablaba con alguien tan bien informado, lo que le hizo caer en la cuenta de que estaba haciendo precisamente lo que su padrino le había avisado que no hiciera: hablar de magia con alguien. Para acallar su conciencia, se dijo que Mercurio debió de referirse a los moazis. Pero, ante la duda, prefirió cambiar de tema y comentar el objetivo principal de su llegada a Lakinta.

Claro que… su búsqueda inicial se había triplicado, puesto que ahora buscaba al mismo tiempo a su padre, a su padrino y a la chica de la cinta verde. En cuanto a ésta, Kaylé opinó que, si era elathiana, ya la encontraría llegado el momento. Pero respecto a su padre no podía ayudarlo, pues era una tarea muy personal… En cambio, el nombre de Mercurio no le resultaba desconocido.

—Tengo una idea: mañana iremos a ver al señor Ponson, un amigo de la familia. Ya verás que es muy simpático, y además lo sabe todo; posee más información sobre lo que ocurre en Albaran que el propio señor Voulabé. ¡Y créeme, no es decir poco!

A Piphan le encantó la idea, aunque no tenía otro remedio, porque era la única. Y al fin y al cabo, no dejaba de ser una pista.

Mientras tanto, vino Delphine y les recriminó que hablaran como loros, pues ya era muy tarde para unos chicos que necesitaban dormir.