La gran lubina
En la costa Este, hacia la mitad de la playa y no muy lejos del roquedal de las Gaviotas, había un remate rocoso al que llamaban punta de Rodin, lo bastante elevado para vigilar desde él la playa sin ser visto. Era el lugar preferido de la banda de los cuatro y punto de encuentro de todas las citas improvisadas. Sus amigos ya estaban allí cuando él llegó.
—Estábamos seguros de que vendrías —proclamó Vouki.
—Sí, pero te has pasado; podrías habernos dicho dónde eV tabas —intervino Kimyan, contrariado aún por la ausencia nocturna de Piphan—. Bertille estaba superpreocupada, ¿sabes? —Se sacó del bolsillo una hoja de libreta algo aceitosa, y le dijo—. Me ha pedido que te trajera esto.
La hoja envolvía tres rodajas grandes de mandioca fritas en azúcar. ¡Bendita Bertille! Por desgracia, Piphan se había hinchado a mangos y ya no tenía hambre; mejor dárselas a Vouki, que ya devoraba con los ojos las relucientes tajadas. En idioma vawak, Vouki significaba «saciado», lo que era un contrasentido ya que Vouki no lo estaba nunca; en cambio, siempre le quedaba un rincón vacío en el estómago, por glotonería, por si se presentaba la ocasión de un tentempié.
—Bueno, ¿qué os parece ir a pescar hacia el sur? —propuso Marusse.
Se pusieron de acuerdo mirándose por el rabillo del ojo, los cuatro coincidieron en que la calma y la claridad del agua eran ideales para la pesca del calamar. Pero Marusse había prometido un buen pescado para una fiesta familiar, y no era ningún secreto que para conseguirlo había que cruzar la barrera de coral.
El océano en sí no era lo que más preocupaba a los huérfanos, sino el sempiterno temor de que esa excursión llegara a oídos de la madre Pélagie. Por supuesto, pasar al otro lado de la barrera de coral estaba tan prohibido como ir a Albaran o tomar la piragua prestada. El verdadero problema con la madre Pélagie era encontrar algo aparte de la misa que no estuviera sujeto a su autorización.
—¡Vamos! —insistió Marusse—. ¡No os rajéis! Si no vamos con este buen tiempo que hace, no iréis nunca. Y os moriréis siendo unos idiotas.
—Sí, pero si la madre Pélagie se entera… —insinuó Kim-yan, que lo que más temía era que lo pillasen desobedeciendo.
—¿Cómo quieres que se entere? No tenemos más que salir por el paso del Árbol Muerto; no hay ningún peligro.
Era el paso más alejado de la orilla. También lo llamaban «paso del Malabarista», debido a los restos de un naufragio que descansaban allí, a veinte metros de profundidad. Tras sopesarlo todo bien, la piragua puso rumbo al sur con el impulso de unas francas risotadas.
Antes de alcanzar la barrera de coral, Marusse y Piphan ya habían cumplido con el cupo de pulpos y calamares, mientras que Kim y Vouki se dedicaron a los tatangas. El mayor de los calamares, no obstante, tuvo la oportunidad de oscurecer aquel raudal de buen humor, pues en el momento en que Marusse lo subía a bordo, lanzó un último chorro negro que le dio a Vouki en plena cara. Kimyan se echó a reír.
—¡Vaya, éste no se anda con medias tintas…! En todo caso, negro sobre negro es muy discreto. No te queda mal.
—Oye tú, piel de limón, a ver qué hace el próximo calamar.
Igual te transforma en marsupilami.
Y
Cuando ya estaban cerca del paso del Malabarista, Marusse aminoró mucho la velocidad de la piragua; no era cuestión de estrellarse contra los corales. Así que avanzaron muy despacio entre los meandros multicolores de la barrera y el agua cambió de golpe su color turquesa por un verde esmeralda. A partir de ahí, ya no se veía el fondo. La banda de los cuatro había pasado de la laguna al océano Infinito.
—Iremos por ahí —señaló Marusse, que se lo conocía—. Una vez, con mi padre, sacamos una lubina de veinte kilos. Es donde están todos los pericos de mar, los carangos, los capitanes… Aunque habrá que tirar más hondo y cargar más el cebo.
Y se dedicó a preparar unas cañas en medio del enredo de jarcias, en la proa de la piragua.
Al cabo de un par de horas, ya se habían hecho con dos pericos de mar, cinco margaritas, un napoleón, dos jóvenes lubinas negras y un nuevo calamar de más de un kilo, aunque, para gran desespero de Vouki, no transformó a Kimyan en marsupilami. Los tres huérfanos no habían conseguido nunca unos trofeos como ésos, y se habrían pasado así todo el día. Sin embargo, Marusse les expuso otros inconvenientes. En primer lugar, tenía peces suficientes para cumplir su promesa, y además, sabía que la marejada aumentaba con el sol y, por lo tanto, no * debían tardar en cruzar el paso en sentido inverso.
—Si queréis nos quedamos otra media hora, pero nos detendremos encima del barco naufragado.
Inmersos en una euforia general, nadie puso la menor objeción y Marusse los guio hacia el Malabarista.
Llevaban allí un cuarto de hora largo, sin que ninguna caña diera un tirón, cuando Piphan notó que su hilo se tensaba. Pero, curiosamente, se mantenía tenso sin oponer resistencia. Y, de repente, una sacudida lo lanzó tan rápido y tan fuerte contra la regala, que estuvo a punto de arrojarlos a todos por la borda.
—¡Qué guay! —exclamó Marusse—. ¡Afloja sin soltar! Seguramente es de los grandes. Yo que tú ataría la caña en la proa.
Piphan se dirigió hacia donde le indicaba su amigo, y logró saltar por encima de Vouki antes de que otra sacudida magista^d; le hiciera perder el equilibrio. Oyó a Marusse gritarle que soltara la caña, pero… era demasiado tarde: ya estaba bajo el agua.
—Pero ¿por qué no ha soltado el hilo?
—Eeeeh… No le ha dado tiempo —respondió Vouki, no muy convencido—. ¿Crees que… podría ser un tiburón?
—¿Un tiburón? —repitió Kimyan, alarmado ante esa posibilidad.
—No creo… no lo sé. Aunque es verdad que hay bastantes alrededor de los restos del barco —reflexionó Marusse.
—¿Por qué no sale?
El pánico se estaba apoderando de Kimyan.
—¡Eh, tranquilízate! ¿Te crees que yo sé por qué no sube?
—Está… está megaoscuro —añadió Vouki. Debe de ser muy hondo…
—Oye, para liarla más, mejor que te calles la boca. Yo quiero saber si veis a Piphan. Marusse, ¿tú buceas?
—Mmm… ¡Baja tú si no te dan miedo los tiburones!
Unos metros por debajo de la angustiada embarcación, Piphan no sentía ningún miedo. En torno a él se había formado una esfera irisada, semejante a una pompa de jabón muy grande, y bajo los pies notaba una sustancia más bien tibia y bastante resistente. Automáticamente, se sentó con las piernas entrecruzadas, pensando que aquella especie de cojín actuaba como un peso que iba arrastrando poco a poco la burbuja hacia el fondo. Al menos, eso creyó hasta que ésta se detuvo. Se encontraba a la altura del puente superior del barco naufragado, cuyas destartaladas escotillas dejaban entrever unas entrañas oscuras, en las que se perdía el hilo de la caña que él seguía sin soltar. Tiró con un golpe seco… Y ya no notó resistencia. Entonces una voz retumbó en la burbuja:
—¡Hola, Epiphane!
Guiado por el sonido, volvió la cabeza hacia su interlocutor. Una lubina salía de la cala y nadaba plácidamente hacia él. Era enorme. Los pocos pescadores del islote de Nat que habían visto algún pez de esa clase decían que tres metros y medio era un tamaño récord. Pero ésta pasaba de los cinco, y su redondez incitaba a hablar más de toneladas que de kilos. Piphan retrocedió, y la burbuja retumbó de nuevo:
—No eres muy educado, chico…
—¿P… perdón?
—Cuando alguien te dice hola, es de mala educación no contestar. ¿No te lo ha enseñado nadie?
—Pero… ¿sabes hablar?
—¿Y por qué no iba a saber?
—Es que… los peces…
—¿Qué les pasa a los peces?
—Bueno, es que los animales… en fin, que en general no hablan.
—¡Ya está! ¿Conoces a algún ser vivo que no hable?
—Pues…
—¿No se te ha ocurrido que quizá seas tú el que no sabe escuchar? Para que algo hable, basta con prestar oídos y dejarle hablar, ¿vale?
Eso sí que lo admiró; la lubina se acababa de marcar un punto. Puesto que lo observaba en silencio, Piphan trató de darle conversación, pero hay que reconocer que no sabía qué decirle a un pez.
—Esto… ¿cómo te llamas?
—¡Mi nombre! ¡El muy bobo quiere saber mi nombre! ¡Pues no tengo pocos! Si quieres, puedes llamarme madre.
—¡Oh, no! ¡No puede ser verdad!
¡Madre! Así era como tenía que dirigirse a la madre Pélagie, cosa que nunca le había gustado. La lubina advirtió sus apuros.
—Bueno, lo he dicho porque me ha hecho gracia. En realidad puedes llamarme como tú quieras.
—¿Qué tal «señora»? ¿Está bien?
—¡Señora! ¡Dios mío, qué original! —La lubina se lo pasaba la mar de bien a su costa—. Bueno, hechas ya las presentaciones, pasemos a cosas más serias. Ya no nos queda mucho tiempo.
—¿Ah, no? ¿Cómo es eso?
—Hombre, con la cantidad que has perdido tú…
—¿Que yo he perdido tiempo?
—Sí, años; has perdido unos años preciosos, amigo mío. Llevo tres años esperando tu visita. Pero resulta que Épiphane nunca cruza la barrera de coral, porque tiene miedo. ¿De qué? El no lo sabe, pero el muy bobo tiene miedo.
—No es verdad —se envalentonó él—. ¡Yo no tengo miedo!
—¿En serio? ¡Ahora lo veremos!
Emitiendo un rugido, la lubina le saltó encima. En una fracción de segundo, el chico se vio muerto, se le heló la sangre en las venas y, reculando, se pegó a la pared de la burbuja. Aquel pez podía devorarlo de un bocado, aunque no parecía que fuera su intención, pues manteniendo la mandíbula abierta, sujetaba con delicadeza la burbuja entre los labios. Al fin, cuando la lubina retrocedió hasta recuperar su posición inicial, Piphan se dio cuenta de que su cuerpo se alineaba a la perfección con la sombra de la piragua que se mantenía quieta encima de ellos.
—Perdona —repuso la lubina con jovialidad—. Era tan fácil que no me he podido resistir. Qué quieres que le haga, a mi edad los placeres escasean y reírse un poco siempre sienta bien. En todo caso, ya habrás visto que en eso de tener miedo… te queda mucho trabajo por hacer. Pero vayamos al grano. Pronto cumplirás quince años, y si bien hasta que tuviste doce, a nadie se le habría ocurrido reprocharte la infancia más bien despreocupada que llevabas, ocurre que en estos tres últimos años, ha habido grandes cambios en torno a tu pequeña persona. En este periodo no te has enterado de nada de lo que ha dado comienzo. Pese a ello, no eres ciego, pues desde que naciste posees una vista fuera de lo común, más aguda que la de todos los linces del planeta juntos. Pero ignoras, primero, que no sólo se ve con los ojos, y segundo, que no basta con mirar para ver.
—¿Y qué habría tenido que ver?
—¡Las señales, mi joven amigo, las señales!
—No… no lo entiendo.
—Es lo que te digo. ¡No puedes entender las señales porque no las ves! Ni tampoco ves las causas. ¿Alguna vez has pensado en qué enlaza las cosas entre sí?
—¿Qué cosas?
—Pues todas las cosas. Nada existiría sin aquello que lo rodea. Ni siquiera un instante sería nada sin el instante de antes y el de después. Si uno estuvo alerta ayer y vive plenamente el instante actual, tendrá suficiente con dos dedos de frente para adivinar qué le espera. Pero ¿lo sabes tú, Épiphane? ¿Ya qué aguardas para ponerte en marcha?
—¿En marcha? ¿Para ir adonde?
—Hacia tu corazón, amigo mío. Anoche, en la colina…
—¿Cómo sabes eso?
—¡Ay, si tuviera que decirte cómo sé todo lo que sé, seguiríamos aquí dentro de mil años! Como iba diciendo, cuando anoche te dormiste, tomaste una resolución, ¿verdad?
—Pues… sí… Creo que sí —balbució él, no muy seguro de a qué se refería la lubina.
—¿Lo crees? ¡El muy bobo lo cree! ¡Bla-bla-bla! ¡Ya no es hora de creer cuando es momento de saber! Y lo que yo creo es que seguimos desperdiciando el tiempo. Así pues, pongamos fin a esta conversación.
A continuación la burbuja empezó a subir hacia la superficie. A Piphan le entró pánico. La lubina había hablado demasiado, o quizá no lo suficiente.
—¿Y si lo que quiero es encontrar a mi padre? —soltó él sin pensarlo.
—Ya te lo he dicho: fíate de las señales, observa las coincidencias; siempre van vestidas de luz.
Definitivamente, ese pez hablaba por medio de enigmas, y Piphan tuvo la impresión de que el tiempo se le quedaría corto, pues veía con claridad cómo se aproximaba a la piragua, mientras que, a sus pies, la lubina desaparecía en las entrañas del barco naufragado.
—¡Eh! ¿Cómo voy a salir de aquí?
Una voz ya lejana le respondió:
—¡Mira que eres atontado! ¡Revienta la burbuja, hombre!
Con aprensión, Piphan extendió la mano hacia la pared esférica. El resultado no se hizo esperar: su dedo atravesó la burbuja con tanta facilidad como un alfiler pinchando un globo. Salió a flote enfrente de la piragua, en el mismo lugar donde había caído al agua, y agarrándose al brazo que le tendía Marusse, subió a bordo.
—¡Jo! —gritó Vouki, lleno de admiración—. ¡Sí que aguantas rato debajo del agua! Has batido tu récord…
—¡Dirás que ha batido todos los récords de la isla, qué guay! —corrigió Kimyan—. Y también el récord de meter canguelo a los demás. ¡La verdad, eso no se hace!
—Nunca había visto a nadie zambullirse tan deprisa. ¿Qué era, una barracuda o un wahoo? ¿Has visto al pez?
Piphan no podía contestar, pues los tres chicos hablaban a la vez. Kimyan estaba demasiado impresionado para preocuparse por saber de qué pez se trataba. Más bien se preguntaba cómo su mejor amigo había sido capaz de permanecer tanto tiempo debajo del agua.
Piphan odiaba mentir, sobre todo a Kim. Pero ¿qué hacer cuando la realidad te supera hasta ese punto? ¡Una burbuja gigante y un pez que habla! ¿Qué les diría sin parecer sospechoso? ¿Les contaría que no sólo acababa de sumergirse en el océano Infinito, sino en plena magia?
Sí, seguro que Kimyan lo entendería, porque si no, ¿quién iba a comprenderlo? Pero no era el momento. Había que saber cuándo, con qué palabras, de qué manera… Así que, mientras tanto, mintió:
—No, nada especial… Aunque he aprovechado para echar un vistazo al naufragio del Malabarista.
—Ya nos lo contarás por el camino —interrumpió Marusse—. No es por nada, tíos, pero hay que largarse: las olas son cada vez más grandes y no tengo ganas de cargarme la piragua de mi padre.
En el camino de vuelta, cavilaron una estrategia para que Piphan pudiera colarse en el orfanato sin que nadie se enterara; tenía que recuperar sus cosas y, sobre todo, no se veía capaz de ausentarse por más tiempo sin avisar a Bertille. A la hora convenida, Kim y Vouki se dedicaron a divertir a los internos en la sala principal, y Piphan entró por la cocina, donde Bertille lo esperaba.
Aún no lo estrechaba entre sus brazos cuando ya le estaba preguntando si había comido. Él la tranquilizó. Fue un momento de gran emoción. Piphan nunca había estado fuera más de medio día, y ahora venía a comunicarle que se ausentaría por un tiempo indefinido, tal vez semanas o meses. Temblaban el uno en brazos del otro.
—Dime al menos que no harás tonterías.
—Claro que no. Tan sólo quiero encontrar a mi padre.
—¿A tu padre? Pero si eso es imposible; sabes muy bien que nunca ha dado señales de vida.
—Es verdad, pero… a lo mejor se siente desgraciado por no haber podido hacerlo.
—¡Ay, no lo creo, Piphan! —respondió ella con una espontaneidad que lo sorprendió, en especial por apreciar una chispa de temor en su voz.
—¿Por qué dices eso, Bertille? Tú no lo conoces. O me habrías hablado de él, ¿no?
Ella se tomó su tiempo antes de responder:
—Mira, hace ya mucho de eso… ¿Por qué no hablas con tu padrino Mercurio? El te quiere mucho, ¿sabes?
—Precisamente, tengo intención de ir a Albaran para verlo.
—Pero si tiene que venir cualquier día de éstos… ¿Por qué no lo esperas tranquilamente aquí? Además, la madre Pélagie no está de verdad enfadada contigo; comprende que has actuado movido por la cólera y está dispuesta a perdonarte.
—¡Ah, no! ¡Yo no quiero su perdón! —explotó Piphan. Bertille se vio obligada a hacerle señas para que se calmara y no llamase la atención de los demás que estaban en la cocina.
Qué bien conocía ella a su Piphan. Para adorarlo como había hecho siempre, tenía que aceptarlo tal como era, con esa cólera que podía estallar por una bobada, una cólera innata, que quince años de educación no habían logrado reducir.
—Vale, no gritaré. Pero ahora no puedo explicarte nada. Yo… no tengo tiempo. Tengo que ir a Lakinta.
—¡A Lakinta! Qué miedo me das, pequeño. Nunca has ido más allá del aeropuerto y ahora quieres ir tú solo a esa ciudad maldita y peligrosa… ¿Y con qué dinero?
—Por eso quería verte. Necesito que me ayudes, Bertille. Me hacen falta ropa limpia y mis ahorros.
—Lo de la ropa limpia ya me lo han dicho tus hermanos, y te la he metido en esta mochila. Pero en cuanto a tu dinero, ya sabes que no puedo sacarlo sin la firma de la madre Pélagie…
—Sí, pero si yo pudiera entrar en su despacho… Sé dónde esconde nuestros cauris; únicamente cogeré los míos, Bertille, te lo prometo.
—¡Ni pensarlo! Me pides demasiado. Imagínate las consecuencias para tus hermanos y hermanas si…
Él se daba cuenta de que tenía razón. Ya la había metido en un compromiso bastante gordo. Por otra parte, no la veía demasiado contraria a su fuga. Aunque actuaba como si se opusiera a los peligros y dificultades de Albaran, lo cierto es que le había preparado la mochila; eso ya era una señal. De cualquier modo, conociéndolo como lo conocía, ella estaba convencida de que Piphan no se echaría atrás; quedaba por comprobar hasta dónde llegaba su determinación.
Tras observarse un rato en silencio, Bertille se le acercó y le dijo:
—¡Toma! No es mucho, pero si puede servirte hasta que veas a tu padrino…
Le entregó una bolsa que contenía trescientos cauris. Era exactamente la suma de sus ahorros guardados en la caja fuerte de la madre Pélagie. Bertille debía de haber mirado el libro de cuentas para adelantarle el importe.
Se miraron largamente, chispeándoles los ojos y sonriendo a medias, que en ambos casos expresaba: «Cuídate, te quiero mucho».