Capítulo 5

La chica de los unicornios

El sol estaba ya alto cuando Piphan salió de su hintsy para enfrentarse a lo desconocido, desconocido pero bastante familiar: las mismas cabañas de falafa a lo largo del camino, habitadas por vawaks no muy diferentes; diríase que indiferentes, incluso, pues nadie le prestaba la menor atención. Se acordó de los peligros de Albaran con que le habían calentado la cabeza, y se dijo que tampoco había para tanto.

Apenas acababa de reflexionar sobre estos detalles cuando sonaron unos gritos detrás de él: un hombre se acercaba corriendo y gesticulando, agitándose todo a su paso; las mujeres apartaban a los niños de corta edad, recogían como podían la ropa tendida y retiraban las cacerolas, donde borboteaba el arroz del día. Era obvio que había que refugiarse, y Piphan se estaba preguntando por qué cuando los gritos se oyeron más claros.

—¡Un tornado, un tornado!

El hombre pasó de largo como un cohete, y el muchacho vio abalanzarse, en efecto, grandes torbellinos de color ocre, de casi cuatro metros de altura, que avanzaban por el camino levantando una nube de polvo y hojas muertas que volvían a caer sobre las cabañas. Tuvo el tiempo justo de ponerse a cubierto detrás de una haya para asistir, con los ojos entrecerrados, a un espectáculo prodigioso…

¿Por qué estaban fuera de sí los vawaks? ¿No veían que se trataba de falsos tornados y que, en el centro de los torbellinos, había un carro tirado por seis unicornios?

Piphan nunca había visto tales animales, pero esas crines sedosas que la velocidad echaba hacia atrás, esos cuerpos que exhalaban una luz cenicienta, esos destellos que brotaban de las pezuñas y, sobre todo, esos cuernos nacarados y enroscados en las magníficas frentes… todo indicaba que no se equivocaba; seguro que eran unicornios. Sin embargo, lo más mágico no era el tiro, sino la joven que lo conducía, pues su rostro, enfocando el camino, era de una belleza tan excepcional, que le arrancó a Piphan un grito de estupor maravillado.

—¡No puede existir alguien tan hermoso! —dijo en voz alta.

Y la mente de Piphan, en vez de dudar de la existencia de los unicornios, echó a volar y divagó alocadamente sobre la probabilidad de semejante beldad, mientras el corazón le palpitaba como nunca: una chica se lo llevaba en su carro, sin decir palabra, sin divisarlo siquiera. Y estaba claro que no se trataba de una vawak, sino más bien de una princesa recién salida de las páginas de un cuento de hadas, de una belleza demasiado inmensa para su imaginación.

Salió, pues, de entre los matorrales y gritó en dirección al cortejo fantástico, pero ya era tarde; le habían faltado reflejos. Los torbellinos se alejaban, y al caerle encima la nube de polvo, la camiseta le cambió de color; blanca al principio, tenía ya un tono ocre.

Piphan distinguió entonces una manchita verde que surgía de entre los torbellinos en fuga, revoloteando junto con el polvo antes de posarse en el suelo. Se aproximó y se percató de que se trataba de una cinta para ajustarla a la frente; sobre la tela, de un verde uniforme, destacaba la palabra ELATHA en pequeñas letras blancas. Pensando que sería una marca de fábrica cualquiera, se guardó la cinta en el bolsillo y retomó el camino.

Tres horas más tarde, llegó a Lakinta.

No era exactamente como se la había imaginado a raíz de las habladurías; de hecho, no lo era en absoluto. A su derecha, se alzaba hacia el cielo azul una cúpula enorme; construida sobre un islote en el centro de una bahía, la ciudad no disponía de ningún camino para llegar hasta allí, y el único puente que había era el mismo que él recorría en ese momento, pero no se dirigía a Lakinta, sino que, al contrario, se alejaba de ella.

Una vez cruzado el puente, donde volvía a haber un camino y cabañas de falafa, se topó con dos vawaks: Jeannot Bizness y Gédeón el Listo. Según afirmaban, proporcionaban servicios, reparaciones e informaciones de todo tipo, que resultaban más bien un lío y una estafa, como el chico iba a averiguar a sus expensas, empezando por un desembolso.

Por el módico precio de cincuenta cauris, aquellos dos golfos le propusieron ayudarlo a buscar a su padrino. Conocían la isla de cabo a rabo y tenían colegas en todos los barrios de Lakinta, lo que le pareció que justificaba un esfuerzo por su parte.

—¿Cómo se llama tu padrino?

—Mercurio.

—¿Mercurio qué?

¡Mercurio qué! El asunto iba en serio, y Piphan se percató del alcance de su tarea: encontrar a alguien de quien, como único dato, conocía el nombre de pila. Y todo a causa de ese maldito reglamento que la madre Pélagie se había sacado de la manga, pues en el orfanato únicamente se permitían los nombres de pila, o mejor dicho, estaban prohibidos los apellidos; los niños no tenían por qué conocer ni llevar los apellidos de los cobardes que los abandonaron.

Para los huérfanos de nacimiento, la norma establecía que no debían utilizar el nombre de los progenitores muertos, cuyos familiares no eran capaces de tomar el relevo. Y esa regla se hacía extensible a las madrinas y a los padrinos por si éstos fallecían, o dejaban de aportar la subvención económica correspondiente. En tal caso, el niño no debía conocer el nombre de un muerto o de un traidor. Por otra parte, la madre Pélagie simpre cambiaba el nombre de pila originario, pues no había por qué llevar el que te hubieran puesto unos traidores. Las costumbres religiosas se ocupaban del resto, y el nuevo nombre impuesto era el que marcaba el calendario el día en que se llegaba al orfanato. Por ello, él se llamaba Épiphane. Más tarde, al hojear el calendario de la madre Pélagie, comprobó que podría haber sido peor; era una suerte no haber iniciado la estancia por San Concordio, el día de carnaval o el miércoles de Ceniza. Epiphane era más simpático, y llegó al mismo tiempo que una estrella. Sea como sea, nunca supo el apellido de su padrino.

—No pasa nada —concluyó Jeannot Bizness—. Mientras nos asegures que está en Lakinta, encontraremos a tu Mercurio en un pispás. ¡Vamos, empezaremos por Voula-Kely!

¿Encontrar a Mercurio en un pispás? Nada más lejos de la realidad. De hecho, puesto que habían decidido callarse que no estaban bien vistos en la ciudad ni en los barrios elegantes, le harían perder un poco de tiempo y de dinero. Piphan era un ingenuo que les había caído del cielo.

El Listo hablaba poco, y así se concentraba en las burradas —más descomunales que él—, que soltaba en cuanto abría la boca. En cambio, Jeannot Bizness era la cabeza pensante, por lo que Piphan lo seguía sin rechistar.

Cuanto más se adentraban en el barrio, más sucio estaba todo. Jeannot y Gédeón se detenían en unos puestos miserables, a cuál más sombrío y decrépito; luego el trío reanudaba la marcha otra vez y recorrían callejuelas y pasajes, donde se acumulaban montones de chatarra y basura de lo más pestilente. Unas gallinas esqueléticas les disputaban a los niños todo cuanto podían, entre patada y patada, mientras que el mal olor de algunos de esos desperdicios penetraba tanto en las fosas nasales, que te echaba para atrás.

—No es que sea muy conocido tu padrino, ¿eh? —dijo Jeannot—. Bueno, echemos un vistazo a Tsimis-Voula.

Piphan no sabía si continuar buscando o no. No veía por qué iban a conocer a su padrino en tales lugares. Pero ahora iban a cambiar de barrio, así que, mientras esos golfos no pidieran un plus… Además, si bien no era divertido, descubrir aquel extraño universo de los bajos fondos lo fascinaba.

El anunciado barrio de Tsimis-Voula era aún más mugriento que Voula-Kely. Se hallaba en la falda de una colina, y había que bajar, con gran peligro, por una multitud de peldaños de piedras desencajadas que amenazaban con irse rodando a cada paso. Derrapar ahí significaba hacerse daño y tal vez matar a quien estuviera abajo. Había otra escalera —o al menos la hubo— de madera, pero lo que quedaba de ella se aguantaba más por milagro que por los clavos, y se habría tardado menos en contar los peldaños que quedaban que los que faltaban.

Tampoco se podía hablar de calles, pues más bien eran pequeños callejones. Ni se podía llamar cabañas a esas acumulaciones —mil veces remendadas— de chapas oxidadas, cartones, pedazos de plástico y todo cuanto pudiera aprovecharse para formar algo parecido a unas paredes. El conjunto se veía ennegrecido debido a los humos de los fuegos permanentes y al pésimo petróleo de las lámparas. Unos irregulares recipientes servían de cacerolas, aunque en ellos ya no borboteaba el aromático arroz sino un caldo oscuro, etapa final para una rata demasiado aventurera. La gente que vivía allí buscaba algo mejor, pero lo bueno se hacía esperar. Así pues, las gallinas de Voula-Kely no eran tan temerarias como las ratas, y nunca se arriesgaban a acercarse a los escalones de Tsimis-Voula, por miedo a que las desplumaran.

Piphan abría los ojos de asombro ante esas miríadas de niños desnudos que trepaban o se escurrían al acercárseles. Apenas se diferenciaban del color de las paredes, y lucían unas heridas que nadie pensaba curar y unos brazos y unas piernas tan delgados que asustaban incluso a las esqueléticas gallinas.

Pensó en sus hermanos y hermanas del islote de Nat, que habían crecido con la idea de que eran pobres y estaban abandonados. No obstante, a éstos, a diferencia de los niños de Tsimis-Voula, nunca les había faltado el arroz; los peces poblaban a tope la laguna y la isla rebosaba de raíces y frutas en cualquier temporada. Lo único que le resultaba familiar de esas sombras descarnadas era que hablaban el mismo vawak y que caminaban descalzos; y el hecho de que vistieran andrajos agujereados y polvorientos daba lugar a que él pareciera un burgués. La mayoría de esos niños aún no sabía qué significaba ir vestido y, seguramente, nunca oirían hablar del orfanato. Aquel lugar era un auténtico agujero en el que no se producían los milagros.

Tampoco hubo milagros en la búsqueda de Mercurio, pese a los contactos de Jeannot y Gédeón, así que Piphan prefirió poner fin a ese descenso a los abismos de la humanidad. Necesitaba aire y luz. Sin embargo, no se decidía a separarse de los dos golfos; aún los necesitaba pues no se orientaba en aquella ciudad en que todo se parecía, hasta los nombres de los diferentes barrios.

—Hacen referencia a Voulabé —explicó Jeannot—. ¡Perdón, al señor Fulbert Voulabé, el gran jefe! La ciudad entera le pertenece, por eso todo lleva su nombre. Aquí manda la voula.

—¿La voula?

—Sí, la pasta, la guita, los cauris, los sidés… Mira, las zonas de alrededor del Citibank son Voula-Tchara, el barrio de los ricachones. Gédeón y yo somos de Voula-Kely, y donde acabamos de estar es Tsimis-Voula. En la zona alta hay voula, en la baja no la hay y entre las dos hay muy poca, ¿lo pillas?

No era muy difícil de pillar, pero Piphan tenía otras cosas en que pensar después de haber oído el nombre de Voulabé; le sonaba de algo, y hasta habría apostado que se lo oyó pronunciar a la madre Pélagie un día en que estuvo espiando por la puerta de su despacho. Sí, el amigo de ésta, Loki, trabajaba para el señor Voulabé; era absolutamente necesario encontrar a uno de los dos.

Por desgracia, según los golfos, no podía entrar en la ciudad descalzo y mal vestido como iba. Y, además, hacía falta un salvoconducto. Todavía se podía permitir pagar el precio que le pidieron por obtenerlo, pero entonces no le quedaba para el plus que exigían esos granujas por sus servicios. Piphan ya no tenía más, así que propuso no enredarse con otros gastos.

—¡Tranquilo, hombre! —le dijo Gédeón confidencialmente a su compañero—. Hay salvoconductos más baratos en casa del viejo carcamal de Anselme. ¿Qué dices?

Jeannot no parecía muy contento, pero acabó por acceder. Así que Piphan optó por continuar, y los tres se fueron por el gran bulevar del cinturón.

Anselme Trumeau era un vaza que llevaba un comercio de artículos exóticos, rarezas llegadas de todos los rincones del planeta. Jeannot y Gédeón le habían hecho de proveedores alguna que otra vez, sobre todo de loros grises. Hacían negocios, por así decirlo.

Pero si hoy Jeannot tenía un problema, era que intuía que el negocio no le daría buen resultado. La última vez que le entregaron unos loros a Anseime, no habían resistido la tentación de robarle un soberbio catalejo de marino, muy antiguo, que se apresuraron a vender en Chen Ki, dos tiendas más allá. De modo que, cuando se acercaban al puesto de Anselme, éste estaba bajando la persiana y, al verlos desde lejos, los amenazó con el bastón y les gritó de todo. La cosa no iba bien. Como no quería que lo relacionasen con Jeannot y Gédeón, Piphan determinó aproximarse él solo, y así disfrutó de primera mano de los «gusanos repulsivos», «andrajos con patas» y demás piropos que daban fe de la riqueza idiomàtica y estilística del señor Trumeau. Definitivamente, la cosa no iba bien. Piphan dio media vuelta para reunirse con Jeannot y Gédeón. Pero… demasiado tarde: los granujas acababan de mangar unas gafas de sol en la tienda vecina. Los vio poner pies en polvorosa y se encontró solo mientras caía la noche otra vez.